domingo, 13 de enero de 2013

Defensa del diablo

José Luis Menéndez
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En un momento de nuestra experiencia histórica, los hombres éramos incapaces de explicarnos el mundo sin apelación a fuerzas exteriores. Adonde no llegaba la razón, emergían los seres sobrenaturales, los creadores, los dioses. La tierra y sus compañeros celestes, el origen de la vida, su para qué, la física y lo que está más allá de la física, la sublevación ante la muerte, imponían lecturas que pudiesen darles un sentido y una esperanza trascendental. Allí, entonces y para muchos, todavía, el lugar de Dios.

Pero a Dios se lo asoció con todo lo bueno, es decir, nació libre de culpas. Los nacimientos, la fertilidad, la salud, los frutos, el agua, las victorias, eran divinas. Para lo opuesto, para el mal, para la culpa, se creó la contra-cara de Dios, el Diablo.

El hombre, prevenido, se desentendió de su creación. Invirtió los términos. Y dijo que él había sido creado por Dios, aunque no quiso consagrar esa inferioridad implícita.

Aclaró que lo había sido, "a su imagen y semejanza". Muy pronto, en la praxis de cada uno, estallaron sus debilidades, sus errores, sus vicios. Y se debieron preguntar, ¿por qué ellos devinieron así, luego de ser creados por alguien superior y perfecto? Entonces construyeron una explicación. Ellos eran así por obra de otro ser, maligno pero necesario, traicionero pero constante, y finalmente bienvenido y útil, en tanto servía para explicar la causa de los desvíos humanos.

Lo que se produjo, en definitiva, fue una delegación de responsabilidades por partida doble. Lo que al hombre no le sale bien, es porque Dios no lo tuvo demasiado en cuenta, y dejó de ayudarlo. O bien por la intervención del Diablo, poco afecto, según las apariencias, a la dicha de la humanidad.
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La inmensa mayoría de los hombres se ha puesto del lado de Dios. Lo ha invocado, le ha ofrecido sacrificios, le ha hecho promesas y en última instancia, ha sido indulgente con sus actos y sus omisiones. Esto es, ha carecido de justicia. Si lo sembrado viene bien, la lluvia baja dese el cielo en el momento justo, ello sucede por la gracia divina. Pero si no llueve, si quien tiene el poder de producir la lluvia no lo hace, y entonces el trabajo se pierde y las naves vacías solamente traen padecimientos, ¿a quién le corresponde la culpa?

Lo que se debería considerar, con estricta justicia, es la tenencia del poder. Por lo pronto, el Diablo no lo tiene. El Diablo fue expulsado del Paraíso, fue execrado y condenado, fue remitido a lo más hondo de la tierra, y vive con las vestiduras del fuego para todos los tiempos. Así que el Diablo no tiene poder. Y si no tiene poder, no tiene culpas. El Diablo es inocente. Es cierto que sacude su fuerza y da batallas. Que cada tanto emerge de la oscuridad y hace sus cosas. Que es astuto de juergas y amoríos ligeros. Que juega sus fichas en la ruleta, que conduce borracho. Que se mezcla con supuestos magos, delirantes y embaucadores. Que no evita relaciones promiscuas y promesas inciertas. Eso es cierto. Pero el Diablo no tira una bomba atómica sobre una ciudad poblada ni arrasa bosques, ni contamina el aire y el mar, ni dispone sobre la distribución entre los hombres de los bienes que ellos mismos crean. ¿Quiénes hacen eso?

Sigamos siendo justos. Tampoco lo hace Dios aunque sí deja que lo hagan en su nombre. Tal vez no le importe la suerte de sus hijos o no se reconozca como padre o quizá, suceda, simplemente, que tampoco tenga poder. Dios no es autor intelectual de los saqueos y los genocidios. Ni siquiera es un cómplice necesario. Tiene, solamente, la culpa del testigo que puede intervenir y no lo hace. O del hombre, hecho a su semejanza, que padece el insomnio de la vejez y arrastra, con irremisible cansancio, la carga de mil desilusiones; ese a quien todo lo humano ha dejado de pertenecerle. La poesía, mientras tanto, no deja de manifestarse. Ella se pone del otro lado de la norma, cuando no es el canto de un enfrentamiento expreso. Donde se dice que no se puede pisar el césped, ella lo pisa. Donde una solemnidad cierra las puertas, ella abre. Donde la ley impone girar a la derecha, ella gira a la izquierda. Donde todos acusan a un inocente ella revisa las acusaciones, y se sienta en el mismo banco de los reos.

El Diablo es el extremo indeseable, maldito, de un grito de exterminio. Todos los planteos expresados como blanco puro, como negro puro, el maniqueísmo que plantea verdades absolutas y condenas irremisibles, son la negación del diálogo y la madre de todas las batallas del fanatismo y la exclusión. La soberbia mortuoria de decir nosotros somos la razón, somos el ser, la élite conductora del mundo. Los otros son los pobres de espíritu, los herejes, los disolutos, los nacidos para la tristeza. Los otros son nada. Las erupciones terroristas, desde la Noche de San Bartolomé hasta La Noche de los Lápices, desde las torres gemelas, hasta el manual de torturas de la CIA, provienen de la misma raíz, y se justifican en la misma necesidad, la destrucción de "lo maligno". En última instancia, algo tan difuso y abstracto como "el Diablo", privado, por supuesto, de cualquier derecho, bajo cuya imagen se recluye a todos los que no aceptan las leyes del poder.

¿Quién cuestiona, por el contrario, a Dios? Dios es la bondad, la perfección. Un ideal, una meta. Pero también puede devenir una entelequia, un mito, y la construcción de un engaño. El engaño de la univocidad. Todos somos lo quieto, lo puro, lo resuelto, lo instituido, lo eterno, lo que no se discute. Pero puestos en la mano y al servicio de voluntades humanas, y por eco, de la imperfección.

Cuando Dios se hace hombre en Jesucristo, lo hace tan perfectamente humano que tal hijo blasfema, tiene dudas, sufre, se rebela, comete injusticias y realiza acciones violentas. E induce a que haya gente que muera por su culpa. Y más tarde algo peor, que admita matanzas en su nombre. Pero si Dios es lo Único, el Diablo es lo Diverso. Dios es lo que está más allá de lo humano, aquello a lo que se aspira pero no se ve. El Diablo es lo humano en su trabajo y sus vacilaciones. Y en la asunción de los riesgos. La diaria peripecia del error y el acierto. Los dos son necesarios. No se pueden excluir, como una pierna no excluye a la otra si quiere caminar, y un solo ojo no excluye al otro si el deseo es ver el mundo en sus anchuras y su profundidad.

Todo hombre tiene de mujer. Toda mujer tiene de hombre. Y ambos tienen lo magno y lo pequeño, lo fugaz y lo eterno, el cielo y el fango en un conflicto donde cada uno es responsable por sí mismo y no el inocente que mira y que berrea entre las pinzas del hierro consagrado.

* El autor es poeta y escritor mendocino, autor, entre otros libros, Defensa del Diablo y Orfeo en la ciudad, que nos hizo llegar recientemente, y del primero hemos transcripto lo precedente (RA).

La Quinta Pata

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