Rolando Lazarte
“Deja venir esas memorias dolorosas, y que el ángel de la paz te guíe”, me dijo una vez Dom Fragoso, cuando le conté de lo que me tocó vivir en Argentina después del 24 de marzo de 1976. ¿Cómo hacer, sin embargo, para que la evocación de lo vivido sirva como aprendizaje, en vez de significar una repetición del sufrimiento?
Es una tarea casi diaria la de tratar de ir resignificando lo que fue aquello, convivir con lo que asoló a la Argentina en ese tiempo de barbarie absurda e inicua, y haber sobrevivido. Tener el recuerdo y reprocesarlo, darle un significado al estar aquí y ahora, vivo y con el recuerdo de lo que uno tuvo que pasar.
Lo que fue tener que convivir con la posibilidad casi cierta de muerte de la peor manera, durante varias oportunidades. Eso dejó secuelas, obviamente. Pero, ¿cómo hacer de todo esto, repito, un aprendizaje? Muchas veces he ensayado esta recuperación de memoria, y en varios sentidos, algo va mejorando.
Algo se va fijando como una esperanza que se fortaleció, una fe que se hizo más viva y más real, más cotidiana y más hecha de gestos y de actos, que de palabras o discursos. A mí personalmente, como a muchos y muchas compañeros de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNCuyo, nos tocó tener que soportar una expulsión absurda e injusta, perder la condición de estudiantes, bajo la acusación nunca probada, de que éramos o podríamos ser subversivos.
Eso significaba, en el contexto de la represión brutal ejecutada por la casta militar y sus apoyadores civiles, eclesiásticos y empresariales, que uno podría desaparecer a cualquier momento, y que lo mismo podría ocurrirle a nuestras familias.
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