domingo, 23 de marzo de 2014

El Negro Castillo, el amigo que se nos fue

Ramón Ábalo

Supo vivir su vida como, seguramente, eligió para irse. En plenitud de su espíritu, venciendo, finalmente, los desgarramientos del cuerpo y por eso es que la despedida, nuestra despedida, es sin lágrimas, porque la muerte, su muerte, es tan sólo fin y ausencia.

Su presencia en la larga bohemia, nuestra bohemia, de aquellos años bien movidos, resaltaba su ánimo solidario, Y su juego con la vida y la muerte, si ello fuera así, ese que practicaba silenciosamente durante los años de plomo sin dejar la mesa cotidiana donde los amigos discutían apasionadamente la realidad circundante de esa Argentina ubérrima en sus pampas y anémica en las mesas de los pobres, de los laburantes, de los millones de niños en la calle, como aquella infancia del Armando Tejada Gómez. Fustigábamos a la década infame, al pasado liberal y conservador de las oligarquías, especialmente la de la pampa húmeda y la que ya se expresaba en la vitivinicultura nativa. En esas tertulias nocturnas en el boliche de turno, con el enrique Sobisch, con el Pardo, con el Armando, con el Cúneo. Con el Carlos Coll, con el Astur Morsella, con el Vasco Arberaz, con el Alberto Rodríguez (h), con el Fernando Lorenzo, con el Carlos Alonso, con el Julio González, con el Abelardo Vázquez, con el Montemayor el plástico, el Oscar Mathus, la Negra Mercedes, la Iverna Codina, la Iris Peralta Andrade, Rosalía de Flichman, el Mario Padín, el gringo Embrioni. Y aquellos Viejos Grandes de la Mendoza de barro, Don Américo Calí, Ricardo Tudela, Santa María Conill, Humberto Crimi, Néstor Waldino Vega, Vicente Nacarato, Juan Draghi Lucero, Alberto Rodríguez, el padre; Benito Marianetti, Ángel Bustelo, Dardo Olguín, los curas Contreras y el Macuca Llorens.

La bohemia era discusión y pasión por el país: el Astur, y todos repetíamos: el país nos duele. La pasión por la pintura, la pasión por la poesía y los libros varios y las tertulias se sucedían en guitarreadas y el quehacer común del arte y la militancia política. Por eso fue la revista VOCES, el teatro TNT, con el Carlitos Owen, el Jorge Fornés, la Elina Alba, el Negro Carrasco, la Pupi Ternavasio. El Toto Gioia y la Rata Otero, la Lucy Fernández y el Luis Politi, su hermano Domingo el cronista gráfico que graficaba resonancias como la del día que el Armando publicó su primer libro, cuando asumió como diputado provincial, cuando el Negro Abalo estuvo en una parte del podio de la CGT mendocina, al momento de ser rescatada de la intervención golpista del 55, cuando el Astur transitaba el periodismo con sabor a Eduardo Mallea y Martínez Estrada, cuando se lanzaron al ring de las ideas la revista Voces y cuando la primera función del TNT, sacrificado en el altar del terrorismo de Estado ya instalado. Cuando el Negro Castillo construía los bastiones de la bondad.

Y Pantagruel como antesala del centro cultural La Bitácora, cooperativa de trabajos pictóricos, poéticos, literarios, editoriales, en pleno centro de Mendoza, o sea en la calle Rivadavia apenas 30 metros de San Martín hacia el norte. Donde también el eje visceral era esa Argentina libertaria, latinoamericana, proletaria y socialista a construir.

Una bohemia con entradas y salidas abiertas, sin documento de identidad ni pasaporte para incluirse, destacándose ese ejemplar humano -el Negro- lineal, sin torceduras, solidaridad permanente. En su Pantagruel inauguró los "martes de la bondad", que era más que nada juntada de amigos, y antes y después de cualquier día de la semana, la mesa era tendida para el necesitado. El día a día construyendo con su brazo fértil y solidario el atelier del novato pintor, las butacas del teatrillo independiente, la vivienda y el trabajo, el pasaje hacia la aventura y los nuevos horizontes o para poner distancias con la persecución del Estado fascistoide y oligárquico. Nada de luminarias sino los claroscuros de la labor, del esfuerzo, de risas y dolores como partos de lo nuevo por venir después de la década infame, del "fraude patriótico". Nos dolía el país, y había que construir una nueva utopía. Y claro, en ello también el juego de la vida y la muerte.

Una vez fue a denunciar por quinta vez que había "perdido" el pasaporte y estuvo a punto de ser detenido. Sobre su cabeza y todo su cuerpo ya planeaba la sospecha de que esos "descuidos" tenían otros estatus, otros destinos. En realidad, cada pasaporte fue la salvación de un perseguido por la dictadura genocida, y versiones similares salían en serie de un aparato logístico que había montado con un par de "técnicos" en reproducir fielmente sellos, firmas y estéticas para "legitimar", finalmente, el salvoconducto salvador. En Tupungato había conectado un par de baqueanos duchos en el conocimiento de los vericuetos de las alturas nevadas, trasladando a varios perseguidos por las "revoluciones libertadora y Argentina" y cruzaran a caballo y recalaran en el Chile pre pinochetista, es decir en el del Salvador Allende.

El Enrique Sobisch, exiliado en España, me contó lo que lo asombró y le elevó la estima que ya tenía del Negro cuando asistió con él a una muestra pictórica de un plástico argentino en una sala en Francia. Ya había amainado el genocidio, años 80, y era común que el Negro viajara un par de veces por aquellos años a la Europa solidaria con el exilio latinoamericano. No era raro, entonces, su presencia por aquellos pagos. Por eso, prosigue Sobisch, ya en el lugar de la muestra, y después de la presentación de estilo, el pintor tomó la palabra y lo primero que dijo fue: "... esta muestra, este momento, se lo dedico exclusivamente a quien está aquí, a quien me salvó la vida... allí el señor Castillo..." y siguió dando detalles de cómo "el señor y compañero Castillo hizo lo que ya hacía, salvar vidas, salvando la mía..."

El Negro Castillo, el del gesto solidario, se nos fue, pero apenas será una ausencia. Lo recordaremos siempre.

La Quinta Pata

No hay comentarios :

Publicar un comentario