domingo, 17 de febrero de 2013

¿Cómo se viajaba hacia Mendoza en 1834? (II)

Gaetano Osculati

Proseguimos nuestro accidentado viaje iniciado en la entrega anterior, proseguiremos de posta en posta: esta vez iremos desde la ciudad de San Luis hasta la mismísima Mendoza. Aquí también nos sorprenderán tanto las subidas y bajadas que deberemos realizar en el territorio como las incomodidades y obstáculos del camino, tan acostumbrados a la Ruta 7 estamos. Será importante recargar nuestro chifle y la caramañola y comenzar a cabalgar…
Eduardo Paganini

San Luis
San Luis, ciudad de alguna importancia yace al pie de un monte, a doscientos veinte leguas de Buenos Ayres en una vasta y fértil llanura. Los hombres viven en un ocio total, confiando a las mujeres todas las tareas domésticas y rurales; aquéllas todavía tejen frazadas y mantas y venden en la calle frutas, aves, dulce y otros alimentos corrientes en el país. Tienen cuerpo agraciado, pero feo rostro. Aquí hay diversas razas, como en la Argentina, y son pocos los verdaderos chapetones , o Españoles puros. La mayoría son mestizos es decir indios de padre o de madre, de tez aceitunada; muchos son zampos o chinos , cruza de indio y de negro, pero todos hablan español y pocos entienden el idioma de los Pampas y Charrúas. Las calles son espaciosas, no tienen pavimento, las casas, —en su mayoría— son techadas de paja o de cuero; pero hay hermosísimos jardines, plantados de vid, granados, higueras y otros frutales. Existe un buen cuartel edificado durante la dominación española en el que muchos soldados de ese país fueron exterminados en la insurrección de las colonias americanas.
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En ese territorio los asnos que volvieron al estado salvaje se multiplicaron a tal punto que algunos Franceses obtuvieron del gobierno el privilegio de su caza, al ver que los habitantes no se preocupaban de ella: en un primer momento se limitaron a beneficiar, ya con gran lucro, los cueros y el sebo, pero después convinieron con el gobierno de Bolivia en suministrarle, en un plazo determinado, varios millares de estos animales, al precio de diez pesos fuertes por cabeza. Visto este negocio, el gobierno de la Argentina les retiró el privilegio y efectuó esa venta por su cuenta. Esa caza era fácil y requería escasos recursos: se colocaban estacadas alrededor de los estanques en que los asnos solían beber y apenas los animales habían penetrado, algunos hombres escondidos cerraban el acceso; los cazaban y luego con el lazo, destinando a la venta los más jóvenes y sacrificando los demás.

El gobernador (1) nos brindó una amable acogida y procuró de todas maneras retenernos allí, elogiando la índole de sus habitantes, la fertilidad de las llanuras y las minas de oro que se encuentran a seis leguas de distancia, mostrándonos polvo y pepitas del metal recogido unos días antes por mujeres de la localidad. Nos ofreció su ayuda y la protección del gobierno y también los medios para emprender el laborío de las minas; mas nos excusamos. agradeciéndole y asegurándole que no éramos ni ensayadores ni expertos en esos minerales.
Pasado el peligro de los salvajes más allá de S. Luis y aburridos por el lento paso de la caravana resolvimos, yo y otros europeos, tomar la posta, llevando con nosotros lo menos posible en materia de ropas y de provisiones y dejando lo más al capataz. Mientras tanto la caravana se puso en marcha; al día siguiente volvieron los lanceros, nuestros salvadores, trayendo muchos caballos, lanzas, plumas y otros adornos. Habían matado muchos bárbaros pero la victoria costaba varios muertos y heridos, y al ver a algunos de esos soldados llevar, en signo de triunfo, un collar de narices, lenguas, orejas y otras partes del cuerpo, —de mujeres y de niños también— nos parecieron más brutales que los salvajes mismos; quienes por lo menos, no fuera por otra razón, exceptúan de la masacre a aquellas débiles criaturas como prueba de su victoria. Pese a todo, gratos por nuestra salvación, regalamos a los soldados tres escudos españoles y el obsequio hubiera sido aún mayor si la caravana no se hubiese ya alejado.

El 2 de enero salimos de S. Luis escoltados por un guía y dos postillones, y llevando caballos de remuda. Descansamos por única vez durante tres horas en la posta de la Represa (2), llegando esa misma noche a Desaguaderos, ameno lugar a orillas de un bañado, bordeado de algarrobos entre los que voleteaba una bandada de pájaros. Entre las distintas formas de hacer el nido, la más admirable me resultó la del pájaro llamado por los Indios, Piú-Piú . Estos nidos tienen casi dos metros de perímetro, son tejidos con pasto, ramitas y espinas y están abiertos sólo en su parte superior por un estrecho y tortuoso orificio que los torna inaccesibles a las aves de presa y a las serpientes. Asamos a las brasas una lonja de carne seca que habíamos dividido entre nosotros en porciones iguales, colocándola, según la costumbre de allí— entre la montura y el lomo del caballo. Aunque este procedimiento nos pareció a primera vista bastante nauseabundo, es sin embargo el único que ahorra el tiempo que habría que gastar para macerar en el agua la carne seca.

