domingo, 19 de mayo de 2013

Viejas diversiones y costumbres cuyanas

Una vez más la generosidad de toda la buena gente de la Biblioteca Mirador de las Estrellas de Tupungato, nos posibilita viajar a través del tiempo y revivir viejas costumbres cuyanas al facilitarnos el acceso a este extenso estudio del profesor Dionisio Chaca sobre el territorio en el que vivió y al que evidentemente reverenció. En la edición solamente se actualizaron la ortografía (preposiciones á, ó; uso de mayúsculas y algunas evidentes erratas o solecismos). Y como hemos estado muy estudiosos en las últimas ediciones de EL BAÚL, para esta jornada hemos preparado un día de diversión y entretenimiento, a colocarse pues a orillas de las canchas… ¡y a hacer sus apuestas!
Eduardo Paganini

Dionisio Chaca

Las carreras
Desde que el hombre existe hay carreras. Cuando no las podía correr a caballo en un carro de guerra como en Roma, las corría a pie como en Grecia o como entre muchos de los pueblos de la América precolombina. En Tupungato, no se concebía una carrera que no fuera de caballos y de caballos compuestos o entrenados para el caso. A decir verdad, no se presentaba en estas carreras ningún fino ejemplar de pura sangre o los hermosos y aéreos figurines que se ven en Palermo, pero los fletes no eran tan malos tampoco, por lo menos los que corrían las dos o tres carreras de fondo de cada reunión. Y para carreras cuadreras como eran las de este pueblito, con lo que había, sobraba calidad. Eran los mismos caballitos criollos empleados en las faenas diarias en alguno de los cuales, el dueño había descubierto condiciones excepcionales de velocidad y resistencia. Digo condiciones excepcionales expresando con ello un elogio máximo, algo que significa ya una excepción sobre lo que ya es superior porque no es cosa ignorada por nadie la de que la más sobresaliente virtud del caballo argentino, es precisamente su fuerza, velocidad y resistencia. Pero si bien es cierto que todos los caballos eran fuertes y resistentes, no todos eran igualmente veloces y era a los que revelaban esta preciosa cualidad a los que se cuidaba con esmero especial pues en sus patas llevaban depositada la fortuna del dueño que en la mayoría de los casos no pasaba de una vaquilloncita o de dos fanegas(1) de trigo.
Se los sometía a un largo período de compostura haciéndolos correr durante una hora o más, todas las mañanas o vareándolos en un redondel.
Completaba la compostura, un régimen especial de alimentación.
▼ Leer todo
Llegado el día de la prueba que por lo general era para un 25 de Mayo o un 9 de Julio, de todas partes corrían los paisanos a la cita con mas puntualidad que la de un cobrador de impuestos.
La pista era un trozo de calle en la que se habían puesto andariveles para separar la línea de carrera de cada caballo. La distancia de la prueba no pasaba nunca de los 500 metros. Los andariveles no eran cuerdas sino palos: plantados de 50 en 50 metros alineados en el centro de la calle. Había, juez de cancha y juez de raya y de largada y además un reglamento de carreras dictado por las autoridades. La carrera se corría siempre entre dos caballos; nunca entre más y no se largaba si no después de varios amagos o tentativas de partida en que uno y otro jinete, estudiaba las condiciones del pingo contrario.(2)

Por fin lograban aparearse y entonces el juez respectivo daba el grito de ¡Ya!... y ambos corredores partían como flechas tragando viento y espacio. Mucho antes de la carrera y durante las partidas cruzábanse apuestas en favor de uno u otro de los parejeros. Y las apuestas, si bien eran muchas y brotaban de labios temblorosos por la agitación, la vehemencia o el entusiasmo, no pasaban casi nunca de 20 pesos. ¿De dónde iba a salir allí gente tan rica que tuviera mayor cantidad? Muchos apostaban solo 50 centavos, 20 centavos y si no tenían plata, apostaban una gallina, media anega [sic](3) o un almud(4) de trigo, un lazo, un poncho y a más no haber ‘‘El montao con montura y todo”.

La carrera era siempre legal; no había “dopaduras” ni tongos. Tanto al principio como al final de la cancha, formábanse desde temprano densos grupos de jinetes que discutían y cruzaban apuestas en alta voz, creciendo la animación y aumentando la nerviosidad y el bullicio, a medida que se aproximaba el momento de la largada. De trecho en trecho y a un costado de la cancha, había también grupos de hombres y de mujeres a caballo y a pie que daban mayor pábulo a la algarabía y agitación general con sus comentarios y ruidosas demostraciones sobre el resultado probable de la carrera.

