domingo, 5 de mayo de 2013

Bielas y clonazepán

Eduardo Paganini

Fuera de la ciudad hay una zona tolkiana que se llama “resto de la provincia” en la que se suelen promover alteraciones psíquicas de todo ente, viviente o no. Aquí se intenta describir el proceso patológico de un automóvil que frecuentemente suele trasladarse hasta la capital.

Debo reconocer que mi auto padece de esquizofrenia. Ningún profesional me ha dado el diagnóstico, pero no me caben dudas de que es así nomás. No de otra manera se explicarían sus conductas erráticas y su visión escindida del mundo y las cosas. Tengo la profunda convicción borgiana de que conduzco dos autos totalmente diferentes ya sea cuando transito por la ciudad más limpia del país ya sea cuando recorro los carriles que me alejan de ella.

Aseguro que mi berlina es nuevita, coqueta y adicta al alto octanaje, y que su lucidez mecánica como su brillo estético se potencian con los reflejos lumínicos de los avisos comerciales y de los otros que caracterizan el entorno ciudadano. En este hábitat, su personalidad adhiere al mejor de los protocolos sociales: es precavida, silenciosa y obediente. Entre tanto control socio-vial no hay manera de que surja ni la rebelión ni la vieja manía del pique frente al semáforo. Me llaman intensamente la atención sus buenos modales y su templanza frente al imprudente que gira sin aviso previo, olvidando la gentileza del guiñe alertador; su predisposición al encuentro moroso en un cruce deletéreo donde la prioridad de paso la tiene el de mayor fortuna y motor; y, también debo mencionar, su altruismo gentil al ofrecerse con llave puesta en las playas que han preferido a otros vehículos para los mejores sitios.

Es indudable que mi auto logra sumar muchísimos puntos en el concurso de moral y civismo cada vez que surca avenidas y calles, sean del microcentro como de la cuarta oeste. Inclusive descubro que su olfato detecta las intenciones de los municipales, guardianes de las radiaciones electromagnéticas que se desprenden de las tres luces semióticas de las esquinas civilizadas. Este juego de carrera de mente (variante vial) en el que debe ser más veloz el auto que la vista para no cruzar en rojo, suele ser desempeñado por mi coche y yo con cierta habilidad y destreza propias de un experto tachero. Mi auto sabe cuándo la luz amarilla durará sólo décimas de segundo y desestima la oportunidad del avance, por más que el de atrás putee y se quede pegado a la bocina con espasmos alarmantes. En cambio, si presume que la amarilla es fresca y rutilante, se lanza acelerador firme hacia el otro lado del mundo (bah!, cruza la calle).
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Semáforos, señalizaciones polícromas y multiformes, estacionamientos tarifados, limpiavidrios siempre dispuestos, atentos agentes municipales desatentos, policía de tránsito, un coro propio de Eurípides está en escena listo para desempeñar su papel dramático en esta tragedia cotidiana de circular por la city menduca, complementado el rol protagónico de mi auto, todo un héroe que me come el hígado.

En cambio, ni bien atravesamos el canal zanjón, mi hasta allí correcto vehículo de ciudad, frente a las sombras primeras, comienza una metempsicosis paulatina. Empieza a segregar una especie de energía sibilante que atrae y repele al mismo tiempo a sus congéneres. Organizados en tropillas galopantes, los vehículos corren ondulante y juvenilmente por la Costanera (¿al costado de qué orilla?) y se desafían, un acezo competitivo invade al motor de mi vehículo. La ambición del espacio vacío, sobreponer el metro anhelado, exhibir valía y velocidad, todo ello penetra en su voluntad y me lleva adelante en un rapto de ola en rompiente. Todo aquel amor solidario y fraterno demostrado entre las tibias callecitas del ejido municipal se fueron, ahora es el reino del instinto metálico en flor, del brusco movimiento desplazatorio, del “primero yo”. El velocímetro trueca sus números en categorías cinemáticas: máquina, cohete a la luna, lo más, pelotudiiitos, los garqué a toodoooos y en ellos la aguja del velocímetro ríe al compas del carburador. Algún gil que pega la frenada despierta el brote de ira en mi auto, transformado en dragón del hormigón armado, su bronca estalla en la bocina estridente y amenazadora. Un rebaje gangoso, un rugido en sí sostenido, un corcovo y prosigue la desalada marcha.