Nos internamos entonces en tupidas selvas cuyos senderos eran a menudo atravesados por enormes troncos derribados por las tormentas; más de una vez nos extraviamos, pero al final, merced a la débil lumbre de la luna, no sin dificultad y con muchos arañazos, pudimos salir de aquel intricado laberinto y llegar al Bebedero (3), cerca de un lago salado que tiene un perímetro de 15 millas y suministra mucha sal a Córdoba, Mendoza y S. Luis.
Después de dar descanso a los caballos cruzamos unas colinas cubiertas de una tierra negruzca y de tupidos arbustos, a la que sucedieron numerosas cañadas cenagosas en las que nos hundíamos a cada paso, de tal suerte que recién a media noche pudimos alcanzar un lugar de descanso, agotados de fatiga, hombres y caballos. Pasamos el resto da la noche a orillas del río (*), en un tugurio cuyos pacíficos moradores nos reanimaron con leche agria y huevos de avestruz, dejándonos luego dormir en sus catres, es decir en cueros colgados por cuerdas, en sus cuatro puntas, a los palos de la cabaña. Por la mañana, pese a que nos sintiéramos más cansados y doloridos que al momento de la llegada, retomamos nuestro camino. El cruce de las mercaderías por el río suele efectuarse con un flotador de barriles unidos con tablones; pero tal suerte de embarcación sólo se encuentra en el camino recorrido por las caravanas y dos leguas más arriba del lugar donde nosotros lo vadeamos. Yo quise intentar el cruce del río con una balsa , es decir un cuero flotante cuyas cuatro extremidades recogidas con una cuerda forman una especie de bote cuadrado. Antes de bajarla al agua el viajero se acomoda en ella con sus pocos efectos; después, un nadador indio se tira al río y la arrastra, pero antes de adentrarse en las impetuosas aguas la hamaca una y otra vez para cerciorarse de que la carga esté bien repartida. Instalado en la balsa y sentado sobre mi valija, estaba yo mirando tranquilamente a aquellos de mis compañeros que habían preferido cruzar a nado, cuando un tronco arrastrado por las aguas, chocando de repente contra la balsa, me volcó en la corriente. No habiéndome percatado de la causa creí en ese momento ser víctima de una insidia, ya que el Indio sin pensar ayudarme continuó a nadar rápidamente, creyendo quizá que fuese más importante poner a salvo mi valija y dejándome salir de allí nadando, pese a que me encontraba en pleno río, estorbado por las ropas y las largas espuelas de rueda.

Ensillamos nuevamente y cumplimos una primera etapa de ocho leguas hasta Corral de Cuero (4), poblado destruido ya una vez en 1828 por los Indios, y otra etapa de igual distancia nos llevó hasta la Dormida del Negro (5). Descansamos aquí algunas horas y vimos el sol ponerse detrás de la cresta de las famosas Cordilleras que se erguían a treinta leguas de distancia; seguimos nuestro camino hasta la medianoche y descansamos en Colocorto (6), usando de cama las coberturas de los caballos y de almohada las sillas.

El día 4 cabalgamos diez leguas en una hermosa llanura hasta las Catitas, llegando a Villa Nueva distante otro tanto. Aquí, aunque ya era avanzada la noche, gozamos de la hospitalidad de un acaudalado propietario quien a la mañana siguiente se negó a aceptar retribución alguna, preguntándonos si acaso en Europa no se solía brindar igual acogida a los extranjeros. No nos atrevimos a desengañarlo para no perjudicar a quienes llegaran después de nosotros; más, cuando esta excelente persona nos rogó estampar nuestro nombre en un gran libro, y vimos que los que nos habían precedido se habían apuntado con pomposos títulos, nos pareció preferible satisfacerlo, siguiendo el ejemplo de aquéllos. Apenas leyó las llamativas funciones que nos habíamos atribuido, echó manos de esclavos y dependientes para darnos un buen almuerzo: es más, quiso lavarnos personalmente los pies, como se suele hacer allá con los grandes huéspedes (7). En aquellas regiones existe otra costumbre en materia de hospitalidad, esto es que las damas de la familia limpian de sus propias manos la cabeza de los viajeros y lo hacen con una destreza que evidencia ser frecuente la tarea de quitar los piojos y por lo oportuno de aquella usanza. Nos despedimos con la promesa de dar a conocer en toda Europa, cómo practican la hospitalidad los Americanos; ésta sin embargo no puede concretarse con frecuencia en aquel remoto paraje, demasiado apartado del camino corriente que pasa por Córdoba.

