domingo, 9 de febrero de 2014

Las madres argentinas como símbolo de la lucha por la justicia

Abderrahman Beggar (Traducción: Moumene Essoufi)

Cómo nos ven: El artículo que reproducimos a continuación es producto de la curiosidad e iniciativa de un intelectual marroquí que convivió en París con exiliados latinoamericanos, y de su traductor, profesor de literatura hispanoamericana de la Universidad Mohammed Primero- Oujda, también de Marruecos. Abderrahman Beggar, después de su periplo parisino se trasladó a Canadá donde ejerce como profesor de árabe y estudios mediterráneos en la Universidad Wilfrid Laurier. Ha viajado y escrito también varios libros y artículos sobre América Latina. Además es novelista (LQP).

En el mes de julio, hacía un frío de perros en Buenos Aires. Estaba en un hotel muy modesto, el único que podía permitirme mi presupuesto de estudiante. Mi habitación era una especie de heladera, con una cama parecida al lomo de un erizo mecánico, una silla y una pequeña mesa sobre la cual unos visitantes descontentos redactaban una obra colectiva sobre la miseria del lugar, una lámpara mugrienta, papel descolorido, un olor de moho, los sonidos lejanos del mismo disco que el recepcionista no se cansaba de escuchar, con la mejilla apoyada en el dorso de la mano izquierda, una pequeña ventana daba a un patio donde unos gatos de canalón disputaban la basura del restaurante de enfrente. En el mismo patio, y durante el día entero, un anciano ocupaba una pequeña mesa en la entrada; era seco, con la silueta de un ave, una boina negra, un abrigo del mismo color, leía una versión española del Capital de Karl Marx, el griterío de niños y un despertar matinal asegurado por unos gritadores que vendían de todo, de pan a champú.

Encontré la ciudad más cara que París (un café valía más de un dólar americano) aunque los sueldos eran míseros. Era la Argentina de Carlos Menem. A pesar de todo, Buenos Aires tenía un tipo de encanto inmutable. Estaba ahí, muy graciosa, con sus cafés, cines, pequeños restaurantes, centros culturales, museos, bibliotecas… Buenos Aires es de una indiscutible coquetería, duplicada de serenidad. Su prosperidad no es la del nuevo rico: sus ornamentos están en la masa de su sangre, su belleza es anatomía y su estilo es alma. Sus habitantes, generosos y abiertos, no esperan más que la oportunidad para lanzarse a una discusión inteligente. En Buenos Aires, los cafés son verdaderos foros en que política, literatura, arte, deporte, psicoanálisis (después de Nueva York, Buenos Aires es la ciudad que contiene más prácticos en el mundo) nutren interminables debates.

Los motivos de mi presencia en Argentina, los que me habían empujado a economizar dinero, acumular las privaciones, esperar con la misma excitación que un niño en vísperas de El Aid, se resumían en eso: partir para ampliar lo que pone los cimientos y fortalece, verificar si el mundo era lo que me parecía, desempolvar mis convicciones y volver con el único tesoro : una mirada desembarazada de las brumas de la tontería compartida.

Y como había preparado mi viaje a base de lecturas y de cuentos, la Argentina a la que había venido no me era totalmente desconocida. Ponía las caras de Borges, Gardel, Sábato, Cortázar, el tango, la milonga, y sobre todo esas relaciones de amistad íntima con argentinos en su mayoría víctimas de la dictadura militar. Vinieron a París para buscar un ambiente semejante al de uno de los países más europeizados de América Latina. Se llamaban Carlos, Antonio, Marcela, Leila, Reinaldo, Omar… tenían todos ese acento gracioso con tonalidad italiana. Estaban ávidos de justicia y de belleza, personas cuyas raíces se convirtieron en espinas de la corona puesta sobre la cabeza del que el exilio se vuelve para él crucifijo que arrastra para siempre, aun cuando el país ya no es una cárcel.

