domingo, 29 de junio de 2014

El futbol es de todos menos de los buitres

Ramón Ábalo

Alguna vez fui hincha de fútbol, de esos que siguen fanáticamente, haga frío o calor, llueva o caigan piedras, dejar la novia si hay que festejar la victoria en la cantina del club, o con los choripanes que desde horas antes ya esparcían en los alrededores del estadio su estirpe gastronómica proletaria y quilombera. Y ser hincha del Boli (el Argentino de Pedro Molina), era también rasgarse las vestiduras de bronca por tantos triunfos que no fueron. Cuando se jugaba por ir al Nacional, cinco décadas atrás, tuvo uno de los mejores equipos locales, pero nunca alcanzó la cima para ser del fútbol mayor. Y después vino la reestructuración y ahora el fútbol mendocino no existe. Da risa y bronca, cuando ahora el relator de un partido en que juega el Tomba, en la Primera A, grita: "...el equipo mendocino está jugando como los dioses...", cuando es un equipo compuesto por al menos el noventa por ciento de jugadores foráneos. Y tampoco son los sanjuaninos -los equipos- sanjuaninos; ni los tucumanos, tucumanos; ni los cordobeses, cordobeses, etc. Los buitres de la AFA (Grondona y Cía.), y la FIFA, nos embargaron las canchas y el genio potencial de nuestros changuitos.

Y tenemos al Messi, rosarino, pero nosotros tuvimos al Víctor y al Quique Lucero, y cientos más con los que nos deleitábamos como lo hacemos ahora con el genio aquel, como el Maradona de entonces. Pero teníamos los nuestros, porque entonces el fútbol mendocino existía. Y existía porque todavía el potrero era la gran academia de la imaginación y que se estructuraba en equipos en los clubes, espacios de contención los pibes de cada barrio mendocino, donde se redoblaban los dones naturales, que se potenciaban con el don de la picardía criolla, un don de la idiosincrasia argentina que se conocía en todas las canchas del mundo.

Y por eso el Víctor. Era de verlo en aquellos tiempos, haciendo de las suyas en una cancha donde la maravilla del fútbol era eso: la gambeta y el pase preciso, los amagues y el túnel, el quiebre de la cintura, la profunda amistad con la pelota. Y de los tablones bajaban los vítores y el rugir de la tribuna, de la popu, y casi al unísono aquello también tan argentino: Qué hijo de puuuta!!!, como expresión máxima de la pasión, el jolgorio y la admiración.

Y entonces la pelota no se ensucia. Menos aquella vez en que nos lanzamos a la calle, con la celesta y blanca en ese corazón que podría explotar por tanta gloria. Cómo no brincar y gritar hasta caer exhausto si el Kempes había tejido una ingeniería mágica para goles fabulosos y por eso ahora éramos los mejores del mundo. Y cómo no ganar las calles, inundarlas de una gritería que podría tener también algo de esa bronca que subía a la boca desde muy adentro, y entonces tenía algo de revancha, de venganza, porque lo de "somos derechos y humanos" era la cabronada los hijos de puta en serio, los que nos estaban matando a mansalva. Pero los reivindica la memoria del fútbol allá en Brasil, y las filigranas del Víctor, del Quique Lucero, de aquel Arbolito López, del Eladio Oropel, del Mariscal Sosa, del Polaco Torres, de los millones de gurises y mocosos argentinos en versión potrero y con una pelota de trapo, repitiendo la sapienza futbolera de sus ídolos.

El fútbol es vida y la necrofilia es la de los buitres de la FIFA y la AFA. Y, más que nada, del juez Griesa y de sus mentores imperialistas.

La Quinta Pata

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