domingo, 31 de marzo de 2013

Pena del alma

Ángel Bustelo

Sobre el castigo del hombre, la lista es interminable: “el hombre es lobo del hombre”. Desde entonces hasta ahora, hasta un mañana interminable que pareciera no tener fin. Pero llegará, está llegando: las guerras se limitan, el peligro de extinción biológica está al acecho.

La imaginación del hombre para el castigo del animal indefenso está en proporción a su odio. Goza encontrando culpables y matando. No importa que luego se los reivindique. ¿Quién devuelve a Giordano Bruno o a Santa Juana de Arco, los cuerpos de sus llamas? Los asesinatos de Stalin son horrendos como fueron los de Hitler, no en igual masividad, no en forma de genocidio, pero sí en la brutal violación de la ley y la justicia.

Cuando se crucificaba a uno, se mataba a un pueblo. El romano matando al rey de los judíos, los leones del Coliseo devorando cristianos ante Nerón, incendiario y genocida. Pero la muerte dada, gozándola el tirano – inquisición o Santo Oficio, o tribunal supremo, o “diktat” o “úkase” – califican al hombre grande como pequeña bestia, sin la grandeza del zarpazo del tigre.

Prolijo, cuando de matar al hermano se trata, hermano en desgracia incurrido en falta, aunque haya constricción y el arrepentimiento le demuela el alma. Reato, expiación de la pena aún ya perdonada, la setena es castigo superior a la pena cometida. La pena de daño, perpetua privación de la vida de Dios en la otra vida, tormento del creyente. Las gemonías, el derrumbadero del monte Aventino como pena infamante, el tormento de garrucha, las hervencias (cocido el reo en grandes calderas); el pringue, la decalvación, ponerlo en el palo; la canga (suplicio chino, pieza de madera aprisionando cuello y manos); el cúleo (en Roma: el reo va al mar en una bolsa acompañado de un mono, un gato y una culebra), pena infamante; estemar o pena de la mutilación; empicotamiento; a la picota: columna de piedra donde se expone cabezas de ajusticiados, vindicta pública; guindar; aspar (suplicio de muerte: clavar un individuo a un aspa); cañaverear: seccionado con cañas y puntas; enrodar, atenacear, arrancar carne con tenazas; herrar, marcar a hierro encendido el cuerpo del esclavo…Y, como homenaje al bárbaro conquistador, el martirio de Túpac Amaru, el Espartaco americano, condenado a despenar desespaldado, desvicerado, despaletado, tirado por cuatro aurigas de veloz caballería, a los cuatro rumbos, el más escalofriante suplicio jamás conocido: el indio libertario que concibió y pugnó por la primera aurora de América española.
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Mil bestialidades inventadas por el hombre para saciar el odio cavernario, gozar carne de hombre más que el lobo carnicero, peor al cernícalo, juez por mandato de dios y de los cielos.

Estos suplicios, todos condensados, los sufrió Suetonio: los de estigma, de pena infamante, como marcar a hierro candente para marcar el alma. Pena de estigma, que no deja vida y corre por las bocas, del escritor, del periodista, del coterráneo, como aplicarle el palo o pena de horquilla, colocada bajo la barba, mientras se le azota, poniéndolo en vergüenza, pena guardamigo.

Le aplicaron el castigo de baquetas, al salir de la alberguería de Mendoza; lo enviaban – decían, en tren de amedrentar – a la Basilea, la viuda o el finisterre, sentado en la cárcama por desmerecerlo.

Y se le colocó el sambenito de cargos inventados por gente desalmada (de este o de cualquier siglo): brujo, ateo, salvaje unitario, mazorquero, faccioso, liberal, anarquista, hereje; Savonarola, Sócrates, Luther King, Anna Frank; Spinoza, Giordano Bruno…

Los que murieron, escupidos y vejados, no por pena de cuerpo, sí por pena de alma…

El silenciero cautivo, págs. 27 -28

La Quinta Pata

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