domingo, 14 de julio de 2013

Por la secularización del calendario escolar oficial en Mendoza

Federico Mare

A la memoria de Florencia Fossatti

De acuerdo a la primera encuesta sobre creencias y actitudes religiosas en Argentina (1), en el Nuevo Cuyo las minorías no católicas representan el 17,4% de la población, y dentro de la mayoría nominalmente católica, la feligresía practicante no llega al 25% del total de habitantes. Las iglesias evangélicas reúnen al 11,8%; el segmento irreligioso (personas agnósticas, ateas e indiferentes), al 5,3%; y el resto de los credos (judaísmo, islamismo, cristianismo ortodoxo, budismo, etc.), al 0,4%. Tan sólo el 29,4% asiste con asiduidad a los lugares de culto, y apenas el 20,1% canaliza su fe a través de instituciones religiosas, razón por la cual es lícito inferir –haciendo una proyección estimativa– que el catolicismo practicante, en la región cuyana, oscilaría entre el 17 y 24%. En lo que se refiere al culto a la virgen y los santos, el 58% (sic) de las personas encuestadas –católicas en su mayoría– manifestó no haber participado de él durante el último año(2).

Ciertamente, estos guarismos no dan cuenta de la religiosidad de Mendoza en particular, sino de la religiosidad del Nuevo Cuyo en general –región de la que también forman parte San Luis, San Juan y La Rioja–. Pero Mendoza, según el último censo nacional, por sí sola concentra el 55% de la población regional, circunstancia que se tuvo en cuenta a la hora de seleccionar la muestra para la encuesta. Además, en comparación con las otras provincias cuyanas, su grado de modernidad sociocultural es mayor (el único conglomerado urbano con una población superior al millón de habitantes en toda la región es el gran Mendoza), razón por la cual cabe suponer que, en su caso, los mencionados índices que dan cuenta del proceso de secularización han de ser ligeramente superiores a la media regional, o al menos no inferiores a la misma.

Sin embargo, la dirección general de escuelas hace caso omiso de esta compleja realidad sociocultural, y actúa como si en Mendoza las creencias y prácticas católicas fuesen tan unánimes y ubicuas como en los lejanos tiempos de la colonia. Aunque injustificable, resulta comprensible: el anacronismo y el confesionalismo suelen ir de la mano. Comprensible, pero también preocupante, y mucho, puesto que de la DGE depende nada menos que la escolarización de las nuevas generaciones de mendocinos y mendocinas. ¿Qué clase de educación pública es aquélla que hace proselitismo religioso y privilegia a un sector de la sociedad en desmedro del pluralismo y la interculturalidad? ¿Qué clase de educación pública es aquélla que conculca la libertad de conciencia y pensamiento, que vulnera la igualdad de trato y no respeta plenamente a las minorías religiosas e irreligiosas de Mendoza?
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Hace muy mal la DGE en incluir dentro del calendario escolar oficial el día del patrono Santiago y el día de la virgen del Carmen de Cuyo (3). En Mendoza la educación pública es laica, y dichas efemérides son de carácter exclusivamente católico-romano. Estando plenamente asegurada la libertad de culto merced al art. 14 de la constitución nacional y el art. 6 de la carta magna provincial, las personas e instituciones privadas de la comunidad educativa que, siendo devotas a la virgen del Carmen y al patrono Santiago, deseen celebrar el 25 de julio y el 8 de septiembre, pueden hacerlo perfectamente sin necesidad de que el gobierno provincial se extralimite imponiéndoles a todo el estudiantado y personal docente, directivo y no docente de los establecimientos estatales –haciendo tabla rasa autoritariamente con la diversidad de cosmovisiones– feriados y actos conmemorativos ostensiblemente sectoriales, propios del santoral católico y ajenos por completo al calendario cívico.

