domingo, 16 de noviembre de 2014

La última cruzada contra la escuela pública laica

Federico Mare

"Nadie quita a un católico lo que él pretende que le pertenece; pero es el católico el que pretende quitar a los otros iguales goces."

Domingo F. Sarmiento


El integrismo católico de Mendoza es minoritario, cierto. Pero muy poderoso en su capacidad de lobby. Y tiene, además, la perseverancia que nace del fanatismo religioso y los intereses creados en torno al privilegio.

Desde siempre –se sabe– ha estado en «guerra santa» contra la escuela pública laica. Nunca ha aceptado que la educación estatal sea neutral en materia religiosa. Y cada vez que la historia –sobre todo con golpes militares e intervenciones federales, pero a veces también sin ellos– le dio oportunidad de cercenar o suprimir la laicidad escolar que nos legaron, entre otros, Domingo Faustino Sarmiento y Emilio Civit, no dudó en hacerlo.

Los sectores fundamentalistas del catolicismo mendocino quieren que la escuela pública sea confesional y católica, aunque en el Nuevo Cuyo la gran mayoría de quienes han sido bautizados de niños en esa fe no sean practicantes, ni muestren mayor interés en vivir conforme al magisterio de la Iglesia; y a pesar de que las minorías no católicas asciendan al 17,4% de la población, tal como lo ha demostrado la Primera encuesta sobre creencias y actitudes religiosas en Argentina del sociólogo del Conicet Fortunato Mallimaci y su equipo de colaboradores. Imbuidos de una mentalidad medieval de cruzada, enemistados irreconciliablemente con los ideales modernos de libertad e igualdad, aspiran a recatolizar todos los colegios estatales de Mendoza.

Y si se asumen como la vanguardia iluminada de esa «misión civilizadora» es porque, de un modo esencialista y excluyente, identifican la cuyanidad con la tradición hispanocatólica de raigambre colonial y rosista, soslayando o despreciando la diversidad de tradiciones que dicha identidad regional, en su dilatada y compleja andadura histórica, ha acrisolado hasta llegar a ser lo que es hoy. Y también, desde luego –no seamos ingenuos–, porque echan de menos, y mucho, la Cristiandad integral, la supremacía católica incontrastable en una sociedad autoritaria y jerárquica, erigida sobre las cenizas –y de ser preciso, sobre los cadáveres– del liberalismo, el socialismo, la ciencia y la filosofía críticas, el ateísmo, el agnosticismo, la masonería, el feminismo, el movimiento LGBT, el arte «obsceno», la teología de la liberación, las «religiones falsas» (todas menos la católica apostólica romana) y un largo etcétera.

Como es de público conocimiento, la DGE –a instancias de la Bicameral de Educación– organizó el viernes pasado, en todos los colegios públicos y privados de Mendoza, una jornada institucional para que docentes y no docentes debatieran el proyecto de la nueva ley provincial de educación. Aprovechando la ocasión, la Mesa de Encuentro por la Educación de Mendoza (en adelante, MEPEM), una suerte de multisectorial del fundamentalismo católico integrada por diversas cámaras empresariales, organizaciones no gubernamentales y un conjunto de académicos cuyos nombres no aparecen consignados, elaboró un documento, intitulado Aportes al Proyecto de Ley Provincial de Educación, donde hace la advertencia de que “no apoyará una iniciativa legislativa de esta envergadura” a menos que, en la redacción del art. 7, donde se enumeran los atributos generales que debe tener la escolaridad estatal, “se elimine la palabra ‘laica’” y se autorice en los colegios públicos “la enseñanza de religión si la comunidad educativa estuviera de acuerdo”. Según las informaciones periodísticas, el documento fue trabajado en varios colegios privados católicos de Mendoza (www.mdzol.com/nota/568898).

Los argumentos que se esgrimen en estos Aportes, con un tono admonitorio rayano en lo conminatorio, son todos ejemplos paradigmáticos de ese tipo peculiar de sofística que tanto disgustaba a Sarmiento, y que él, más de una vez, llamó despectivamente –pero sin abusar del idioma– jesuitismo. Examinémoslos con detenimiento.

