Alberto Atienza
(Fábula)
“Allá está el Tom”, decían los chicos cuando subían al techo. Tom. Lo que quedó de él. Un blanco y negro opacos. Un cuerpo que de a poco se convertía en una mancha sobre las tejas.
Gato Tom murió envenenado, como tantos otros en esa ciudad dura, llena como todas, de irracionales y gente.
Un cálculo fallido, ese imponderable que lleva a grandes cetáceos a quedar varados en profundidades mínimas. La falta de tino de los murciélagos, que se mudan a campanarios de donde son expulsados a escobazos por curas y monaguillos. Un error parecido produjo que muchos animales mal murieran en la orgullosa urbe, que presumía ser la más limpia del mundo. Se equivocaron. Fallecían como el dulce Tom. O atropellados por autos cuyos conductores aceleraban al tener en la mira de sus parabrisas a uno de esos seres de pelos suaves. Los mataban. Con carne picada y vidrio molido. Balazos. Trampas. A patadas. Eran ultimados de cien formas distintas. Abandonaban en pleno invierno a sus crías recién nacidas. O las ahogaban en baldes.
Y más allá de la ciudad, con sus bares llenos de tristes varones porque perdió Boca Juniors, cerca de la cordillera de Los Andes donde reina el imponente Aconcagua, llegan los pajareros.
-Hay que pillarlos cuando terminan de comer y tomar agua- se secretean en la oscuridad, frotándose las manos como si fueran usureros.
-Sí. Apenas terminen de comer-
En esos coloquios ven pasar trepando por los caminos de altura, rumbo al corazón de la montaña, a lustrosas cuatro por cuatro, proletarias camionetas y hasta desvencijados autos. Tripulan los vehículos sujetos que se llaman a sí mismos “deportistas”. Van sedientos de sangre. Casi ni pueden moverse en los habitáculos de sus coches llenos de rifles de mira telescópica, cajas de balas y alcoholes varios. Son los exterminadores de guanacos. Un baqueano bellaco los guía. Avanzan sobre los rebaños de esos camélidos que ya vivían en este mundo antes de la llegada de los conquistadores. Los masacran con sus Mauser patente 1909 y también usan, los más pudientes, carísimos fusiles de caza mayor, ambos, de muy largo alcance. Puesteros de la zona cuentan que vieron en algunas ocasiones a helicópteros maniobrando sobre los rebaños. Desde esas máquinas voladoras les tiraban con armas de tiro rápido.
▼ Leer todoPonen alambrados para impedir la fuga de familias de guanacos. Ahí se pudre en posturas horrorosas toda la majestad de criaturas bellas y pacíficas. En las preferencias de esos sujetos figura una larga nómina de tranquilos seres. Eligen también a las perdices, aves mansas que vuelan bajo. En un segundo les hacen vivir un terrible infierno final. Atacan de noche. Llegan a sus nidos y con potentes reflectores las sacan del sueño. En el acto sobrevienen los escopetazos. Disfrutan cuando hacen blanco. Sonríen al ver en el suelo a pájaros gráciles y hermosos convertidos en masas informes de plumas, huesos y sangre. Algunos de esos “deportistas” llevan a sus hijos pequeños y los inician en esas prácticas de masacre. Es como si no soportaran solos tendencias más cercanas al homicidio que a la vida.
Animales superfluos, no utilitarios, situados lejos de un destino de horno o cacerola, que no ponen huevos de oferta: los perros sin abolengo, son asesinados en las mini Treblinkas de municipalidades a manos de fríos hombres y mujeres que posan como ecologistas. De la política emana la muerte como solución al problema de los canes vagabundos. Ni piensan en la esterilización.
Se pusieron de moda las peleas. Dogos, mastines feroces cuya tenencia está prohibida o duramente acotada en países más civilizados, son multiplicados en casas de familias. La meta, un clandestino ruedo donde se destrozan, para solaz de un público heterogéneo: prominentes hombres, aspirantes al bronce, se codean con delincuentes. Todos unidos por un triste espectáculo de violencia y muerte.
Todo eso, hasta que, de repente, un animal habló.
Dijo “agua”. Era un perro. Después pronunció el nombre de su ama “Julia”. Gritó “gooooool” con el hocico muy fruncido y en medio de un show de flashes y cámaras de TV repitió una frase muy oída “la transparencia de mis actos de gobierno”. Semanas después en la onda de una radio de gran audiencia salió al aire la voz de otro can, que entonaba, sin errores, el tango “Gitana rusa”. Luego alcanzó la celebridad un gorrión con “El minué de Paderewski”. No pifió ni una nota. Un tordo, ante la enunciación de un número proporcionaba su raíz cuadrada, resultado inmediatamente corroborado por periodistas con calculadoras.