Mendoza forma parte de Argentina, y Argentina es un país laico. Así lo establece la constitución nacional. En efecto, el art. 75 (inc. 22) señala expresamente que nuestro país adhiere a la declaración universal de derechos humanos, el pacto de San José de costa rica, la
declaración americana de los derechos y deberes del hombre, el pacto internacional de derechos civiles y políticos, y la convención sobre los derechos del niño, cinco tratados internacionales de primerísimo orden que consagran de manera categórica los principios de libertad de pensamiento y conciencia, la igualdad de trato y la no discriminación, así como también –pues constituyen su corolario– el derecho a la honra y dignidad personales y el respeto a las minorías, garantías fundamentales que son, a todas luces, incompatibles con el confesionalismo. Y aunque es lamentablemente cierto que la carta magna de nuestro país, en su art. 2, prescribe que “El gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano”, tanto la doctrina constitucional en su mayor parte (Humberto Quiroga Lavié, Susana Cayuso, Mª Angélica Gelli, etc.), como la jurisprudencia de la corte suprema de justicia de la nación (fallo Sejean, 27/11/1986; fallo Villacampa, 9/2/1989), han interpretado dicha prescripción de manera restringida, esto es, sostenimiento no como adopción de un credo oficial, ni como trato preferencial del estado a una determinada confesión en todos los órdenes, sino como mero subvencionamiento (sostenimiento económico), entendiendo que la república Argentina es aconfesional, lo cual tira por tierra las pretensiones de juridicidad del integrismo católico(4).

En Mendoza la enseñanza pública es laica porque así lo establece expresamente su constitución (art. 212, inc. 1), y también –en conformidad con ella– la ley provincial de educación (art. 4, inc. c). Y así como la educación de ningún modo puede ser reducida al diseño curricular, puesto que abarca muchas otras aristas o dimensiones importantes de la cultura escolar (normas de convivencia, simbología y ceremonial, relación docente-estudiantes, etc.), tampoco la aplicación del principio de laicidad educativa debe jamás limitarse a la sola enseñanza de contenidos conceptuales dentro del aula. Los actos conmemorativos también forman parte de la educación. Y dado que las escuelas públicas de Mendoza son laicas, laico debe ser igualmente el calendario que regule su desenvolvimiento a lo largo del año lectivo.

Por otra parte, se pueden citar también varios artículos de las leyes 20.206 de educación nacional y 26.061 de protección integral de los derechos de las niñas, niños y adolescentes relativos a la libertad de conciencia, la igualdad de trato, el respeto por la diversidad y el derecho de las madres, los padres y tutores a elegir para sus hijas e hijos un tipo de escolaridad que no resulte lesivo a las convicciones familiares.

Es verdad que la DGE invoca una normativa jurídica para justificar la inclusión de ambas efemérides en el calendario escolar. Pero esa normativa está viciada de raíz, puesto que su origen es espurio, de facto; y su contenido, manifiestamente contrario a la letra y el espíritu de nuestra constitución. Se trata de dos decretos provinciales de la última dictadura militar –fechados el 6/9/76 y el 30/8/80– que, además de estar reñidos con la legitimidad democrática, resultan a todas luces incompatibles con la ética de derechos humanos que proclaman tanto la constitución nacional –y diversos tratados internacionales a los que Argentina ha suscrito–, como la carta magna de Mendoza.

Los sectores confesionalistas, se sabe, suelen apelar al remanido argumentum ad numerum. Aducen que el catolicismo en Mendoza es mayoritario, y que, por ende, el supremacismo católico sería democrático. Se trata, claramente, de una falacia, pues si el solo predominio numérico justificase legal y moralmente las políticas públicas, entonces el antisemitismo en la Alemania nazi debiera ser considerado legal y moralmente legítimo. Bien entendida, la civilidad democrática nunca podría reducirse al mero primado de la mayoría. Ella también supone –no hay que olvidarlo– el respeto de las libertades fundamentales y garantías constitucionales. A espaldas de las mayorías ciudadanas no hay democracia auténtica, cierto. Pero tampoco la hay a espaldas de los derechos humanos. Se convive en democracia únicamente cuando la soberanía popular y el pluralismo van de la mano.