Muchos han preferido simplemente quedarse en París; así que el exilio se vuelve destino y el exiliado prefiere guardar la imagen del otro país, el inmaculado, el del antes del diluvio. Cuando el primer gobierno democrático (el de Raúl Alfonsín) tomó el poder en 1983, muchos de estos exiliados creyeron que el sueño fuera al fin realizado, y las cosas tomaron el giro esperado. Sin embargo, la transición democrática no consiguió dar a los argentinos la oportunidad de exorcizar los demonios de la dictadura ni permitirles la purga tan esperada ni juzgar a los verdugos de ayer. ¿Qué democracia? ¿Cómo respirar el mismo aire que los que nos torturaban y nos mataban hace poco tiempo? Yo prefiero el exilio en lugar de ver a los tiranos protegidos por los nuevos gobiernos, gritaba ahogado de indignación Carlos, un ingeniero agrónomo.

Esta rebelión asfixiada torturaba a mis amigos argentinos, especialmente una pareja argentino-chilena. Con una voz baja, como si los muros tuvieran todavía orejas, en medio de una nube de humo, los ojos luchando contra la avalancha de llantos, el cigarrillo temblando entre sus dedos, aplastando sobre la mesa un vaso imaginario, el que les atormentaba cada vez cuando hablaban de Pinochet o de Videla. Los dos miembros de la pareja evocaban la casa abandonada, el pequeño jardín, Nixon, el viejo labrador, el abuelo y su acordeón, el hermano rascando su guitarra, la mamá detrás de su máquina de coser, el sonido de la vieja máquina de escribir bajo las manos de Paulina que trata de buscar el alfabeto de la protesta, redactando esos mismos panfletos que iban a causar su interpelación – o más bien su desaparición para siempre - en una tarde lluviosa, ante el ojo de su gato tuerto, por dos jóvenes bigotudos, de aspecto violento, conduciendo un Fiat blanco.

La Argentina de los militares ha dado a la memoria el hueso que resiste para siempre al olvido. Cavó una enorme zanja que el tiempo no puede llenar. Este tipo de drama no nace para desvanecerse. Un día, en París, en compañía de unos amigos argentinos, conocí por casualidad a un señor de una inmensa cultura política. Hablábamos de economía, defensa, elecciones, política exterior, pero había una pregunta subyacente que se impuso al cabo de una discusión de más de dos horas: ¿cuándo nosotros los argentinos podremos al fin dejar la justicia libre para actuar contra la banda de criminales que nos han hecho tantos daños? Su respuesta fue breve: es imposible pedir a un gobierno que afronte su propio ejército. Nuestras caras permanecieron inmóviles, y la noche se acabó bruscamente.

Lo que el señor había dicho no estaba privado de razón. En América Latina, las democracias recientes se han quedado como rehenes de grupos de presión, particularmente los militares y una parte de la oligarquía, lo que justifica esas leyes que amnistían a los ex-verdugos. Argentina decidió a su vez hacer borrón y cuenta nueva, votando leyes llamadas Punto final y Obediencia Debida (1986-1987), y los culpables se quedaron en sus remansos, en la arrogancia total, manejando el tinglado del poder. En cuanto al pueblo, está resentido con los gobiernos que se sucedieron: la herida no se curó y nada apaga el sentimiento de injusticia.

Los argentinos son tercos, su sufrimiento también.

Lo que hace la originalidad del caso del país del Ché es que la dictadura y las desgracias que prodigaba no pueden estar ligadas a un período de la historia, con un principio y un fin; esta experiencia es carne, hueso, sangre, cotidianeidad, espera, búsqueda, identidad. Más que un substrato que alimenta complejos, es existencia, dinámica, evolución acompañada de una verdadera arqueología de lo macabro, búsquedas interminables de miles de desaparecidos (entre 1975 y 1983), un discurso mediático que dirige la puntería en los tentáculos de un pulpo de una rara atrocidad, que quiere apoderarse de la Historia para siempre.