Los animales, de pronto, formularon osadas teorías sobre la cuadratura del círculo vicioso. Disertaban acerca de poesía joven. Escribieron largas críticas de teatro. Sentían que los humanos de la ciudad no los querían y buscaban cómo destacarse. Protagonizaron proezas, como un águila montera que vino al centro por el ruido que producen las motos de cross en el piedemonte. Fue tiroteada varias veces desde ventanas de edificios. Con un retrato del gobernador en su curvo pico aterrizó en el kilómetro 0.
También se produjeron algunas víctimas en esa mutación que los ciudadanos no terminaban de entender. Un caballo viejo, con el lomo combado por los palos que le pegaron cirujas, sus ex dueños, antes de convertirse en comida de los leones del zoo, eligió morir al estilo bonzo. Fue una llamarada al galope a lo largo de las cuadras de la Peatonal.
Un pobre perro feo, acusado de cimarrón, se respiró solo, sin ayuda, todo el humo que largó un ómnibus en calle Patricias.
Animales cautivos en las tiendas de mascotas se estrellaron contra las vidrieras luego de romper las reducidas jaulas donde estaban amontonados.
Un león de circo, quebrado en su voluntad hacía años, se comió a su domador. De postre, se sirvió a uno de los payasos enanos y debió ser sacrificado.
Los animales, en general, evolucionaron muy rápidamente. Se negaron a seguir enriqueciendo a quienes los explotaban. Hacían piquetes en las rutas para parar a los camiones que traían cajas con loros de San Luís, tortugas del norte, pájaros de Misiones y liberaban a esos hermanos aun sin el don de la palabra.
Denunciaron ante una entidad proteccionista internacional a un veterinario famoso, que recibía para buscarles adopción a pequeños perros y gatos (les cobraba las vacunas a los donantes). El “doctor”, como se hacia llamar, mataba a los asilados en vez de derivarlos a un hogar. Recolectores de residuos, cómplices, se llevaban grandes bolsas de consorcio con animalitos muertos. El ”doctor” adornaba a los basureros con generosas propinas.
Mientras tanto, la ciudad seguía su ritmo rutinario. La diferencia fincaba en que sus actos reiterados, crímenes, asaltos, un bebé muerto flotando en el zanjón Guaymallén, eran menos noticia que la armonía de la familia mendocina en tiempos de crisis, conferencia a cargo de Bianco Bolita, un albo can mestizo.
Fue la orgullosa ciudad pionera en ese gran cambio que pronto se extendió al mundo. Ya sorprendía cada vez menos cuando comunidades de ballenas interceptaban a un trasatlántico y cantaban un himno llamado: “No compre japonés”.
Cambió la industria del cine documental. Desaparecieron, específicamente, esos filmes de gran crueldad donde aparecen leones que cazan y devoran vivas a pequeñas gacelas. O cocodrilos que sorprenden (¿Sorprenden?) a un animal enfermo en la orilla de un río.
Las fiestas de las hienas con una aislada cría de cebra (¿cómo se quedó sola tan cerca de las cámaras y de las rientes carnívoras?) La aparición insólita, a toda velocidad, como si no tuvieran olfato, de una manada de elefantes justo por casualidad donde un rebaño de leones comienza su día. Y de cómo los reyes felinos atrapan a los bebés de esos paquidermos, que son los que se retrasan. El parlamento repetido en voces graves, artificiales, de locutores que dicen, en esas producciones, que los grandes cazadores siempre eligen a la presa más débil, contribuyendo de ese modo a la superación de la especie. Un verso darwiniano vigente hasta que llegó la revolución animal.
Los documentales de mentida orientación docente (“La lucha por la vida en lo profundo de la sabana africana”) que desplegaban un contenido de crudeza excepcional y muy dudosamente genuino, fueron borrados de la televisión. No hubo nunca control humano para esos filmes netamente comerciales. Tuvieron que llegar los animales a poner coto a ese despliegue de morbo. Sin armas. Solo desarrollaron un poco de raciocinio. El mismo cociente intelectual con que se pavonean muchos verdugos. Idéntica capacidad a la de tantos espectadores pasivos del sacrificio de miles de criaturas con igual derecho a la vida que ellos. O acaso más, por tratarse de seres desprotegidos.
Pero la verdadera revolución se produjo cuando, luego de una asamblea, mundial, decidieron participar activamente en los gobiernos. La finalidad de la política, el bien común, con ellos estaría definitivamente asegurada.
Son seres muy sensibles.
Y no tienen bolsillos.
La Quinta Pata
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