Asimismo, el establishment confesionalista alega que la conmemoración de las mencionadas efemérides en las escuelas públicas no controvertiría el principio de laicidad educativa en tanto su contenido simbólico trascendería lo religioso en sí. Arguyen que ambos actos escolares poseen un plus de significación cultural que va más allá de la fe católica. En el caso del día del patrono Santiago, ese plus sería el sentido de pertenencia provincial, so pretexto de que la tradición católica atribuye a dicha figura legendaria el «santo patronazgo» sobre Mendoza. Y en el caso del día de la virgen del Carmen de Cuyo, el aditamento cultural extra-religioso estaría dado por la gesta sanmartiniana del cruce de los Andes y el compromiso activo del pueblo cuyano con la causa de la emancipación sudamericana(5). Pero al menos en este caso, la dicotomía maniquea del todo o nada resulta falaz. Se trata de un falso dilema, habida cuenta que –como veremos enseguida– existe una tercera alternativa superadora, no sólo en el plano de las conjeturas teóricas, sino también a la luz de ejemplos prácticos muy concretos.

La coartada del confesionalismo resulta muy endeble, ante todo, porque conlleva el reconocimiento tácito de que el núcleo del imaginario de ambas conmemoraciones es confesional, católico. Nadie plantea que las significaciones del 25 de julio y el 8 de septiembre se reduzcan asépticamente a lo religioso. Claro que ellas poseen otros componentes culturales. Lo que se plantea es que sus significaciones, sin ser exclusivamente religiosas, son eminentemente religiosas, como las denominaciones mismas de ambas conmemoraciones lo delatan. Sugerir –como desgraciadamente se ha hecho– que el laicismo mendocino desprecia el sentido de pertenencia provincial y la gesta sanmartiniana no es más que una falacia de espantapájaros, una chicana, una tergiversación difamadora.

Pero la coartada es también endeble por otra razón. Si fuese cierto que la renuencia de la DGE a suprimir ambas conmemoraciones del calendario escolar oficial no respondiera a una connivencia con el confesionalismo católico, sino al deseo bienintencionado de evitar que ese plus cultural extra-religioso se perdiese, ¿por qué no opta por secularizar dichas efemérides? ¿Por qué no toma la decisión política de redefinirlas en un sentido laico que resulte más inclusivo? Siguiendo el ejemplo de Uruguay, donde –por ej.– el 25 de diciembre es reconocido oficialmente como jornada no laborable bajo la denominación “día de la familia” (algo que, desde ya, no impide para nada que todas aquellas personas e instituciones privadas que quieran celebrarlo cristianamente como navidad lo sigan haciendo sin ningún problema, ya que la libertad religiosa impera allí, como aquí, sin menoscabos), el 25 de julio y el 8 de septiembre –de haber buena voluntad– podrían ser redefinidos en su denominación y contenido como “día de la provincia de Mendoza” y “día de la gesta sanmartiniana” respectivamente. De esa forma, los valores de civilidad que se desea promover (sentido de pertenencia provincial y rememoración de la gesta sanmartiniana) quedarían resguardados sin ninguna necesidad de perpetuar los antivalores de la incivilidad (supremacismo católico y conculcación de los derechos humanos tutelados por la laicidad).

Pero hay un ejemplo mucho más cercano y reciente de cuán factible resulta modificar una vieja conmemoración escolar tanto en su denominación como en su imaginario y ceremonial: el 12 de octubre. En el año 2010, el gobierno nacional argentino, por sugerencia del INADI, sustituyó el hispanista día de la raza por el más pluralista día del respeto a la diversidad cultural. Indudablemente, el necesario replanteo crítico de la conquista se quedó a mitad de camino, tal como lo denunciaron con mucha razón numerosas voces de los pueblos originarios. Pero esta cuestión excede el propósito de este escrito. Lo cierto es que la reconversión de las efemérides escolares es posible y deseable, y la DGE haría bien en asumirlo.

