domingo, 16 de marzo de 2014

Educación desde la arbitrariedad

Eduardo Paganini

Las sucesivas concepciones históricas acerca la esencia de la educación nos han mostrado itinerarios diversos, desde la educación como formación de almas, como instrucción para el saber, como el camino de la ciudadanía, como ejercicio de la liberación, y así numerosas variables más. Hoy en nuestro territorio se viene consolidando una concepción lamentablemente lastimosa: la educación desde la arbitrariedad.

En una extraña fusión de tradiciones patronales y gestiones neoliberales fogoneadas desde los funcionarios de turno, nuestras escuelas en Mendoza sobreviven y flotan aún (¿milagro de la potencia vital?), a pesar de la densa marejada de realidad compleja y contradictoria que la rodea.

En esos entreveros de luces y sombras, no surgió un brillo (como habría dicho Borges) sino que nació una sensación de inquietud en este cronista que, al tiempo de rumiarla, tomó forma de palabra: arbitrariedad. Y al indagar su significado y sentidos en el diccionario, se confirmó su necesidad, ya que allí hallamos: Acto o proceder contrario a la justicia, la razón o las leyes, dictado solo por la voluntad o el capricho. ¡Eureka! Esta es la palabra precisa que puede dar cabal cuenta de un modus operandi que de a poco —y desde hace años—ha ganado jerarquía institucional, ya que está inserta en las culturas y prácticas del ámbito educativo de la provincia, sin pertenencia estricta a ningún escalafón: tanto ejerce una conducta arbitraria un/a docente con una alumna o alumno, como un directivo con un subalterno, o un no docente con un padre o madre.

De aquí se puede desprender el primer corolario de la arbitrariedad: es un ejercicio de poder que se aplica a un sujeto en tanto exista una relación de subordinación, ya sea legal o coyuntural, y ese ejercicio se concreta necesaria e independientemente de lo que el corpus jurídico encuadre para esa situación.

Pero no cualquiera que esté en esa posición dominante puede ejercer ese poder, se hace ineludible una condición de contexto: la comodidad y autoconfianza que se genera en la relación de familiaridad que se tenga con la institución continente. A medida que los años van sumándose en una experiencia laboral, el corpus jurídico-legal y normativo, el debate institucional, la comunicación retroalimentaria, van perdiendo presencia frente a las propias decisiones, las opiniones personales, lo que se concreta y queda cristalizado en frases como estilo de gestión, conducción educativa, nuestro proyecto, y otras más que por sí mismo no dañan pero posibilitan el enmascaramiento de manejos arbitrarios.

Veamos sino un caso concreto: mientras estas líneas se editan y se publican, en Mendoza se están desarrollando las paritarias docentes, que son un buen ejemplo acerca del manejo que con arbitrariedad se hace del mecanismo y del contenido de las mismas. Y así como la repetición es la esencia del rito, en estos momentos estos acuerdos laborales constituyen un ritual: el ritual del desgaste, por las interrupciones, por los innecesarios pases a cuarto intermedio, por las chicanas y conversaciones en jerigonzas, por la mayor o menor profesionalidad de los convocados a la mesa, por la voluntad de su designación para tal empresa, por las razones y fundamentos para sostener el peso de las mutuas afirmaciones… Todo ello (incluidos los puntos suspensivos) están decididos simple y directamente por una causa: la arbitrariedad. No hay otro sustento más que el mero objetivo de imponer una serie de conductas por parte de la patronal frente a la mayor o menor resistencia de los trabajadores para que simplemente quede asegurado el inicio de clases. Lo curioso de este ritual —que se presenta como contienda— es que anualmente muestra a las dos instituciones (gobierno y sindicato) presentándose como ganadoras, según lo expresan sus enunciados cuando finalizan las gestiones.

Otro ejemplo acerca el patrimonio instituyente de la arbitrariedad se puede constatar en la determinación de una fecha para inicio de clases. Hace algunos varios años atrás, se adelantaron hasta principios de marzo, luego alcanzó hasta febrero, sin demasiadas razones fundadas salvo la siempre halagada búsqueda de la calidad educativa, de la que nadie desea renegar, por supuesto. Pero las cosas parecen demostrar que los rendimientos —en los que los funcionarios arbitrariamente pusieron el eje evaluador de la tarea educadora— son peores que el de las épocas en que el inicio estaba identificado con los mediados de marzo.

Combinado con estas arbitrariedades cronológicas, tenemos también la concepción del lapso ideal para un ciclo lectivo, en un momento determinado pareció que la revolución educativa consistía en lograr 200 días de clase; no! mejor 180, dijo otro ; no! ahora van a ser 190, aportó a su vez alguien más… Cada cual según su opinión en libre arbitrio de las cosas dictaminó al respecto ¿Dónde quedaron aquellos sesudos debates que fundaban una norma vinculada con lo educativo? Ahora mismo, la fecha de inicio sufrió un cambio de última hora sin necesidad de mayores explicaciones de la profunda causa psicopedagógica que la genera, y los responsables fueron las mismas autoridades que habitualmente se rasgan las vestiduras y plañen frente a los días caídos por huelgas docentes —que no han sabido prevenir—. A tal punto que han parafraseado al escritor Osvaldo Soriano en su El penal más largo del mundo con su paritaria más demorada de la historia.

Sería bueno que esos funcionarios explicitaran las razones y sus fundamentos legales, sin temores al maldito costo político, pues la opinión pública hoy está madura y en condiciones de estimar correctamente esa sinceridad, tan poco vista últimamente en estos terrenos.

La Quinta Pata

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