domingo, 13 de enero de 2013

Hasta el hombre soñado

Ramón Ábalo

El periodista Marcelo Sapunar convoca, en 1993, a más de 60 trabajadores de la cultura (periodistas, plásticos, músicos, escritores) para rendir homenaje —plasmado en libro— al poeta guaymallino Armando Tejada Gómez — fallecido meses antes: 3/11/1992—. Entre los convocados figuró nuestro compañero de La Quinta Pata, don Ramón Ábalo, quien participó con su capacidad expresiva, pero además, y lo más importante, en calidad de testigo amistoso desde los años infantiles de ambos (EP).

El Zanjón, convertido en frontera acuática — agua de greda y piedra que bajaba en correntadas —dividía esta parte de la ciudad para contener la humana confrontación de comunidades casi marginadas del nuevo centro, obligado a trasladarse después que el cimbrón y la iracundia precipitó al ras la ciudad cuyana.
Las solas ruinas de una iglesia del Dios de los Cielos daban testimonio de que la benevolencia divina se había transfigurado en arrebato de cólera, admonición y enojo; en gesto de malestar y bronca, en ejercicio y ritual de exterminios...O a lo mejor esta excomulgación de la vida fue la reivindicación de los dioses terrestres y como tales emparentados con las miserias y grandezas de los hombres.

El arrebato, en todo caso, se había diluido en la memoria humana, y para el Armando, por ejemplo —muchacho apenas— la memoria era como el basural que crecía en el extremo de la Media Luna (1): sólo los restos de banquetes que nunca había disfrutado.

El Armando no había despertado todavía al mundo de la Calle Larga. Mejor dicho, no había entrado con la totalidad de su ser de sus intuiciones inseguridades timideces temores de adolescente sin infancia casi, o cuando más una infancia de pocas ternuras, estrecheces contundentes para marcarle disfrutes inalcanzables «Algún día me podré comprar todas las historietas del mundo», se anticipaba a prometerse con el Pichuco, otro de los marginados ingenuos. El alma de la Calle era un secreto en el que apenas si estaba iniciado de la mano de los Mazamorra, el Tortuga, el Palito, el Regalao, su propio hermano el Roque, el más rebelde, eternamente díscolo y a mano para los entreveros y las remoliendas dantescas. Pero así era toda la Calle, pobre en vituallas pero rica en palabras altisonantes escenario cotidiano de patadas piñas y puteadas, en un armónico equilibrio de remansos y jolgorios.
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Ese era su mundo, pero intuía que habían otros, a los que comenzó a descubrir cuando encontró un abrevadero en el que recalaban sus frustraciones y sus anhelos: cualquier página, todas las páginas impresas que caían bajo sus ojos, en sus manos. Abrevadero para sus ensoñaciones, las pasiones exaltadas en la novelería, sus héroes y los versos sublimes que le trastocaban la realidad —realidad menesterosa, es cierto, pero su realidad al fin— para transmutarla en espera de abundancia por pobreza, timidez por prestancia, ignorancia por sapiencia, soledad por acompañamientos deliciosos, femeninos, refinados, esplendorosos.

Pero tuvo suerte, al fin y al cabo, que con tanta escritura deglutida a medias, la Calle no se le esfumara del todo, y cuando llegaban los veranos y las primaveras, ahí estaban los cientos de metros de un territorio ancho y palpitante, lleno de vida más que de ensoñaciones. Y los amigos imberbes como él, tan solitarios como él, tan esperanzados como él.

Un confín la Calle Larga (2), sin límites muy definidos entre una urbanización incipiente y los contornos agrícolas —las viñas ubérrimas, los durazneros y los damascos exuberantes— apropiados para el ocio a la hora de la siesta, para el aprendizaje del cigarrillo, la preocupación por una existencia futura, las mujeres lejanas y esplendentes, el diálogo soez, a veces existencial: « ¡...la puta! ¿vos creés que esto es vida? Mirá todo lo que queremos ser y hacer... y no tenemos ni pa’empezar...»

Los días se sucedían al calor de las penumbras de los cafetines, el billar y el truco, los largos tragos y las tertulias parroquianas en las cuales los temas por repetidos no eran menos novedosos en el agregado de otros detalles, en la ironía gruesa, en la salida procaz pero espontánea, en los atributos viriles propio o de los antepasados, en los pergaminos familiares: «...mi viejo fue el mejor cortador de adobes de Pedro Molina... ». Y el viejo de los Mazamorra la mejor muñeca para pintar paredes, ennobleciendo la primitiva cal en brochazos sin transparencias, en filetes bizantinos y ese final de paisaje pastoril o marinero. Y era orgullo de pintor —los Mazamorra— y era orgullo de bien servidos quienes habían tenido el honor de contratarlos para esos menesteres.

Y estaban los orgullosos de profesiones más peligrosas, como esa de los troperos, que recalaban con sus tropillas y ansiedades contenidas en las extensiones de la Media Luna: «...mi viejo está por llegar de Chile.., a lo mejor llega...». Qué viaje o travesía de estos hombres, enfrentando las sinuosidades de las cumbres y los desfiladeros, las nieves y los fríos, los vientos blancos y los ventisqueros. Ese viento blanco amarrador de cuerpos y espíritus a los duendes de las montañas, irritadas y violentadas por el empuje y la osadía del hombre, ser mísero y pequeño, ensoberbecido vaya a saber por qué fuerzas o fortalezas que los alentaba a hollar con insistencia esas cumbres enhiestas, petrificadas, blancas, embrujadas, altaneras, principio y fin en el espacio.

De esta talla eran los arrieros de tropillas de carros y muladares, cargados con los odres, las vides y los trigales, en un ir y venir de huellas y senderos, para recalar algún día de regreso en las postas suburbanas, como esta de la Media Luna, fogón para el mate y el asado, las guitarreadas, el vino y las buenas mozas. Y la vuelta al hogar, donde esperaba agobiada y resignada la mujer y sus seis, siete u ocho hijos, que entre viaje y viaje volvía a recuperar —al menos— la imagen de un padre que por poco ya era leyenda o simple historia para contar a los amigos en los juegos de bolitas y payanas.

La vida, su vida, no fue sino esos sueños y lo que pudo ser. Descubrió que sus espaldas eran fuertes pero no lo suficiente para el peso enorme de otras frustraciones y soledades que con el devenir de los años se le acumulaban en el alma. Que había alcanzado el dolor y algo de felicidad al mismo tiempo, porque…

«Nunca más de rodillas,
nunca más a pedazos,
nunca más a la muerte
sin haber respirado
nunca más como topos
nunca más acosados

El hombre por sí mismo
hasta él mismo lanzado
hasta su envergadura
hasta el hombre soñado.»

(3)


Compadres de Armando Tejada Gómez , Ediciones La Sopaipilla, Mendoza, 1993.

(1) Dice el sitio oficial de la municipalidad de Guaymallén: “La Media Luna: es el nombre que se le dio al paraje existente en el distrito de Pedro Molina de Guaymallén, en razón de que el curso del Canal Zanjón produce allí un semi-circulo semejante a una media luna”.[NE]
(2) En la misma página aclara que la “Calle Larga" o “Carril Viejo” es la actual calle Pedro Molina [NE]
(3) De Pachamama, su primer libro publicado, primera edición en 1953.


La Quinta Pata

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