No obstante, preciso es admitir que la secularización de dichas conmemoraciones, aunque supondría un avance importante, no sería una solución ideal. Al fin de cuentas, las fechas seguirían siendo las mismas, y con razón se podría vislumbrar en esa continuidad de orden calendárico un solapado tributo a la vieja referencialidad confesional. De aquí que el reclamo de supresión lisa y llana de las efemérides del 25 de julio y 8 de septiembre resulte más que atendible, pues la preservación de aquellos elementos culturales extra-religiosos que –según se aduce– sería necesario preservar, podría ser hecha en fechas alternativas que no tengan ninguna connotación confesional y cuya elección resulte de un acuerdo general en el seno de toda la comunidad educativa. De hecho, la nómina entera de actos escolares conmemorativos –como materialización de la política de la memoria del sistema educativo– debiera ser fruto de ese amplio consenso democrático desde las bases y no una decisión administrativa unilateral.
Huelga decir que la redefinición oficial de ambas efemérides religiosas en un sentido laico y más inclusivo bajo ningún punto de vista sería un impedimento para que los colegios privados católicos continuaran conmemorándolas del mismo modo en que lo han hecho hasta ahora. No está en discusión la vigencia del derecho de libertad religiosa, sino el avasallamiento del principio de laicidad dentro de la escolaridad pública, en nombre de una libertad religiosa mal entendida, abusivamente conceptuada. Nada impediría a las instituciones educativas católicas celebrar el 25 de julio y el 8 de septiembre como los días del patrono Santiago y de la virgen del Carmen, es decir, religiosamente, de acuerdo al significado y al protocolo que ellas reivindiquen.

Conmemorar en las escuelas públicas los días del patrono Santiago y de la virgen del Carmen de Cuyo es rendir tributo a unas creencias que son patrimonio exclusivo del catolicismo romano, y que, por consiguiente, resultan extrañas y altamente controversiales para las otras cosmovisiones, sean ellas religiosas (protestantismo, judaísmo, islamismo, etc.) o irreligiosas (indiferentismo, deísmo, agnosticismo, ateísmo). Por otra parte, a diferencia de otras efemérides del santoral (navidad y reyes por ej.), las del 25 de julio y 8 de septiembre no han experimentado un proceso de secularización transcultural que las haya vuelto más inclusivas o menos confesionales. Fuera de los ámbitos estatales donde su conmemoración constituye un mandato oficial, únicamente la feligresía católica practicante se hace eco de las mismas, un segmento de la sociedad mendocina que –como ya se ha apuntado– está por debajo del 25%.

Es indudable que el catolicismo romano –con independencia de la valoración personal que se tenga de él– ha incidido, y mucho, en la conformación histórica de la cultura y la identidad argentinas. Nadie puede negar que muchas antiguas tradiciones de este país tienen su origen en creencias y prácticas de dicha religión. Ahora bien, la pregunta que debemos hacernos es si la «tradicionalidad» de una práctica cultural –es decir, su antigüedad o raigambre histórica– es razón suficiente para mantenerla en el presente. Pienso que no. El integrismo católico, en su afán de justificar la persistencia del confesionalismo en Mendoza, suele apelar a lo que en lógica se designa argumentum ad antiquitatem («argumento de antigüedad»), falacia medular del pensamiento conservador que consiste en afirmar –como hiciera Edmund Burke, el célebre crítico de la revolución francesa– que todo aquello que es tradicional o viene de antiguo es intrínsecamente bueno y debe ser preservado. ¿Cuál es el problema con este argumento? Que si se lo da por válido, habría que aceptar innumerables violaciones a los derechos humanos: el racismo, la xenofobia, el antisemitismo, la tortura, el imperialismo, la violencia de género, el terrorismo de estado, la esclavitud, el genocidio, etc., dado que todas estas prácticas culturales tienen tras de sí una dilatada trayectoria histórica. Todas ellas entrañan viejas y arraigadas tradiciones que explican acabadamente su reproducción social, a lo largo del tiempo, hasta el presente. Se impone por tanto, a fin de no caer en el vale todo del relativismo cultural, la necesidad de discernir entre tradiciones deseables y no deseables, entre tradiciones compatibles con la civilidad de los derechos humanos y la convivencia democrática, y tradiciones que no lo son. Y para realizar ese saludable ejercicio de discernimiento, forzosamente ha de trascenderse la retórica tradicionalista y la demagogia patriotera mediante una reflexión ética racional de amplias miras humanísticas(6).

