Fernando Rule
Quienes pertenecemos a la sociedad de preservadores de las costumbres del barrio y la villa, nos dedicamos a guardar y proteger de tilingos renovadores, las viejas costumbres de tomar vino con soda y hielo en verano, de saludar cuando uno entra a un negocio, de preguntar por la salud de la familia al encontrarse con un vecino, de prestar las herramientas a pesar de que no siempre nos las devuelvan, de decir qué linda falda cuando una chica viste una linda falda, de llamar a los amigos por su nombre y no por su apócope, de llevar el ritmo con las palmas cuando corresponde en la cueca, de comer lo que te sirvan en casa ajena, y de agradecer, de darle el asiento a las feministas y a las otras en el colectivo, de hacer un asado cuando cobramos el sueldo, y un sinfín de costumbres que, juntas, son la vida misma.
Pero nosotros, los conservadores de las cosas que hay que conservar, renegamos de las maldades que los poderosos nos quieren hacer pasar por costumbres. Y hasta por buenas costumbres.
Renegamos y combatimos, por ejemplo, de la costumbre de que los niños trabajen.
Durante generaciones, nos quisieron hacer creer que es bueno, y muy bueno, que los niños trabajen a la par de su papá o su mamá. Y que de no someterse a ello, es lícito y bueno ejercer violencia para lograrlo. Excelente truco para bajar los costos salariales del dueño de la finca o la fábrica. Es un niño muy guapo, dicen del pobre pendejo que no tiene opción. Y leña contra quienes se opongan, acusándolo de promover la vagancia en su más tierna gestación.
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