lunes, 14 de julio de 2014

Sobre "La abuela civil española", ética y narración.

Fernando Molina*

Habrán ya notado ustedes que la novela de la que hoy hablaremos tiene un gran título: La abuela civil española. Sugiere, por ejemplo, las muchas connotaciones de la palabra “civil”, la que por un lado representa todo aquello que no es militar ni eclesiástico, es decir, lo que es privado. Y entonces la usamos –por ejemplo– para nombrar esa guerra española de los años 30 en la que se enfrentaron dos bandos que esencialmente no representaban a dos potencias, ni constituían el instrumento de dos potencias, y que por tanto eran facciones privadas batallando entre sí, para –luego de la victoria de una de ellas que sería la derrota de la otra– permanecer en el mismo Estado, del cual ambas eran igualmente miembros.

Fue el carácter privado de esta guerra el que, medido con los ojos del Estado nacional, la torna aún más sórdida, y el que, desde el punto de vista práctico, la hace todavía más terrible. Como es lógico, después de la guerra los derrotados no disponían adonde escapar fuera del alcance de los vencedores, con quienes, por el contrario, debían convivir. Muchos tuvieron que perder también, entonces, además de todo lo que ya habían perdido (la posibilidad de la ilusión o de la confianza, y tantos parientes y amigos), a la propia patria por la que acababan de luchar. Para ellos comenzaba el camino del exilio, el definitivo para esa abuela que sube a un barco y navega hacia un futuro en el que la espera una nieta argentina, plantada además en la argentinidad, para escribir su biografía con una prosa menuda y encantadora.

Pero “civil” es también “ciudadano”, es decir, el que pertenece a la ciudad y como tal responde. Son civiles las personas que cumplen lo que la comunidad les demanda, las personas que no faltan a los deberes que se derivan de haber nacido de otros, y sobre todo entre otros: esa carga de responsabilidades y renunciamientos que cada uno tiene que acarrear para que el grupo sobreviva, para que sus componentes sobrevivan, y si es posible florezcan y fructifiquen.

La misma palabra nos remite simultáneamente, entonces, a un lugar que no es del Estado, el espacio privado, y a la condición que, en y desde la vida privada, hace posible al Estado, y que por tanto lo funda; una condición que implica hacer lo correcto, seguir el género de vida que Aristóteles llamó la “vida buena” y que en su opinión es la que ofrece a toda sociedad organizada sus condiciones mismas de posibilidad.

La novela de Andrea Stefanoni nos recuerda por qué los griegos no solo asociaban la virtud con la realización de grandes obras, o con las contribuciones que, en la arena pública, realizan los legisladores, los intelectuales y los guerreros, y en cambio ponían especial atención a la virtud –a la búsqueda consciente y consistente del bien– que se desplegaba en la existencia cotidiana, en el quehacer de los comunes. ‘Así como veríamos a un general que faltara a su deber en la batalla como alguien que habría traicionado la confianza que la ciudad depositó en él, y por tanto como alguien que merecería la condena colectiva –dice Sócrates en la Apología–, así también deberíamos ver a Sócrates en caso de que éste no cumpliera con su propia consciencia’. Las grandes virtudes o las virtudes de los grandes no bastan; si la virtud es importante para el mundo, es decir, útil para todos, es porque incluso obliga al pequeño Sócrates. Y cuando Sócrates va allí donde su conciencia lo lleva, con el sencillo acto de beber de un frasco crea un valor que 2.400 años después sigue contribuyendo a mantenernos unidos y a salvo, y que sobre todo nos muestra, como ha hecho durante estos 2.400 años, el norte de una posible felicidad.

Para volver a hablar de la novela, digamos que tan valioso es el coraje del republicano que le roba un lote de armas al enemigo, como el de la huérfana que, alimentada por su madrastra con la comida de los cerdos, no llora ni se humilla, no desespera ni se resigna, sino que mira fijamente a su agresora y le espeta: “Más. Quiero más”.

En todas partes hay virtud, y allí donde hay virtud hay heroísmo, porque la virtud es exigente. Lo que explica por qué a los postmodernos, miembros de número de la sociedad del placer, toda práctica concreta de la virtud y el heroísmo nos cargue, nos parezca francamente infumable. No queremos este compromiso, como tantos otros. La virtud y el heroísmo los buscamos en las películas y en las novelas, no en nuestras vidas. Preferimos héroes fantásticos que se sacrifiquen imaginariamente, con los cuales simpatizar a una prudente distancia.

Pero hete aquí que nos topamos con una novela, esta de Andrea Stefanoni, que, a diferencia de la mayor parte de sus homólogas, no presenta la virtud y el heroísmo en 3D, sino brotando de la realidad misma, brotando cada vez que una mujer se levanta al alba y va a la mina de carbón, cada vez que una mujer viste un viejo vestido, cada vez que una mujer enfrenta estoicamente la muerte de los seres que ama, o que envejece sin quejarse; cada vez que una mujer es una buena abuela o, ya que estamos en esto, cada vez que es una buena nieta.

Stefanoni nos muestra con su novela, paradójicamente, que la virtud y el heroísmo están en la vida y no en las novelas. Hay momentos históricos, como los tiempos de guerra, en que toparse con ellos así, digamos que al natural, no resulta difícil. En cambio en nuestra era, que es la del placer, sí lo es. Pero en cualquier tiempo el confort puede verse abruptamente interrumpido por la crisis: la recesión, la adversidad, aun la catástrofe. Esta interrupción puede ser colectiva o individual… Y entonces todos estamos a prueba: ¿seremos virtuosos cuando el momento lo requiera?, ¿seremos capaces de imitar a nuestros héroes de las novelas y películas? ¿O nos dará miedo y huiremos?

Nadie quiere pensar en esto, pero un día todos deberemos enfrentar esta verdad. La abuela tuvo la buena o la mala suerte de tener que hacerlo desde muy pronto. Muchos de ustedes han evitado hasta ahora el apretón de la ética, pero un día, sin importar cuánto se escabullan, ésta los encontrará. A una generación de españoles los dilemas morales los alcanzaron de una manera tal que el impacto los despellejó, aunque convirtiéndolos al mismo tiempo, como memorablemente explicó Octavio Paz en el Laberinto de la soledad, en símbolos de significación universal. A esta gente común –aunque más acostumbrada que nosotros a las exigencias de la virtud– la historia le preguntó, como en otras circunstancias la vida nos ha preguntado o nos preguntará a nosotros, si era decente o no. Algunos respondieron grandilocuentemente; algunos de forma equívoca: primero sí y luego, exigidos por la necesidad, no. Otros respondieron quedamente, pero sin dudas. Andrea Stefanoni nos relata con pericia la historia de unas de estas afirmaciones, de una que se realizó con un leve pero inequívoco movimiento de cabeza, y sin emitir palabra alguna.

* Escritor y periodista. (La Paz, Bolivia)

La Quinta Pata

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