De cualquier modo, la idea según la cual el catolicismo tiene algo así como el monopolio de la argentinidad es por demás discutible. A diferencia de otros países latinoamericanos, Argentina ha estado desde sus orígenes fuertemente influida por el liberalismo, en cuyo seno la laicidad ha gozado siempre de un lugar preeminente. Muchas de las concepciones y prácticas confesionalistas que hoy padecemos tienen en realidad una antigüedad harto discreta. Algunas apenas se remontan al decenio menemista y la última dictadura militar; otras, al onganiato; un tercer grupo, al primer peronismo y los tres gobiernos de facto que lo precedieron entre 1943 y 1946; y un último grupo, el más añejo, a la década infame. En Argentina, el auge del confesionalismo católico es un fenómeno relativamente tardío, que acontece ya bien entrado el siglo XX. Es a partir de la década del ’20, y más claramente durante los años ’30 y ’40, que se produce lo que el historiador Loris Zanatta ha denominado con justeza “clericalización de la vida pública”: identificación exclusivista de la nación argentina con la fe católica, proliferación de símbolos católicos en dependencias oficiales y espacios públicos, interpolación de efemérides del santoral en el calendario cívico, etc. La Argentina liberal de fines del siglo XIX y principios del XX, sin ser la Francia de la III república ni el Uruguay batllista, dio pasos muy significativos por la senda de la separación entre iglesia y estado: la subordinación de los tribunales eclesiásticos al fuero civil, la enseñanza pública laica, las escuelas normales, el registro civil de nacimientos y defunciones, las políticas sanitarias higienistas, la secularización de los cementerios, el matrimonio civil, la reforma universitaria…(7). Por supuesto, los sectores integristas podrían argüir que esos antecedentes nada tienen que ver con las «verdaderas» tradiciones de la argentinidad, pero razonar de este modo también es falaz. Se trata en este caso del sofisma no true Scotsman, falacia que consiste en excluir un elemento del conjunto al que objetivamente pertenece alegando motivos subjetivos de orden esencialista cuya validez se da por sentada (petición de principio)(8).

Por todas estas razones, y porque considero que la plena vigencia de la laicidad –como principio jurídico y político, pero también ético y pedagógico– constituye un requisito esencial para la sana convivencia democrática, el pluralismo y la interculturalidad –en tanto y en cuanto protege y promueve la libertad de conciencia y expresión, la igualdad de trato y el respeto a las minorías–, hago un llamamiento en favor de la secularización del calendario escolar oficial hoy vigente en Mendoza. Obligar a más de 70 mil personas no católicas –personas que estudian o trabajan en la escuela pública–(9) a participar de forma pasiva y reverencial en conmemoraciones extrañas y contrarias a lo que dicta su conciencia, representa no sólo un acto de prepotencia transido de autoritarismo, sino una verdadera afrenta a la dignidad humana. Que yo sepa, nadie estudia ni trabaja en las escuelas públicas las 24 horas del día los 365 días del año. Quienes asisten a dichos establecimientos y quieren rendir culto comunitario a la virgen o los santos, pueden y deben hacerlo fuera del horario escolar en los numerosísimos lugares de culto que la iglesia católica posee a lo largo y a lo ancho de la provincia. Pero jamás, en el ejercicio de su propia libertad religiosa, debieran cercenar la libertad religiosa y de conciencia del resto –la libertad de una persona termina donde empieza la libertad de otra–.
La ocasión en que se publica este texto es por demás oportuna: la filial San Rafael de la asamblea permanente por los derechos humanos (APDH), con el patrocinio del Dr. Carlos Lombardi –un jurista y académico de intenso compromiso con la causa del laicismo–, ha presentado recientemente un recurso de amparo ante el juzgado civil nº 24 de la capital provincial en el que precisamente formula ese reclamo público. Asimismo, la ONG sanrafaelina demanda que se prohíba la exhibición de símbolos religiosos (crucifijos, imágenes de la virgen y los santos, etc.) y demás prácticas confesionales (por ej., el rezo de acción de gracias durante los refrigerios a instancias del personal docente y/o directivo) en todas las escuelas públicas de Mendoza. Agotada la vía administrativa (la DGE nunca dio respuesta a las notas que le fueron
remitidas), la APDH-San Rafael ha resuelto iniciar la vía legal. La ética y el derecho están de su lado. Ojalá se haga justicia.