Y para aumentar todavía más la animación y algazara de la concurrencia, estaban ahí las vendedoras de empanadas, de pasteles(5), de bizcochos y tabletas(6) rodeadas de un enjambre de chicos bullangueros y sucios. Los hombres llenaban los boliches en los que además del buen vino, había cantores y guitarreros que lucían sus habilidades. Y finalmente, lo que más daba ánimo era que en esos días había indulgencia y amabilidad para todos por parte de las autoridades que no procedían sino en caso de muy grave desorden.
Largada la carrera, alzábase de extremo a extremo de la calle una estrepitosa gritería, aclamando cada cual a su favorito. La ansiedad oprimía por un momento los pechos y apretaba las gargantas en el instante en que los parejeros se aproximaban a la raya deteniendo en todos el aliento en forzada congoja. Pero luego, el clamoreo estallaba otra vez más poderoso y general que antes. ¡Hasta los perros eran presas de la contagiosa efervescencia general y hacían fiestas y daban saltos alrededor de sus amos como si ellos hubieran también ganado algo!

El grupo de jinetes que difícilmente se había mantenido quieto al comienzo de la cancha, apenas partían los parejeros, se precipitaba como un alud detrás de ellos y tanto se apuraban algunos, arrastrados por su irresistible deseo de estar lo más cerca posible de la meta, o en la raya misma en el instante en que el ganador pisaba la línea, que por poco entraban antes que él: todos querían ver y ninguno se resignaba a esperar el resultado en su sitio primitivo. Sin, embargo era costumbre que el ganador volviese al galope unos cien metros para que todos lo vieran, hasta los andariveles que eran los únicos que habían quedado en su sitio allá atrás.
Las carreras eran presididas casi siempre por el Sr. Subdelegado o por el Comisario de Policía.

La primera carrera era invariablemente la de fondo. En ella tomaban parte caballos compuestos y ya de renombre. La apuesta hasta de 500$ había sido concertada con mucha anticipación y reducida a contrato público con todas las formalidades de la ley. Pero después de ésta, siempre había una o dos más para aficionados, para aspirantes de tercera o cuarta categoría, armados sobre el terreno pero siempre de acuerdo con el reglamento y por último, alguna de yapa, muy fuera del programa y que brotaba como una chispa arrancada al calor del entusiasmo y al delirio de juego que dominaba a la masa. Al final de cuentas, éstas últimas solían resultar las más emocionantes y divertidas, tanto por la novedad cuanto porque no se conocía a ciencia cierta el valor de los rivales y finalmente porque en ellas tomaban parte algunos pobres mancarrones en presencia de los cuales ‘‘Rocinante”’ aparecería como un vivaz y airoso corcel. Estos briosos fletes eran corridos por sus propios dueños de aspecto no menos atrayente que el de sus matungos;…peludos, desgreñados, rotosos y con la cabeza no muy libre de neblinas alcohólicas. No les quitaban tampoco las monturas, es decir lo que parecía montura y que en realidad no era más que un mísero recado lleno de guascas deshilachadas, de cueros hechos garras y de caronas y pellones aportillados por todas partes.

Estas carreritas no pasaban de 200 metros y lo más que apostaban los propietarios de tales ‘‘Botafogos”(7) eran tres, cuatro y a lo más cinco pesos.
La prueba en sí misma, se asemejaba a la de una carrera de embolsados; tan penosos eran los esfuerzos y tan desarticuladas las arremetidas y zancadas de los pobres pingos. Y esto era precisamente lo que más excitaba a la gente haciendo subir hasta el cielo el estrépito de la batahola. Así resultaba ser ésta la parte más alegre y jocosa del espectáculo de las carreras. Había algunos paisanos célebres por su empeño en que sus escuálidos y desfallecientes jamelgos corrieran y ganaran en todas estas parodias de carrera. ¿Quién de los antiguos tupungatinos no recuerda al puntano Escudero?

Tenía un caballito tordillo que había sabido galopar en sus mocedades pero que hacía ya largo tiempo que había perdido esa habilidad. Escudero, a quien jamás se vio en días de fiesta con menos de un litro de vino en depósito, era uno de los que más gritaba y alborotaba desafiando a todo el mundo a correr con su caballo “Cuarenta cuadras, cuarenta pesos”. Él no corría por menos plata ni por menos distancia. Alguna vez consiguió armar carrera y efectuada esta en un trecho de 150 metros a lo sumo, alguna vez ocurrió también el portentoso milagro de que aquella ánima en pena de un caballo que fue, ganase la carrera. Escudero recibía entonces muy orgulloso uno o dos pesos. Cualquier cantidad era para su espíritu siempre nublado: “cuarenta pesos’’.

