Hugo De Marinis
Cuando la jerarquía católica eligió a Bergoglio como Papa el arco mediático nacional desplegó una avalancha de columnas de opinión exagerada y, para mi gusto, empalagosa. Los demás acontecimientos, por fuerza mayor, se diluyeron a planos casi invisibles. Uno deseaba visitar sitios considerados confiables para encontrar algún otro ítem de interés, pero la búsqueda resultaba escasamente fructífera. Algo parecido aunque no mucho, el día después de la muerte de Videla. Todo periodista, intelectual, pensador, novelista, militante, artista, o lo que sea, que se precie en la prensa piola, puso su huevito, incluida nuestra publicación. En tanto, en el “Página” del sábado pasado, la heterodoxa columna de Alfredo Zaiat sobre la relación del progreso de los salarios respecto de la inflación desde 2008 al presente, se hallaba en el puesto 19° de arriba para abajo en la versión de internet.
¿Qué quiero significar con lo anterior? ¿Que la muerte del dictador se me importa un comino? No precisamente, pero desde ya pienso que hay también otras cuestiones trascendentales, asimismo sobre este deceso.
Principiemos con lo de menos peso: a riesgo de pasar por escéptico, o peor, exteriorizo el lugar común de que la muerte iguala a los seres humanos. No, por supuesto, ni por asomo, a la vida vivida de cada uno. Como cualquier desconfiado de existencias post-terrenales, no me consuela la ilusión de que Videla se haya ido al infierno y desde allí contemple su fracaso, que, de cualquier modo, pinta definitivo entre los vivos. Se fue con secretos que todavía producen dolor; ya no contemplará entre barrotes cómo continúa el desmoronamiento del proyecto del que formó parte y fue cara ante el mundo. Esa es la gran macana de la igualación que produce la muerte. A este esperpento lo salvó de percibir el trascurrir de su derrota; de considerar el cristiano sacramento de arrepentirse; de su machacona medianía.
Pero algo de más peso, para mí, es que salvo lo de haberse constituido en rostro visible del llamado “proceso” (con minúscula), lo recuerdo durante su periplo de facto, con las manos ensangrentadas a prudente distancia, no como sus monstruosos colegas, Massera, L. B. Menéndez, Harguindeguy, S. A. Riveros, R. Camps o, entre los que reprimían en Mendoza, el bandido Santuccione. Un monigote (perdón los monigotes) puesto y manejado por los nombrados antes. Videla quizá fue un chanchullo – carne podrida de la inteligencia milica – de los más horribles, consistente en colocar a un flaco anodinamente monstruoso a responder como burro por los crímenes de su casta. ¿O habrá sido cuento lo de las palomas y los halcones?
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1 comentario :
Muy buena Huguito!
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