Quisiera concluir este escrito desempolvando algunos breves pasajes del discurso que Emilio Civit, allá por julio de 1883, siendo diputado por Mendoza en el congreso nacional, pronunciara en el marco del célebre debate parlamentario que precedió a la sanción de la ley 1420 de educación común. Aunque por incomodidad ideológica muchos prefieran olvidarlo, es saludable recordar que Civit fue uno de los grandes adalides del laicismo en nuestro país y en nuestra provincia.

El proyecto de la comisión, estableciendo la enseñanza de la religión en las escuelas, es contrario a nuestros antecedentes históricos y es contrario a las disposiciones de nuestra constitución. Es contrario, porque el pueblo argentino, dado su desenvolvimiento, dadas su evolución y su organización social, ha manifestado desde sus orígenes marcadas tendencias a la libertad de conciencia.
… En una escuela donde no se enseña religión, se puede enseñar moral.
… Sin libertad de conciencia no hay libertad, no hay libertad política ni libertad social(10).

Cuán saludable sería que la DGE, en tributo a la memoria de quien manifiesta reconocer como prócer provincial, hiciera verdaderamente de la laicidad un principio orientador de su política educativa. Pues a decir verdad, hasta ahora sólo ha visto en ella una engorrosa limitación jurídica cuyos alcances prácticos –un poco por lenidad judicial y otro poco por falta de reglamentación– pueden ser reducidos o minimizados con relativa impunidad. Urge que la DGE se sustraiga de la tutela clerical y se comprometa en serio con la educación laica, para lo cual debe comprender y asumir que la educación laica no se restringe a la dimensión curricular. Pero a la luz de los hechos, resulta difícil imaginar que ese replanteo de política educativa se produzca por generación espontánea en las altas esferas del gobierno. Sólo se producirá si los sectores progresistas de la comunidad educativa y de la sociedad en general toman conciencia de su vital importancia y comienzan a propiciarlo, a demandarlo, a dinamizarlo a través de la acción colectiva.

Notas
1. La encuesta fue realizada en el año 2008 bajo la dirección del sociólogo Fortunato Mallimaci (UBA) y el patrocinio del CONICET. El relevamiento de la región del Nuevo Cuyo (Mendoza, San Luis, San Juan y La Rioja) estuvo a cargo de la dra. Azucena Reyes y su equipo de investigadores (UNCuyo). Con un relevamiento de 2.403 casos, su nivel de confiabilidad es del 95%.

2. Este último dato no aparece consignado en la versión édita de la primera encuesta…, ya que el ítem “Prácticas religiosas” sólo ofrece los guarismos nacionales, sin el desglose por regiones. La información la obtuve por medio de una comunicación personal del lic. Ezequiel Potaschner (integrante del equipo que tuvo a su cargo el relevamiento de la zona del Nuevo Cuyo), de fecha 8/7/2013.

3. Cfr. Resolución 2616/12 de la DGE.

4. A la hora de esclarecer el sentido del art. 2, ha sido clave la reconstrucción histórica de los debates que antecedieron a la sanción de la constitución de 1853. A la luz de los mismos, quedan aclarados los verdaderos motivos y alcances del discutido sostenimiento. La idea de que, para poder interpretar correctamente el segundo artículo de la carta
magna, hay que analizar la controversia constitucional del ’53, no es nueva. Tres decenios después de sancionarse la constitución, Emilio Civit, en medio del debate parlamentario de la ley 1420 de educación común, manifestó, en defensa de la posición laicista, lo siguiente: “El origen de este artículo es bien conocido. El artículo constitucional es bien claro: él declara que el estado argentino sostiene el culto católico. Pero ¿por qué lo sostiene? Porque el gobierno de Rivadavia tomó todos los bienes, todos los recursos y todas las entradas de que disponían las comunidades religiosas; … Recuerdo que el señor Frías, cuando se revisaba la constitución del año 53, proponía un artículo que terminantemente declaraba la religión católica, como religión de estado, y ese artículo fue rechazado por la convención”. Weinberg, Gregorio (ed.), ley 1420: debate parlamentario (1883-1884). Bs. As., CEAL, 1984, t. I, pp. 90-91.