De allí llegamos a Barriales, a través de extensas llanuras bordeadas de hermosísimos álamos y de campos sembrados de cebada y de trigo, esparcidos de caseríos y de viñedos. Cruzando un gran arroyo y pasada la posta de Rodeo de Chacón (8), se aprecia una serie de bellísimas huertas irrigadas por claros arroyos, hasta la entrada a la ciudad de Mendoza, donde al atardecer dio término nuestra larga y cansadora cabalgata que ya sumaba ochenta leguas desde S. Luis.

Aquella noche tuvimos que echar mano de nuestro botiquín portátil porque uno de nuestros compañeros había sido acometido por una ardiente fiebre a pocas millas de la ciudad, pero con un buen sudorífero ya se hallaba mejor por la mañana. Nos alojamos entonces en casa del Sr. Parodi, comerciante genovés radicado allí desde hacía años. Mientras esperábamos la llegada de la caravana recibíamos todos los días invitaciones de parte de las más acaudaladas familias que nos agasajaban como viejos amigos y enviaban todas las mañanas esclavos y sirvientes para tener noticias de nuestra salud. Las damas mendocinas nos enviaban canastas de frutas, confites, ramos de flores e invitaciones a sus bailes; estas atenciones se brindan a todo europeo que pasa por allá, lo que en verdad desde hace mucho tiempo no se practica en nuestro continente. Hicimos también varios paseos a caballos, cacerías y excursiones a los cercanos baños de Borbollón.

(*) N. d. T.: ¿El Desaguadero? (Recuérdese que estas notas, al pie de página, constan en la fuente original)

(1) En esa época el gobernador era José Gregorio Calderón, quien había participado con San Martín en la campaña libertadora.
(2) Dice Susana Pérez Gutiérrez de Sánchez Vacca: “Esta posta estaba ubicada en medio de una gran estancia en la cual, gracias a un terraplén, se había formado un gran lago de agua dulce: de aquí el nombre de La Represa”. Y agrega: “El camino que llega a La Represa aproximadamente a unas siete leguas de San Luis- se desarrolla por un paraje poblado de bosques”. Para profundizar sobre las postas en el camino real en San Luis se puede consultar http://biblioteca.sanluis.gov.ar/Publicaciones/Las%20postas%20del%20camino%20real%20en%20San%20Luis.pdf
(3) Actual Laguna o Salina del Bebedero, próxima a la ciudad capital.
(4) Esta posta se halla en las cercanías de la actual estación ferroviaria (desactivada) de Alpatacal, lo cual señala que la caravana ingresa a Mendoza más al sur de la actual villa de Desaguadero, próxima al paso del trazado ferroviario (FCGS) que procedente de Beazley en San Luis va hacia la ciudad de Mendoza.
(5) Refiere a la actual localidad de La Dormida, en el Departamento Santa Rosa de Mendoza.
(6) Actual Villa Antigua a unos cinco kilómetros al oeste de la ciudad de La Paz, capital del Departamento homónimo en Mendoza. Corocorto era el nombre de un cacique huarpe en la época de la creación de la primera encomienda hacia el siglo XVII. El hecho de que aparezca mencionada primero La Dormida y luego La Paz deberá entenderse más cerca de un efecto de desacertada expresión del autor que de rigor de itinerario.
(7) En la entrega anterior detectamos gérmenes de lo que se denominó “picaresca criolla” en algunas actitudes reñidas con lo ético por parte de los nativos del país. En este caso, se puede registrar que la actitud parece tener ADN europeo. Otro dato emergente de este episodio y duplicado en los ofrecimientos del gobernador de San Luis es el impacto de expectativa y reverencia que se generaba entre los pobladores nativos, de cualquier condición socio-económica o cultural, frente a la visita de europeos, que se erigían automáticamente en celebridades fascinantes dignas de reverencia.
(8) Unos cuatro años atrás, aquí mismo el triunfante Gral. Facundo Quiroga incorporó a Mendoza al conjunto de las provincias que le resultaron partidarias por lo que todo el escenario descripto por nuestro cronista es el de un territorio federal unificado.


Buenos Aires, San Luis y Mendoza visto por un viajero italiano en 1834, en Revista de la Junta de Estudios Históricos de Mendoza, Segunda Época, Nº 11, Primer Tomo, Mendoza, 1987. Traducción del italiano por el Dr. Jorge Grünwaldt Ramasso.

Baulero: Eduardo Paganini

La Quinta Pata

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