Pero, otra vez, esta etapa gregaria y olímpica vuelve a dar paso a una nueva y diferente, condicionada por el brete invisible de los dos carriles angostos de una ruta que sueña con la pinta de autopista. De vez en cuando un volador cartel verde avisa por dónde desviarse al destino buscado. Aquí se esfuman todas las variables laterales y el tránsito sólo puede marchar aferrado a un riel invisible, ya no es el correteo alegre, lúdico y de competencia de los tres cuatro carriles, ahora es una corrida de abandono veloz, una huida casi estampida, más o menos organizada, en la que los mastodontes avanzan por la derecha, aunque sin renunciar a su derecho de adelantamiento, haciendo maniobras propias del turismo carretera. El deseo de ser el mejor, el más rápido, el más presto ha cedido su espacio al mero instinto de supervivencia, el conductor de un autito familiar en esta etapa está tan solo en la empresa que es un robinson crusoe que procura llegar sano y salvo a la orilla rescatadora. La anterior competencia ahora pasó a ser antagonismo, hostilidad latente, todo prójimo al volante puede ser un Mr. Hyde al que se le ocurra actuar justo ahí. En ese instante a mi auto le da el brote de paranoia, que se alimenta de relatos orales y de hechos concretos: merodean frente al parabrisas no solo las luces inestables de los otros, sino además el fantasma del piedrazo asesino que desde cualquier lugar de las negras fauces del desconcierto puede aparecer. Así, esquivando aire, salvando el pellejo de la maniobra torpe (por supuesto, siempre ajena), chupado por el anhelo de la llegada salvadora, corriendo por un lubricado y amenazante túnel negro mi auto logra superar el cuadro de crispación y entra en una etapa mucho más light, aunque no menos intranquilizante.

Ahora, que todos los circunstanciales compañeros de ruta han ido ingresando a sus barrios, mi heroico transporte está solo y solitario en la raya negra de alquitrán. Los demás nos son los únicos que nos abandonaron, también lo hicieron las rayas del piso, los carteles y los restos lumínicos de la civilización. La ruta es un escenario con telón abierto y sin juego de luces. Pero no es un efecto estético ni un recurso escenográfico: así es el escenario de esta etapa de la epopeya. Sólo una franja negra oscura que hay que recorrer sin desbandarse hacia la zona del negro menos oscuro. Al mejor estilo de jueguito de video game, en la pantalla aparecen tachos de 200 litros que se alinean al borde del camino y a los que hay que eludir para sumar puntos. Los tachos son de color rojo, cosa que se descubre cuando uno pasa al mediodía, pero ahora son parte grumosa del ya mencionado negror. Dicen los que saben que son marcas puestas por la empresa que está construyendo la doble vía, seguramente debe ser la vía al socialismo, porque a pesar de que la inauguraron como cuatro gobernadores, no hay avances visibles. También dicen que esa empresa es de Cartelone, pero por la ausencia de avisos, señales claras y distintas, debería llamarse Cartele-no.

Ni danza cortesana, ni tropilla juguetona, ni avalancha en espanto, ahora mi auto es un expedicionario en el desierto, literalmente. Con la única ventaja de que el sol no revienta la tapa de los sesos ni la tapa de válvulas, solo tachos y mitos probables son mi mejor compañía en este cruce por un mapa oscuro que a veces puede otorgar dones hasta ahora imposibles, como el brillo de la cordillera por ejemplo si hay luna llena. Aquí mi autito se relaja —aunque no del todo, en cualquier momento se cruza el famoso caballo suelto— y viaja paseando por primera vez en este retorno a mi isla de Ítaca. Brisa, suavidad, alegría del cruce con otro vehículo que va en sentido inverso, da la impresión de que estamos próximos al paraíso.

Las luces amarillas en lo alto inquietan en este momento al autito que comienza por ponerse culpable frente a la batería de requisas e inspecciones que lo aguardan. Ni presencia de pimientos, ni ausencia de cédula verde ni portación de rostro indoamericano, las tres gracias permiten saltar la valla de la ley y el orden, y mi autito se acomoda el jopo, se alisa las arrugas y se acicala ante la inminencia de la ciudad destino.

La Quinta Pata

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