La taba
A raíz de las carreras y aún sin ellas, armábanse donde quiera grandes jugadas de taba. Lo mismo que para las bolitas entre los niños, los hombres no precisaban mucho espacio ni pistas cuidadas ni elegantes. Cualquier sitio era bueno para desplumarse a gusto y para tomar vino hasta cambiar el modo de caminar y en vez de hacerlo en dos pies, hacerIo en cuatro o en cinco incluyendo la cabeza que en aquellas ocasiones también servía para apuntalar al cuerpo. Hago la salvedad de que quienes llegaban a este último extremo, eran muy pocos y se trataba de infelices gauchos, eternos y pobrísimos peones, endeudados hasta los ojos con el patrón, descendientes directos de los desgraciados indios, desheredados y exterminados por los blancos y cuyos salarios (cuando los tenían) no pasaban de cinco pesos al mes.

La autoridad, no impedía estas jugadas sino en muy contadas ocasiones y lo único que hacía era llevar presos a los desordenados o peleadores. ¿Por qué las iba a impedir? ¿Entonces, en qué se iban a divertir los pobres paisanos y cuándo iban a perder su dinero cuando y mejor les pareciera? Su áspera vida de continua lucha y duro trabajar en los campos con todo tiempo y a toda hora ¿no merecían acaso aquellos paréntesis de holgorio, aquellos contados momentos de expansión y libertad, aquella pequeña válvula de escape al ansia de juego que domina a la mayor parte de los hombres? ¿Acaso únicamente los ricos tenían derecho de tener timbas, ruletas y casinos patentados?

Además el pobre diablo que perdía toda su fortuna en aquellas jugadas, no sumía a su familia en la miseria; el que más perdía, no iba más allá de los 20 pesos; la fortuna íntegra de algunos no pasaba de “un cuarto boliviano”, “dos reales’’, ‘‘un real’’ y hasta ‘‘un cuartillo’’. Un chico que poseyera dos reales, era… millonario; podía llevarse media confitería a casa. Y después... donde todos son pobres, ninguno es en realidad pobre ni desgraciado ni pasa necesidades porque la pobreza del campesino argentino, no puede igualarse jamás a la pobreza del campesino europeo porque el nuestro está al amparo de la abundancia general y de la innata generosidad de los demás, siempre prontos a servir sin interés alguno a quien lo precise.
Y por último, ya todos sabemos que el juego libre es un precioso recurso para mantener al paisanaje siempre dispuesto y decidido para ciertos menesteres de la política criolla.
Es que la taba ha sido y sigue siendo un elemento importante en la formación de la cultura y de la conciencia ciudadana en nuestro país. Bien explotado, el juego de la taba, es un precioso recurso electoral, pero quienes lo usan están muy lejos por cierto de hacer escuela de patriotismo, de dignidad y de moral cívica.

Riñas de gallos
También este entretenimiento cruel, era conocido y practicado en aquel tiempo y no era poca la concurrencia que acudía a ver y a apostar a alguno de los gallos que se despedazaban en el estrecho y bien cerrado redondel. Por suerte en la época a que me refiero (1880-1890) no había en el lugar más que una cancha de este género que funcionaba en la casa que fue de Don Francisco Carrión en la que se estableció más tarde con un pequeño negocio su hijo Waldo Carrión. Al ausentarse éste del Departamento, desapareció también definitivamente la cancha y el juego, acabándose así por suerte este último resabio de una brutal costumbre repudiada por completo en nuestra época, pero muy en uso en tiempos anteriores, costumbre que corría pareja con ‘‘La Plaza de Toros” tan del agrado de los españoles y que tan hermosa escuela de crueldad y de salvajismo representan para España. En realidad, este juego, no repostaba a los dueños de gallos, beneficio alguno porque las apuestas ni eran muchas ni muy tentadoras y la sesión no daba muchas veces para cubrir los gastos que demandaba la crianza de esta clase de animales.

Los gallos de riña, eran preparados convenientemente antes de enfrentarlos y para que pudieran batirse con eficacia y aplicarse golpes más certeros, decisivos y graves, los armaban de fuertes y aguzados espolones de acero bien asegurados a sus patas con correas especiales. De este modo, al menor descuido de alguno de los dos bravísimos combatientes, recibía del otro, una feroz y fulmínea puñalada. Pero antes de que esto ocurriera, los belicosos y encarnizados animales, habían tenido tiempo de destrozarse el pico, los ojos, la cresta, la barbilla, el cuello y las alas a picotazos y espolonazos. Y entonces era de verlos; mareados, jadeantes, exhaustos, enceguecidos y cubiertos de sangre, buscar cada uno alivio y protección para su cabeza destrozada bajo el cuerpo o el ala del contrario, en medio de los gritos y de las vociferaciones de los espectadores empeñados en que la lucha no cesara todavía; y para lograrlo, incitaban de mil modos a los empecinados bichos. Si esto no daba resultado, los dueños los separaban, les limpiaban un poco la sangre, les soplaban la cabeza y los ponían de nuevo frente a frente, sosteniendo en alto por un momento la cabeza del gladiador.