Ante todo, lo jurídico. Si el proyecto de la nueva ley educativa de Mendoza contempla la laicidad de la educación estatal –al igual que lo hace la ley actualmente vigente–, es porque la constitución provincial también la contempla en su art. 212, un «pequeñísimo detalle» que MEPEM omite en su documento. Por lo tanto, eliminar la palabra «laica» en la nueva legislación sería, lisa y llanamente, atentar contra la letra y el espíritu de nuestra carta magna.

Habría que acotar, por otro lado, que el principio de laicidad escolar no representa ninguna novedad en nuestra historia constitucional y legal. Ya tiene más de un siglo de antigüedad. La primera ley de educación sancionada en Mendoza, la civitista ley 37 del año 1897, ya consagraba dicho principio, implementado en la práctica desde 1895, cuando se reemplazó la asignatura de religión por la de agricultura. La primera constitución provincial que garantizó la laicidad escolar fue la de 1900. La carta magna de 1910 la ratificó, e incluso la reforzó al suprimir –por influjo notable de Civit y otros liberales– el anacrónico artículo del sostenimiento al culto católico. Y la constitución de 1916, que –más allá de algunos traspiés autoritarios a lo largo del siglo XX– rige todavía hoy, también la ha revalidado. En suma, si Mendoza tendrá una nueva ley educativa que continuará garantizando la laicidad de la enseñanza pública, es porque el Estado provincial es laico o aconfesional, vale decir, neutral en materia religiosa (para mayores precisiones, véase www.mdzol.com/opinion/536650).

Es cierto que la Constitución Nacional tiene jerarquía superior a la Constitución de Mendoza. Nadie podría negarlo. Pero de ningún modo la ley fundamental de Argentina es católica, ya que su art. 2 no tiene el sentido y alcance que el integrismo católico dice que tiene, tesis que defendí algunas semanas atrás (www.mdzol.com/opinion/563326). La Constitución Nacional no compromete en lo más mínimo la laicidad de nuestra constitución provincial. Al contrario, ésta se ha inspirado en aquélla.

Se debe respetar –alega MEPEM– “el derecho de los padres a decidir qué tipo de educación” prefieren o “anhelan para sus hijos”. Por lo tanto –concluye–, no se debe “establecer como principio la laicidad de la educación pública, pues de ese modo su derecho se encuentra limitado”.

Este argumento ignora o tergiversa groseramente el significado auténtico de dicho principio. Laicidad no es ateísmo, ni agnosticismo, ni deísmo volteriano, ni anticlericalismo, ni teofobia, ni descristianización, ni ninguna otra forma de irreligiosidad. Laicidad es, simplemente, y tal como lo expliqué en otro artículo (www.edicionuncuyo.com/estado-laico-y-civilidad-democratica), un principio ético, jurídico y político de convivencia civil en el cual el Estado, en tributo al pluralismo democrático, y en aras de garantizar la más plena libertad de conciencia e igualdad de trato a sus ciudadanos y ciudadanas, no impone ni privilegia ningún credo religioso, sea éste mayoritario o minoritario. Y laicidad educativa, no es más que la proyección o extensión de aquel principio al ámbito específico de la educación estatal (la educación privada, claro está, es harina de otro costal, y nada tiene que ver con toda esta discusión).

¿Las familias no tienen derecho a decidir la educación de sus integrantes menores de edad? Por supuesto que sí. ¿Sólo las familias católicas tienen ese derecho? Claro que no. ¿Qué se debe hacer entonces en una escolaridad pública mendocina donde aproximadamente dos de cada diez estudiantes no profesan la religión católica, y otros siete u ocho la profesan de modo más nominal que real? ¿Imponerles por la fuerza su enseñanza como en la España de Torquemada? ¿O tolerarles que –como en tiempos del primer peronismo, o en la Salta actual de Urtubey– se autosegreguen como parias u ovejitas negras del rebaño, quedándose en el patio o en alguna sala vacía de la escuela sin hacer nada, o asistiendo a la clase de «formación moral» (católica) para su humillación y escarmiento, mientras el resto del curso es catequizado como Dios –católico apostólico romano– manda? Ninguna de ambas opciones es aceptable en una sociedad democrática y pluralista, basada en la civilidad de los derechos humanos y el respeto sincero de las minorías en un clima fraterno de interculturalidad.