Buenos Aires hablaba todavía de la película de Luis Puenzo, La historia oficial, que salió en 1985 y que sigue siendo, de una indiscutible actualidad, una manera de saludar la transición democrática y mostrar, sobre todo al nuevo gobierno la naturaleza del problema capital para el pueblo que lo eligió. La protagonista, Alicia Marnet de Ibáñez, profesora de Historia Argentina, da cursos sobre las instituciones sociales y políticas de su país, de 1810 a la época contemporánea. Lo que parece ser un curso habitual se convierte en una plataforma de resistencia de alumnos poco receptivos en cuanto a la historia oficial de su país y deseosos de superar lo que consideran como una especie de sedante académico. Primero, nace una confrontación entre la profesora y los alumnos, y la confrontación no tarda en convertirse en diálogo, y éste en camino hacia las realidades execrables que el orden dictatorial pudo imponer, realidades sobre las cuales se fundamentaba toda la sociedad argentina, empezando por el círculo de la heroína. Las confesiones de su amiga, Ana, víctima de un verdugo insospechable, un padre de familia y hombre de negocios respetado que no es otro sino el marido de Alicia, revelan el peso del trauma colectivo: Perdí la noción de tiempo… Es como si algo se rompiera en mí y no sé si eso se va a arreglar un día… Todavía me despierto como un ahogado. Estoy siempre allá, ahorcado; me ponen constantemente la cabeza en un balde lleno de agua… Después de siete años, me despierto siempre como un ahogado. El mundo maravilloso de Alicia con sus convicciones que le servían de anteojeras (nombre escogido para connotar su divorcio de la realidad, como Alicia en el país de las maravillas) empezó a desmoronarse como un castillo de naipes: un marido de un pasado criminal, su hija que cree ser adoptada y que, desde su nacimiento, fue arrebatada de su madre, una presa política, y entregada al verdugo.

Lo que caracteriza el terrorismo de Estado en Argentina es su imaginación fértil. Para arraigarse en las mentalidades, se normaliza y se vuelve fundamento de lo social, el Mal se ha dotado de ingeniosas capacidades heurísticas. La más atroz es aquella destinada a dotarlo de inmunidad y aun ante la historia, consistía en confiscar a la víctima hasta el derecho de parentesco. Hubo una ganadería humana; las mujeres embarazadas detenidas, las ejecutaban después del parto, sus hijos se confiaban a sus perseguidores. Una generación nació con padres biológicos víctimas de los padres adoptivos. Algunas asociaciones se consagran a trazar el destino de estos niños; y frecuentemente, la prensa revela historias susceptibles de quitarle a uno el hipo: un hijo o una hija que se da cuenta, de la manera más inesperada, que papá o mamá ha participado directa o indirectamente en el suplicio y en el asesinato de sus verdaderos padres.

Buenos Aires estaba ahí, cuidando a sus hijos, y el tango era una canción de cuna. Era un jueves. Cada uno de mis pasos fue un beso sobre los pies de esta vieja madre que no lograba unir de nuevo a su descendencia. Un sol tímido invitaba una bandada de aves a calentarse, estirarse, extender las plumas una tras otra, tomar un baño de barro, picotear y lanzar cantos poco entusiásticos. Acudí a la Plaza de Mayo, fiel a una promesa que me hice muchos años antes. Quería ver a estas madres y abuelas, siempre fieles a la memoria de sus hijos. Avanzaba y los ecos de las voces de mis amigos argentinos tronaban como holas gigantes que me empujaban cada vez más hacia los peñascos negros del duelo colectivo.

Estaba triste y tenía frío.

Ellas estaban ahí delante de mí, con sus delantales, sus manos sarmentosas, teniendo con firmeza pancartas y retratos en blanco y negro de unos jóvenes, la flor de esta sociedad, que habían cometido el más grave de los delitos según el totalitarismo: decir NO. Las madres daban vueltas varias veces en el círculo vicioso del duelo insaciable. Sus movimientos eran los de almas atormentadas para siempre a causa de la imagen de un ausente que hace presente la insistencia de los vivos para reavivar su recuerdo y clamar por justicia. La Argentina llorada por estas madres, la justicia que habita en esas miradas, estos pies indiferentes al peso de los años, estos jóvenes cuyas lágrimas no pudieron desposeerles de una ternura casi telúrica, estos ojos recuerdan una geografía única, la de charcos de cariño incondicional, estas arrugas convertidas en un manifiesto para una rebelión tranquila y prudente: las madres de la Plaza de Mayo estaban ahí manifestando desde hace muchos años y seguirán manifestando hasta que la justicia sea cumplida.