5. Se evoca, como si fuese un argumento concluyente, la decisión de San Martín de declarar a la virgen del Carmen de Cuyo como generala del ejército de los Andes. También su presunta catolicidad. Nuevamente se pretende hacer de la tradición una fuente de legitimidad absoluta e inapelable, sustraída al escrutinio de la reflexión ético-racional. Considerar a priori todas las acciones y palabras de los próceres, sin excepción, como encomiables, resulta por demás peligroso. ¿Qué hacer, por ej., con el famoso dictum “no ahorre sangre de gauchos”? ¿Hay que ensalzarlo y ponerlo en práctica sólo porque es de Sarmiento? Seguramente se opine que no. Y eso pone de manifiesto cuán problemático es hacer de la tradición, por sí sola –sin ningún contralor de la racionalidad ética–, una suerte de «imperativo categórico». En cuanto a la religiosidad de San Martín, hay que tener en cuenta que este tema ha suscitado desde siempre muchísima polémica en la historiografía argentina. No es mi intención entrar en ella, puesto que no soy un especialista en el tema. Pero sí quisiera llamar la atención sobre lo siguiente: ¿es correcto justificar la conmemoración del día de la virgen del Carmen en las escuelas públicas de Mendoza arguyendo que San Martín era católico cuando se está muy lejos de un consenso académico al respecto, cuando son muchas las voces autorizadas (la erudita Patricia Pasquali por ej.) que plantean –con argumentos muy atendibles– que era masón y/o deísta? Por caso, la conmemoración de la revolución de mayo y la declaración de independencia, más allá de las distintas interpretaciones historiográficas que hay en torno a las mismas, no resulta mayormente problemática, porque hay un consenso muy amplio sobre su alta valía histórica. Por el contrario, en lo atinente a las convicciones religiosas de San Martín, prima un gran disenso. Así, por ej., son varios los historiadores que atribuyen la decisión de San Martín de declarar a la virgen del Carmen como generala del ejército de los Andes a motivos prácticos de índole político-militar y no a su presunta devoción mariana. En fin, que la DGE haga de cuenta que no hay debate sobre toda esta espinosa cuestión, y que naturalice la tesis del revisionismo católico como si se tratase de una verdad evidente fuera de toda discusión, representa un grave error.
Afirmó Pasquali en su biografía del prócer: “Resta decir unas pocas palabras acerca del persistente esfuerzo por negar todo vínculo de la Logia y, sobre todo, de San Martín con la masonería por parte de quienes sólo ven en ella al tenebroso e implacable enemigo de la iglesia católica, cuya defensa asumen, y pretenden librar al padre de la patria de la excomunión decretada por el papado contra los miembros de la orden. Se trata de un planteo erróneo, estéril y anacrónico. Los liberales ilustrados a cuya estirpe pertenecía el Libertador, si ingresaban en la masonería, era para luchar contra el absolutismo y por la libertad; no eran anticatólicos —porque el principio de tolerancia les imponía respeto a todos los credos— sino anticlericales, que es algo bien distinto, pero de todas maneras esa fue otra batalla que recién se libraría cuando San Martín ya no existiera. Más bien debería recordarse, por corresponder al tiempo en el que él actuó, que el pontífice romano condenó la revolución independentista americana; seguramente ésta fue la raíz de la indignación que alguna vez la causaría al prócer el intento de reanudación del vínculo con la santa sede por parte del gobierno argentino, no su impiedad. De familia católica, respetaba el ritual vigente en la sociedad de su tiempo y la religiosidad popular (ello explica que contrajese matrimonio religioso, que el reglamento de granaderos a caballo impusiera el rezo de las oraciones por la mañana y del rosario por las noches y la asistencia a misa los domingos; que se preocupase siempre de tener un capellán para la atención de sus soldados, etc.); pero, una vez que hubo abandonado la vida pública, se mostró como un creyente despegado de toda práctica religiosa personal. Nada más elocuente al respecto que su testamento, en el que sólo invoca a Dios todopoderoso, a quien confiesa reconocer como hacedor del universo, sin hacer alusión alguna a la iglesia, como era lo usual en un católico; a la vez que prohibió que se le hiciera funeral alguno. Por otra parte, parece pueril ya discutir su evidente filiación masónica, lo que no significa que fuera un instrumento ciego de la logia; por el contrario, llegó a desobedecer sus mandatos cuando así se lo impuso su rectitud de criterio, aun a sabiendas de que podría pagarlo bien caro, como finalmente le sucedió” (PASQUALI, Patricia, San Martín: la fuerza de la misión y la soledad de la gloria. Bs. As., Emecé, 2004, pp. 131-132).