Alguna vez ocurrió sin embargo, que uno de los gallos, vislumbrando un bulto por delante, había dado un rapidísimo y repentino salto atravesando con su espolón aquella mano a la que él había tomado por el cuerpo de su rival, dejando como era de suponer ipso facto ‘‘Knock-out’’, no al adversario sino a su propio amo. Pero lo corriente era que al reiniciarse la pelea con renovado furor y energía, no tardara en caer para siempre uno de los luchadores con lo cual terminaba el desagradable espectáculo y se aplacaba un poco la fiebre de emociones fuertes que dominaba a la concurrencia.

Agregaremos ahora que, a nuestro entender, la riña de gallos cruel y despiadada como es, resulta menos bárbara y sanguinaria que la famosa lidia de toros de que hablábamos hace un momento. En aquellas las únicas víctimas de su propia saña son los gallos mientras que en éstas se sacrifica, con harta cobardía por parte del hombre, no sólo al toro al que previamente se martiriza de diversas maneras, sino también a inocentes caballos a los que se lleva con los ojos vendados al redondel. Felizmente, en nuestro país ya no existen estas monstruosas escuelas de perversión de los sentimientos de amor y de bondad; de ferocidad y de sangrienta barbarie.

(1) La fanega era una antigua medida tanto de capacidad/volumen como de superficie. En este caso se refiere a superficie de tierra cuya magnitud difiere según los usos: en España era de 6459 m2 , por lo que el texto refiere a un predio de poco más de una hectárea y cuarto aproximadamente (12919 m2)
(2) Esta diferenciación entre largada y partida, es muy buena para comprender el pleno sentido de la estrofa del Martin Fierro: “Yo he visto muchos cantores,/ con famas bien obtenidas,/ y que después de adquiridas/ no las quieren sustentar:/ parece que sin largar/ se cansaron en partidas”.
(3) Probable errata por fanega, que a diferencia del significado de la nota nº 1, se refiere aquí a una medida de capacidad, también variable según las zonas: 50/60 litros en España, 137 en Argentina, 97 en Chile. Información obtenida en Rescate de antiguas medidas iberoamericanas de Ma. Eugenia Cortés I. y Fco. Pablo Ramírez G, Instituto Mexicano del Petróleo en www.smf.mx/boletin/Ene-98/articles/medidas.html
(4) Otra medida de capacidad/volumen, muy variable según los usos regionales, entre 4 ½ y hasta los 11 litros, usualmente era equivalente a media fanega.
(5) “En mi provincia las empanadas tradicionales son de carne, saladas y cocinadas al horno, pero en otoño e invierno se hacen los pasteles, que son empanadas fritas” testimonio en www.taringa.net/posts/recetas-y-cocina/16610140/Mira-como-hice-pasteles-mendocinos.html
(6) “Llevan harina, maicena, huevo, aguardiente, anís en grano y carbonato de amoníaco. El carbonato hecho polvo, la harina, la maicena y la sal se hacen masa con el huevo batido, el aguardiente y el anís, añadiendo grasa o margarina. Con la masa se hacen barrotes que luego se estiran para conformar las tabletas” en ww.elfolkloreargentino.com/comidas.htm
(7) Famoso caballo del turf argentino, que quedó en el imaginario colectivo. Al menos así lo testimonia este recuerdo: «El “Match” Del Siglo: La revancha de Botafogo, el caballo del pueblo. Fue un 17 de noviembre de 1918, hace exactamente 75 años, cuando Botafogo se instaló para siempre en las primeras líneas de la historia del turf. El “caballo del pueblo” se tomó revancha de su único vencedor, Grey Fox, y lo derrotó en tiempo récord, por 70 metros de ventaja. Luego de eso se retiró de las pistas, dejando detrás un fervor jamás igualado. La memoria popular lo recuerda casi como una leyenda». Clarín, Buenos Aires, miércoles 17 de noviembre de 1993.


Tupungato: Descripción histórica, geográfica. Usos, costumbres y tradiciones , Capitulo XXXIII: Costumbres y usos regionales diversos, Buenos Aires, 1941, Edición del autor.

Baulero: Eduardo Paganini

La Quinta Pata

No hay comentarios :

Publicar un comentario