Me quedé mirándolas, sin moverme, temblando de emoción. Para mí, no eran de un país lejano, ni hablaban una lengua diferente a la mía, ni lloraban a seres extranjeros; eran sencillamente madres. Les miraba con el respeto que debo a mi madre. Ese mismo respeto lo veía en las caras de la asistencia, del policía al fotógrafo, a ese niño y a su pequeño perro.

Me fui de la Plaza de Mayo desgarrado, con una tristeza vergonzosa, rica de una evidencia: la dictadura es lo que hay de muy despreciable, un escupitajo viscoso y apestoso en la cara de la Historia.

***

Pasaron años, y siempre estoy al acecho de noticias de Argentina. Me entretenía con el ritmo de las falsas promesas electorales, imaginando cada vez las madres de la Plaza de Mayo regresando a su casa, reduciendo a polvo los dementes que la indulgencia engorda. El tiempo pasa y, en lugar de caer en el olvido, su causa se arraiga, toma vigor y adquiere la fuerza de los años. Y como quien la sigue la consigue, estas madres se volvieron, en su mayoría, abuelas, ganaron el pleito y con ellas el país entero.

En estos últimos años, el país acumuló varias decepciones: recesión, deuda (145 millones de dólares, en el momento en que fue elegido el nuevo presidente), turbulencias sociales, gobiernos efímeros. Sin embargo, basta con que alguien tome el monstruo por los cuernos para que renazca la esperanza. La elección del presidente Néstor Kirchner, en medio de una de las crisis económicas y políticas más duras de la historia de Argentina, fue posible solamente gracias a las promesas (ya cumplidas): encargarse del asunto de la dictadura. Es lo que le valió el gran respaldo popular (llegó a gozar del 80٪ de opinión favorable) desde su elección, el 25 de mayo de 2003*. Gracias al nuevo gobierno, fue votada la ley del 25.779 que abolió las leyes del perdón ya citadas.

Lo que era, hasta un pasado reciente, algo utópico está produciéndose ahora: pesquisas, arrestos, encarcelaciones, Argentina aprecia el espectáculo de la justicia puesta en práctica. Ante la interpelación de los dictadores Jorge Rafael Videla y Emilio Massera, yo creía que soñaba.

En estos días, los medios de comunicación argentinos se dedican a lo catártico. Su preocupación es poner de relieve el monstruo que cayó en la red. Está ahí, muy enfermo, muy impotente, vomitando los restos indigestos de la víctima, este hueso duro que hace la condición humana: la esperanza. El verdugo pudo liquidar al hombre pero no la esperanza. Ésta está ahí, como un Fénix, resucitando de sus cenizas.

Queda mucho trabajo por hacer, toda dictadura es de naturaleza arácnida. No bastaba con atrapar una o muchas arañas para hacer borrón y cuenta nueva. Hay que atacar toda la telaraña. Sin la cooperación con chilenos, uruguayos y otras dictaduras latinoamericanas, la dictadura argentina no habría podido ser lo que era. La más famosa alianza es la que se llama Operación Cóndor, una especie de organización político-criminal, cuyos miembros fueron las cabezas del poder militar en Argentina, Uruguay y Chile. Más aún: lo grave es que los archivos de la seguridad nacional (Washington) han desclasificado documentos que muestran cómo el ex-secretario de Estado norteamericano, el sr. Kissinger, impartía su bendición a los militares con gran riesgo de los principios del derecho internacional.

La justicia da lástima. Su espada es de muy corto alcance; en su balanza, no hay sitio para las ballenas. De Abu Gharib a la Escuela de Mecánica de la Armada (lugar de tortura durante la dictadura militar argentina), dicha justicia callejea en la desolación, y sus accesorios nos son más que una chatarra enmohecida.

*Este artículo fue publicado originalmente por el periódico marroquí "Libération" el 22/23 de mayo de 2004.

La Quinta Pata

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