Sarmiento lo explicó muy bien hace más de un siglo, en sus artículos polémicos de septiembre de 1882, donde –valiéndose del lenguaje metafórico– condenó tanto la alternativa de las dragonadas (la imposición unanimista o supremacista de la religión mayoritaria) como la alternativa de la aparta de ovejas (la segregación estigmatizante o discriminatoria de las minorías no católicas). La imposición unanimista o supremacista de la religión mayoritaria es incompatible con la libertad de conciencia, y la segregación estigmatizante o discriminatoria de las minorías es incompatible con la igualdad de trato. Y ambas por igual son incompatibles con el derecho a la dignidad personal y comunitaria. Las personas de fe judía, islámica, bautista, luterana, metodista, cristiano-ortodoxa, adventista, anglicana, budista, etc., o que no profesan ninguna religión, son parte de la ciudadanía mendocina, con iguales derechos y obligaciones, y merecen respeto. No deben ser, para el Estado provincial, «herejes» o «apóstatas» a catolizar o recatolizar, ni «manzanas podridas» que es preciso separar en otro cajón, sino seres humanos con derechos humanos. He abordado con mayor profundidad esta cuestión en otra columna (www.mdzol.com/opinion/547463), por lo que aquí nada más acotaré al respecto.

¿Y entonces? ¿Cuál sería la solución? La respuesta es muy sencilla y obvia: que haya por un lado escuelas públicas laicas, neutrales en materia religiosa, y por otro lado, escuelas privadas confesionales, basadas en los dogmas y las tradiciones que cada sector religioso considere verdaderos o mejores. Con la existencia de escuelas públicas laicas se garantiza a todas las familias una educación científica, técnica, humanística, artística, física y ciudadana sobre la base de una constelación de valores éticos de aceptación general (dentro del consenso mínimo que la democracia pluralista y los derechos humanos suponen) como la solidaridad, el respeto, la paz, el amor, la honestidad, el cuidado de la naturaleza, etc. Y con la existencia de escuelas privadas confesionales, se garantiza a las familias creyentes una educación con dichos componentes, más el plus de un adoctrinamiento religioso especial.

Este adoctrinamiento religioso adicional y especial –como bien lo explicó Eduardo Wilde en el debate de la ley 1420– no corresponde que un Estado republicano lo imparta. ¿Por qué no? Por tres importantes razones que paso a exponer.

No corresponde, en primer lugar, porque siendo el adoctrinamiento religioso de índole netamente sectorial, y teniendo el Estado republicano como finalidad el bien público o bienestar general, si lo hiciera se desvirtuaría por completo, se traicionaría a sí mismo. Hay saberes de índole universal, cuyo aprendizaje beneficia a todos y no hiere la fe ni las convicciones de nadie: las operaciones aritméticas, el trazado de la bisectriz de un ángulo, la conjugación de los verbos regulares e irregulares, los clásicos del género gauchesco, la buena alimentación, los valores fundantes de una convivencia justa y fraternal, el sistema respiratorio, la ley de gravedad, las capitales de las provincias argentinas, el proceso de fotosíntesis, la historia del Cruce de los Andes, las etapas del circuito productivo del vino, la pintura en acuarela, los tratados internacionales de derechos humanos, la prevención antisísmica, los primeros auxilios, las reglas y tácticas del ajedrez, etc. Estos saberes son de una especie muy diferente al de las doctrinas religiosas. Salta a la vista que no es lo mismo enseñar el teorema de Pitágoras o la importancia de respetar al prójimo, que inculcar el dogma de la Santísima Trinidad o de la infalibilidad papal. La escuela pública puede y debe enseñar lo primero, pero no puede inculcar lo segundo (a una familia evangélica no le molestaría que sus hijos aprendan cuáles son los oasis de Mendoza o cuán importante es la paz mundial, pero sí le molestaría que se les inculcara el dogma de la Inmaculada Concepción o el hábito de rezar avemarías). También puede y debe brindar una historia general de las distintas religiones, siempre y cuando esa historia sea científica y no fideísta, es decir, sin tomar partido por ninguna de ellas, ni asumir acríticamente (dogmáticamente) sus valores o creencias como verdades reveladas y absolutas.