6. Por caso, ¿hay que quedarse de brazos cruzados ante la alta mortandad por accidentes en la vía pública so pretexto de que el desapego por las normas de tránsito es parte de la idiosincrasia argentina? ¿Acaso la cultura es y debe ser inmutable? ¿Quienes practican el deporte del pato deben volver a la atávica costumbre gauchesca de embolsar el cadáver de un pato a modo de pelota? Definitivamente no. La conservación de tradiciones puede y debe ser selectiva.
De lo contrario, en Europa central y oriental se seguirían haciendo pogroms contra las comunidades judías; en Massachusetts, cazas de brujas; en México, sacrificios humanos al dios azteca Xipe Tótec; y en la moderna Esparta, infanticidios eugenésicos por despeñamiento... Panta rhei, “todo fluye”, dijo Heráclito; y enhorabuena eso vale también para la cultura, que no es ninguna entelequia momificada e intocable, sino, simplemente, todo lo que la sociedad hace, deshace y rehace en su andadura histórica. En Cataluña, por ej., se han prohibido hace tres años las corridas de toros –una antiquísima tradición que se remonta, por lo menos, al medioevo– por juzgárselas un espectáculo sanguinario y cruel, y nadie que tenga un mínimo de sensatez vio en ese cambio cultural nada semejante a un apocalíptico naufragio de la catalanidad.

7. Y más atrás en el tiempo, tampoco faltan las experiencias históricas que pueden ser consideradas antecedentes del proceso de secularización impulsado por la generación del ‘80 : el laicismo escolar de Sarmiento, la constitución nacional de 1853 (que proclamó la libertad de culto), las reformas rivadavianas, la carta de mayo, la abolición de la inquisición por la asamblea del año XIII, el ala morenista de la generación de mayo (Castelli, Monteagudo, etc.), la masonería (cuyos orígenes se remontan al período tardocolonial), etc. etc.

8. En su libro Thinking About Thinking (1975), el filósofo inglés Antony Flew lo ejemplificó del siguiente modo (de ahí la jocosa denominación no true Scotsman):
A.— Ningún escocés echa azúcar en su avena.
B.— Pero a mi tío Angus, que es escocés, le gusta echar azúcar en su avena.
A.— Ah, sí, pero ningún verdadero escocés echa azúcar en su avena.

9. En su informe La educación de Mendoza en datos (2008), la DGE sitúa la matrícula de la escolaridad pública provincial en torno a los 389 mil estudiantes. Si se calcula el 17,4% (minorías no católicas) de dicha cantidad, se obtiene una cifra cercana a los 68 mil. Pero esa ponderación no incluye al personal docente, directivo y no docente, de modo que estimar en más de 70 mil el número de personas no católicas insertas en la escolaridad pública mendocina, dista mucho de ser un cálculo temerario, máxime si se tiene en cuenta que han transcurrido varios años desde la confección de aquel informe, y que la población provincial ha crecido.

10. Weinberg, ibid, p. 80 et sq.


Mdz online, 11- 07-13

La Quinta Pata

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