domingo, 18 de mayo de 2014

Juicios: la IV Brigada Aérea centro clandestino del horror

Ramón Ábalo

Los códigos penales sustentan la filosofía jurídica de que nadie es culpable hasta que no se demuestre lo contrario. Se refleja, ejemplarmente, en la cotidianeidad de los juicios que por lesa humanidad se vienen sustentando en Mendoza desde hace cinco años. Pero claro, ello da también a que el culpable pueda superar situaciones complicadas mediantes algunas triquiñuelas que se basan en resquicios de las normas, como aquella de la culpabilidad. Y por eso, por ejemplo, cuando debe declarar un imputado, por caso un ex-policía, lo habitual que se escucha es un permanente "no me acuerdo". No solamente un agente judicial, también el "surmenage" lo padecen -ante el Tribunal y los jueces, obviamente- el cura que fue del arzobispado local y medio capellán en el Liceo militar y la VIII Brigada de Infantería, monseñor Rey. Y del mismo mal mental tanto los ex-jueces y fiscales Miret y Romano, que "no sabían lo que estaba pasando" en medio de los habeas corpus que les presentaban los familiares de las víctimas del terrorismo de Estado en los años de plomo, donde se expresaba, con pelos y señales, lo que les ocurría. Ellos, aún con estos elementos en sus despachos, no "tuvieron cabal conocimiento de lo que ocurría sino cuando volvió la democracia".

Y esto viene a cuento por la detención de quien fuera maestro de la banda de música de la IV Brigada Aérea, aquí en Mendoza, y el ahora componente del conjunto cuyano de folklore, o sea José Santos Chiófalo, integrante de los Trovadores de Cuyo. Y la figura por la cual se lo pone en capilla -y a varios más de esa Brigada- es porque indudablemente, por su jerarquía en el nivel de jefe, y lo que además cumplía en la responsabilidad de custodia de los detenidos. Y a lo que parece, también tuvo participación concreta en la acción terrorista contra detenidos.

En nuestro libro El Terrorismo de Estado en Mendoza (1a. edición en 1997) manifestábamos: "Tanto en las FFAA, como en el resto de las llamadas fuerzas de seguridad, las cúpulas y gran parte de sus cuadros medios y subalternos, sellaron la complicidad en la autoría del horror y la muerte, mediante los llamados pactos de silencio o de sangre. La perversidad intrínseca de la llamada Doctrina de Seguridad Nacional, pilar ideológico de la dictadura, pervirtió hasta lo insaciable el alma de los componentes militares y policiales. El extremo fue que solamente uno que otro -caso Schilingo- abjuraron y denunciaron el nivel que alcanzó la represión. En la provincia, a la regla no le cupo ninguna excepción. Por eso, la lista de represores -y sus cómplices civiles también- no se agota con las nóminas que aparecen aquí. Cuando los organismos de derechos humanos en una acción conjunta, a partir de 1984, iniciaron los expedientes -más de 50- para denunciar a los genocidas de esta zona, se encontraron con una especie de contradicción: si por un lado era visible la culpabilidad de los mandos cupulares, de ahí para abajo la marea de la depravación destilaba por los poros de todo el cuerpo institucional En todo expediente que se iniciaba, inculpar la tarea era desbrozar el camino y marginar a los inocentes. La culpabilidad era -y sigue siendo- un manto abarcativo a todo cuerpo institucional, sin excepciones. El pacto de silencio o de sangre no marginó a nadie. El que no firmó fue arrasado".

Desde los jefes máximos de la fuerza aérea en la Provincia fueron, juntamente con la cúpula del Ejército, responsabilidad principal y máxima del terrorismo de Estado en Mendoza. Tal fue, por ejemplo, del que fuera jefe de Policía, Julio César Santuccione, tal vez el más destacado, públicamente, represor que pisó este territorio en aquella época.

En el próximo número proseguiremos con esta temática de la IV Brigada Aérea como centro de detención y torturas durante el genocidio del 76.

La Quinta Pata

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