No corresponde, en segundo lugar, un adoctrinamiento religioso especial y adicional dentro de la escolaridad estatal porque, si así fuese, se tendría que satisfacer a todos los sectores para no conspirar contra el principio de igualdad inherente a toda república bien entendida. Pero como las cosmovisiones religiosas y seculares son tantas, y tan diversas entre sí, ello sería completamente imposible. La educación pública no puede ser una babel de mil y un credos que satisfaga al 100% las expectativas de todas y cada una de las familias que integran la comunidad (familias católicas, judías, musulmanas, bautistas, mormonas, metodistas, luteranas, budistas, agnósticas, ateas, etc.).

Y no corresponde, en tercer lugar, porque muy pocas cosas ocupan un lugar tan sagrado –literalmente o figuradamente– en el fuero íntimo de la conciencia de las personas, como las creencias religiosas y las convicciones filosóficas; y dado que estas creencias y convicciones controvierten entre sí –y muchísimo– en cuestiones tan capitales como –por ej.– el sentido de la vida, la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, el pecado, los bienes de salvación, la mesianidad de Jesús, la virginidad de María, el culto a las imágenes y el libre albedrío, si las escuelas públicas inculcaran la religión socialmente mayoritaria se volverían espacios de opresión e iniquidad, ya sea porque se conculcaría la libertad de conciencia, o porque se vulneraría la igualdad de trato. Y donde reinan la opresión y la iniquidad, sólo cabe esperar enemistad y discordia, tensiones y enfrentamientos –precisamente los males que desvelan a MEPEM–. La destrucción de la laicidad escolar, uno de los principales pilares de la democracia y los derechos humanos, no parece ser un modo razonable de promover “la convivencia pacífica en una sociedad pluralista como la nuestra”. A no ser, claro, que estemos en el Reino del Revés y “pacífica” signifique “conflictiva”; y “pluralista”, “unanimista”.

Por lo tanto, afirmar que la laicidad de la educación pública limita el derecho de las familias a elegir qué enseñanza prefieren para sus integrantes menores, es un modo sumamente capcioso de plantear la cuestión. El laicismo escolar –es decir, la defensa y promoción del principio de neutralidad religiosa en el ámbito de la educación estatal– no busca antagonizar con las creencias o convicciones personales de quienes integran la comunidad escolar –aunque por fanatismo o sectarismo algunos insistan en querer verlo de ese modo–. Lo que busca, muy por el contrario, es establecer un modus vivendi lo más salomónico posible donde nadie (ni católicos, ni evangélicos, ni judíos, ni musulmanes, ni budistas, ni agnósticos, ni ateos) imponga o privilegie su cosmovisión valiéndose del poder o los recursos del Estado; un Estado que, en teoría, debería representar a todos por igual, y que todos contribuimos a financiar con el pago de los impuestos. La laicidad escolar no es, pues, un extremismo. Es, a la inversa, un término medio, un equilibrio razonable que garantiza una base mínima de educación general –científica, técnica, humanística, artística, física, ética y ciudadana– más o menos aceptable para todos los sectores que respetan la democracia pluralista y la civilidad de los derechos humanos. Si la laicidad escolar no es aceptable para la derecha católica, es porque, sencillamente, dicho sector tampoco acepta la democracia pluralista y la civilidad de los derechos humanos.

Hay otra razón más por la cual resulta capcioso aseverar que la neutralidad religiosa cercena el derecho de las familias a elegir qué educación prefieren para sus hijos e hijas. Ningún derecho –salvo obviamente la libertad de conciencia– es absoluto. Como reza la máxima, la libertad de uno termina donde empieza la libertad del otro. El derecho de los automovilistas a circular por la vía pública, se halla limitado por las normas de tránsito que protegen la vida de los peatones. La libertad de prensa no puede ser utilizada para violar el derecho a la intimidad de las personas. La tenencia de mascotas se encuentra regulada por la ley nacional 14.346 de protección animal. Y así, muchos otros ejemplos. Lo mismo cabe para la libertad religiosa y la patria potestad. Ninguno de ambos derechos es absoluto. La libertad religiosa de la mayoría católica termina donde empieza la libertad religiosa –y de conciencia– de las minorías no católicas, y el principio de igualdad ante la ley. Análogamente, la patria potestad termina donde empiezan los derechos infantiles y el bien público que el Estado tiene el deber de tutelar.

