domingo, 31 de agosto de 2014

El Pardo ha muerto ¡Que viva el Pardo!

Alberto Atienza

El Pardo ha muerto ¡Que viva el Pardo. Claro, partió. Quedó su última, genuina imagen. Acostado en el ataúd con su permanente gorra de aire inglés, pañuelo al cuello, la campera de trabajador y cerca de sus pies una gran paleta que denotaba mucho uso y un pincel de grueso calibre, esos con los que pintaba almas algo que sólo él supo hacer.

De acá en más, hasta que él retorne, si decide hacerlo (siempre fue y será un obstinado) las almas permanecerán en esa bruma con que las envuelve la materia. Su cara denotaba en esos instantes finales antes de pasar al universo de los recuerdos, una paz absoluta. Un cansino blue le rozaba el rostro. Ensamble de belleza, la música y su cara con la que enfrentó tantas piezas de alada factura. Al salón de al lado llegaba la melodía con una letra inexistente pero audible: “Soy el que fui y en mi obra seguiré”

Su despedida no derivó en una construcción hipócrita. Ese falso dolor que antes aullaban viejas lloronas pagas. Hubo alegría, la que él prodigó, historias. Era un poco como si esos seres que lo querían y él a ellos, estuvieran de visita, como antes. Tanta, su enorme fuerza emotiva, que las risas flotaban como gráciles nubes de verano.

Chela, esposa, curadora, marchand, de la inefable obra de Pardo, poderosa mujer insuflada de puro amor que de una vez y para siempre lo rescató de un infierno. Chela, la proyección de la obra de cuño único de Pardo. Chela respetuosa del talento de su artista. Ella, con más devoción que esos beatos luchadores y mártires. Chela, mujer enamorada de un artista de gran excepción. El Pardo, enamorado de ella hasta lo más profundo de óleos y acrílicos, sus alimentos más que el pan. Fueron uno. Siguen siéndolo. El amor crea entidades en las que naufraga la muerte.

La pintura de Pardo. De variadas etapas. Nunca dejó de experimentar. Logró, cuando joven, alcanzar un lenguaje que lo identificaba plenamente. Una conjunción por completo fuera del tiempo que nos regla, simbiosis de imágenes clásicas, la serenidad de esas obras que viajan de antaño, casi en conflicto con una siembra de colores, un estallido. Mundo sin formas, pero expresivo en su encantamiento. Ni siquiera un punto de equilibrio entre la figura conceptual, un retrato por ejemplo y ese aquelarre cromático. Las propuestas saltaban de esas telas e invadían al que las contemplaba sin permitir pausas: eran sueños, adueñados de casi la totalidad del espacio o delirios, del retratado. Era un paisaje onírico que quien posó nunca lo conoció hasta que Pardo puso a ambos en un mismo clima. Un juego de opuestos. Dos obras en una. Las impresiones, la sorpresa del público, no cesaban aunque alguien mirara diez veces consecutivas a una de esas maravillosas concepciones.

El Pardo. Nunca se arrodilló ante esos dos impostores como califica Kipling al triunfo y al fracaso. Su meta era avanzar. La acción pura lo llevaba al límite que solo conocen los demiurgos. Le estallaba la inspiración. Esto último en él no era algo acomodaticio: desciende esa intuición, surge la obra y todos contentos. No. Ese llamado, esa luz, era el comienzo de una batalla, dura, agotadora, pero que por fin, concluía en una pieza única. Algo que salta sobre sus destinos (quienes le entregan sus miradas) como una tormenta de lava. Quema con enorme, intangible energía, por dentro y por fuera. Cumple con una de las grandes, acaso la primordial, misión de todas las artes: transformar en algo, poco o mucho, no importa, a quien se entrega a la magia de una creación.

Ese es el caso de “El viento Zonda” uno de sus imponentes trabajos. Desde la puerta de su casa, en Chacras de Coria, contempló en una tarde el paso del poco querido y caliente pasacalles aéreo. Y entró derecho a darle más vida en una tela de gran formato. Para cualquiera sería imposible dibujar, pintar, domar al Zonda y dejarlo en el marco de una ventana-cuadro.

Lo hizo. Infinidad de veces corrigió, cambió partes del trabajo ya concluido. Era como si el Zonda siguiera con sus remolinos y nerviosas danzas de hojas discurseando en su interior. Hasta que llegó el día en que dejó de volar y se quedó en el retrato que de él hizo el maestro. Ya no importan los anuncios meteorológicos. El Zonda pasó a ser un viento tremolante en perpetuidad.

El Pardo. Artista y hombre, fundidos en un solo ente verdadero. Padre de agraciadas y amables mujeres, anfitrión constante, tomador de café y charlas. Había lugar en él para la solidaridad. Ayudaba a gente de teatro (me consta) Nunca fue mezquino con su sabiduría. Sonreía cuando infatuados desmerecían su obra. Para él lo importante era el arte y no esas taras ideológicas en las que se refugian los de vuelos cortos.

El Pardo, amigo.

La Quinta Pata