domingo, 10 de febrero de 2013

A través de la noche

Rolando Lazarte

Otra vez, la noche se asemejaba a algo dentro de lo cual tendrías que moverte, no sabías muy bien cómo. El calor tremendo, la lectura de algunos capítulos de un libro que vienes leyendo desde hace unos días, y que se llama, justamente, Insônia. Insomnio. Qué lindo poder substraerte durante algunas horas, en esa especie de frontera de sueño y vigilia, a esa especie de presión diurna a la acción, a lo efectivo, a los resultados. Poder nomás ponerte a escribir como quien no quiere la cosa, solamente por el placer de ir poniendo letras en la hoja.

Admirabas la maestría de Graciliano Ramos en “El testigo”, obviamente en portugués: a testemunha. La noche se asemeja a alguna cosa que irás atravesando, rumbo a una mañana de sol, de luz, de playa, de arena, de nubes, de gente pasando, mujeres, niños. El mar. Puedes hacerte un lugar en el ladrillo de cristal, si te gusta la metáfora de Cortázar. Todos se lo hacen, o tratan de hacérselo. Pensabas en aquella frase de Cortázar en La vuelta al día en 80 mundos, acerca de que la literatura disuelve la falsa objetividad creada por el intelectualismo. Narra él, que en los libros se encontraba por entero, no así del lado de acá.

Así uno se va encontrando, va haciéndose un lugar. Me parece que vivir es eso. No solo eso, pero tal vez sí, mucho eso: hacerse un lugar, hacerse lugares cambiantes, diferentes, convergentes, que a veces se alejan o se acercan, convergen, divergen. Recordabas la tarde pasada, la visita de la abogada, la evocación del amigo tan querido, que hace años te acompaña. La charla con papá, tan cálida y constructiva. Te vas descubriendo. La ida a la Cidade Verde bajo el calor de la tarde. La frutería por la mañana. La playa, siempre la playa, esta mañana. Ahora es de noche, la noche se va poniendo como que en perspectiva de ir subiendo hacia el día. Y ella, siempre ella, una flor, adornando tu jardín interior.

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Algunos días uno piensa que podría llegar a querer escribir algo. No sabes si lo harás, de hecho. Ya se ha hecho un hábito estar en la hoja, que de pronto es ya casi más habitual estar en ella, que del lado de acá. Acá, allá, ¿qué es esto, qué es aquello? Hace un ratito te parecía que había una rendija, una posibilidad. Algo que tratabas de atrapar, y que estaba allí (pero dónde, cómo, como diría Julio Cortázar) y que podrías llegar a traer al papel.

No sabes lo que era, no sabes lo que es. La realidad es tan fugitiva. Todo es tan frágil, que te admira como la vida se sustenta. Una vida humana es resultado de tantos cuidados, a lo largo de tanto tempo. Cuidado de padres, de abuelas y abuelos, de hermanos, de hijos e hijas, de amigos y amigas, vecinos y vecinas, gente que has ido encontrando por ahí.

Y un día sabes que todo terminará, al menos piensas que es así, que podrá llegar a ocurrirte, también, de en algún momento, pasar la frontera no sabes bien hacia dónde. Te fascina la fragilidad de la vida. Una flor, un pájaro, una nube, una brizna de hierba, todo participa de la misma fragilidad.

Esto te admira desde hace mucho tiempo, y ha admirado y seguirá admirando a mucha gente, siempre. Y en esta línea tan tenue en que te sostienes, en que la vida se va manteniendo, alguna cosa te da alguna señal, a veces, y entonces miras, o paras, prestas atención, escuchas.

Miras todo el tiempo vivido, todo lo vivido, y a veces llegas a marearte, por así decirlo. Tantas cosas, tanta gente, tantos lugares, tantas casas, tantas ciudades, tanto de tanto. Y estás aquí, como quien no quiere la cosa. Meta vivir nomás, corriendo o parando, caminando y mirando, yendo y viniendo, como todo el mundo.

Yendo a la verdulería y a la panadería, viendo las caras de la gente, viéndote en las caras de los demás. En ese juego de espejos que fascinaba a Jorge Luis Borges. Y en este mirar y mirarte, mirándote en las caras de los demás, viéndote y perdiéndote de vista, las letras se van alejando de la hoja y va quedando el blanco del margen nomás.

La Quinta Pata

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