En nombre de la libertad religiosa y la patria potestad, las familias no pueden exigirle a la escuela pública que enseñe cualquier cosa. Un padre o una madre tienen derecho a creer –por ej.– que las personas que no comulgan con su fe viven en grave pecado y acabarán en el infierno, y tienen derecho también a enseñar esa creencia metafísica a sus hijos, o a enviarlos a un colegio privado confesional donde se les imparta esa enseñanza, y otras de un tenor similar. Pero no pueden exigirle al Estado que lo haga, no al menos en una república auténtica, puesto que la ciudadanía no es monopolio de ninguna religión, por muy mayoritaria que ella sea.

La democracia es algo bastante más complejo que el mero predominio cuantitativo de un sector sobre los otros. Ella supone también el respeto de los derechos humanos, tanto de la mayoría como de las minorías. Que la población mendocina sea o se declare mayoritariamente católica, no es un motivo valedero para reclamar que la educación pública también lo sea. Con ese mismo criterio, se podría justificar cualquier capricho de la mayoría, como colocar en las aulas un retrato de Néstor Kirchner o Raúl Alfonsín, o bien, un póster con los jugadores de Boca o River. La superioridad numérica no es un cheque en blanco. El principio de soberanía popular es, ciertamente, una condición necesaria de la república, pero no su condición suficiente. Tan importante como ese principio es la plena vigencia de los derechos humanos, aunque algunos estén empeñados en olvidarlo.

Pasemos a otro argumento: “ya que de otra forma, los padres que no pueden pagar una educación privada que es la que mayoritariamente ofrece educación religiosa, no podrían gozar del derecho a educar según sus convicciones”. Otro sofisma. Como ya se ha explicado, no corresponde que en un sistema cabalmente republicano el Estado imparta enseñanza confesional, porque siendo ésta netamente sectorial, excede el consenso mínimo de la res publica; y si se lo excede en beneficio de un sector, se lo debería exceder en beneficio de todos los sectores, lo cual es imposible porque son demasiados.

Por otro lado, cabe hacerse esta pregunta: ¿qué hay de los cursos de catequesis que ofrecen las parroquias? Mendoza cuenta con una generosa oferta de tales cursos en todos sus departamentos. Además, se trata de instancias gratuitas. Si a MEPEM le parece que los cursos parroquiales de catequesis son insuficientes, porque deberían ser más, tener una mayor carga horaria semanal o durar más años, ¿por qué razón la solución tendría que ser que el Estado provincial y las minorías no católicas tengan que sacrificar la laicidad en las escuelas públicas? No sería razonable ni justo.

Considerando que MEPEM está integrada por numerosas empresas privadas de gran poderío económico, parece mucho más razonable y justo que tales empresas aporten el dinero que la Iglesia católica mendocina necesitaría para ampliar y reforzar su oferta de catequesis, o bien, que entreguen becas a todos los niños y adolescentes católicos cuyas familias no puedan afrontar el pago de la matrícula y la cuota en los colegios privados católicos. O también –¿por qué no?– que financien la creación de escuelas privadas gratuitas con formación religiosa católica. Si la caridad cristiana es realmente su norte, ninguna de estas alternativas sería quimérica.

Otro argumento que plantea MEPEM: “En una sociedad que padece una gran carencia de valores”, la introducción de la enseñanza religiosa en la escolaridad pública podría aportar “a la formación de los ciudadanos en valores de cohesión, solidaridad, paz, tan necesarios en nuestro medio actual”. Este sofisma se basa en dos peticiones de principio erradas: 1) que sólo la moral religiosa puede proveer los valores necesarios para una buena convivencia, y 2) que la moral religiosa garantiza la buena convivencia. A estas dos peticiones de principio, se podría agregar –quizás– una tercera: 3) la buena convivencia depende esencialmente de la formación moral (digo «quizás» porque no está claro que sea así, pero el documento pareciera sugerir con su énfasis esa idea; idea que, por lo demás, es la que predomina en el campo ideológico del catolicismo conservador).

El primer presupuesto es ostensiblemente falso. La ética humanística secular también puede proveer los valores necesarios para una buena convivencia. No son imprescindiblemente necesarios los dogmas teológicos ni las tradiciones religiosas para que las personas conciban y practiquen los actos del bien. La reflexión filosófica, la crianza familiar, el diálogo constructivo con los demás y con uno mismo, las lecturas y clases de ética, el espejo de los ejemplos cotidianos que mueven a la autosuperación personal, la mayéutica, las experiencias de vida, los acuerdos de convivencia escolar, el espacio curricular de formación ciudadana, las fábulas de Esopo y La Fontaine, etc., pueden perfectamente introducirnos y aquerenciarnos en el campo de los valores éticos seculares: la rectitud, el respeto, la solidaridad, el amor, la amistad, el cuidado de la naturaleza, la paz, etc. Emilio Civit lo sabía muy bien, y por ello, cuando le tocó defender en el Congreso Nacional –allá por 1883– la laicidad de la ley 1420, afirmó, con el tono categórico que brota de la certeza interior, que “en una escuela donde no se enseña religión, se puede enseñar moral”.

El presupuesto 2 también es falso. Si elegimos como criterio, por ej., la tasa de homicidios intencionales al año cada 100 mil habitantes, tomando como fuente el último reporte de la ONUDD (Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito), que data de 2012, fácilmente se comprueba que no existe ninguna correlación significativa entre dicho índice de criminalidad y la variable «moral» escolaridad estatal laica/religiosa. Hay, es cierto, Estados confesionales con una tasa baja y Estados seculares con una tasa alta. Pero también hay Estados confesionales con una tasa alta (entre ellos, no pocos que son católicos) y Estados seculares con una tasa baja (Francia, Canadá, Australia, Noruega y muchos otros). Y ninguna tendencia es discernible. Muchísimo más fructífero resulta, por el contrario, contrastar la tasa de homicidios intencionales con variables económicas y sociales como la pobreza, el desempleo, la exclusión, la desigualdad de clases, la intolerancia religiosa, etc. Pero hay un ejemplo mucho más cercano y contundente: Salta y Neuquén. Salta es la provincia argentina donde más ha retrocedido la laicidad escolar, la única donde se ha conseguido introducir la enseñanza religiosa formal en las escuelas públicas. Y Neuquén es la provincia argentina donde la laicidad tiene mayor vigencia, la única cuyo Estado se declara explícitamente laico. Nadie en su sano juicio puede afirmar que la ultracatólica Salta tiene índices de criminalidad más bajos que la laicista Neuquén.

Y por último, en cuanto al tercer presupuesto, la sociología ha demostrado abundantemente que el problema de la anomia no se soluciona mágicamente con la moralina de los «valores occidentales y cristianos», sino atacando sus causas reales: la miseria, la falta de oportunidades, la marginación social, la distribución inequitativa de la riqueza, etc. Por supuesto que una educación ética es parte de la ecuación del desarrollo humano, parte del círculo virtuoso de un mundo mejor. Pero no se puede hacer de ella una panacea milagrosa. Y si la derecha católica hace de ella una panacea milagrosa, es porque su ideología la aleja de una comprensión real del problema que iría en sentido contrario a sus intereses.

Una última reflexión, y a modo de conclusión. Si hoy, en Mendoza, la laicidad de las escuelas públicas –pese al doble respaldo jurídico de la constitución y la ley de educación provinciales– es avasallada impunemente de muchas maneras diferentes (actos conmemorativos del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen, presencia de crucifijos en las aulas, rezos de acción de gracias con la copa de leche, misas de colación, íconos de la Virgen y de los santos en los patios, visitas proselitistas de curas, boicot a la educación sexual, etc.), ¿qué sucedería en el hipotético caso de que se eliminara en la nueva legislación escolar la palabra «laica», como reclama MEPEM? No es preciso tener demasiada imaginación para darse cuenta de que sería un verdadero vale todo. La escolaridad estatal de Mendoza correría serio peligro de hundirse, tarde o temprano, en la misma tiranía oscurantista que hoy tanto oprime y perturba a la de Salta.

Ojalá nuestros legisladores y legisladoras no cometan el gravísimo error de abrir la funesta caja de Pandora que nos ha traído MEPEM bajo el inocente título de Aportes al proyecto de ley provincial de educación. Porque cada paso atrás que dé el principio de laicidad en la educación pública mendocina por presión del fundamentalismo católico, será también, indefectiblemente, un paso atrás de la convivencia republicana, la democracia pluralista y la civilidad de los derechos humanos.

Fuente: MDZol

La Quinta Pata

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