domingo, 28 de diciembre de 2014

Ernesto Bustelo: Un pionero de la pediatría en Mendoza

Ángel Bustelo
Eduardo Paganini (Baulero)

Don Ángel Bustelo publica su último libro un año antes de partir, dejándonos de esta manera sus apreciaciones sobre un sinfín de temáticas que permiten calibrarlo como hombre, como ciudadano y como escritor. Allí deja el recuerdo para su hermano Ernesto, que había llegado a dirigir la Sociedad Argentina de Pediatría (Filial Mendoza) en el período 1954-1956 y que propagaba las entonces nuevas ideas humanista para con la medicina infantil, cuyo máximo propalador fue el Dr Florencio Escardó, también comprovinciano. No deja de ser un acto de justicia esa mención, habida cuenta de que muy poco ha quedado registrado sobre su tarea sanitaria en la memoria colectiva y muy poco han hecho los funcionarios responsables para alimentar nuestro acervo y destacar valores como la salud, la solidaridad y el conocimiento.

...haber mirado desde uno de tus
patios las antiguas estrellas...

Ernesto Vicente Bustelo
In Memoriam

(Al descubrirse una placa con su
nombre en Guaymallén)

Una mañana de impiadoso invierno lo veremos aparecer, con la mirada caudalosa y pura, con su gabán flotando al aire montañero, dirigiéndose, llegando a esta callejuela, al hospital donde larga fila de madres esperan. Llegará a su sala y empezará su labor que no interrumpieron zondas ni ventiscas, ni arrebatos de vida cuando se toma sombría.

No sé si ese u otro día vimos que se detuvo caminando a Bandera de los Andes. No sale de su asombro. ¿Quién colocó esa placa con nombre que le trae antiguas remembranzas? El montuno airecillo le despeina cabellos cada vez más blancos. ¿Es una equivocación o sueño? ¿Será el nombre de aquel libertador de pueblos que cayó en tierra de coyas cubriéndose de gloria? ¿O aquella pieza del dramaturgo inglés que escribió La importancia de llamarse Ernesto, con ironía y tristeza? ¿Era un sueño, una revelación o un delirio?

Los vecinos se agolpaban y aplaudían. “¡Salvaste a nuestros hijos!”, decían las madres ruborosas llevando sus niños arropado como banderas bajadas de los mástiles.

“¡No fui yo!”, se le oyó decir con voz resuelta. “Ustedes les dieron a los niños el calor y el cariño con que se sanaron. Yo sólo fui un apéndice o una apostilla”.

“¡Eres tú!”, y un grito estremecedor se fue desparramando. “¡Eres tú!, ahí está tu placa. Ella dice que no has muerto. Que los niños te extrañan y te esperan para que sanes sus nanas y les devuelvas la sonrisa”.

“Disculpen —dijo Ernesto Bustelo— no seré yo quien les impida que sigan bromeando y conversando como buenos vecinos. Pero por favor no me detengan, siento llorar un niño que debe estar pugnando entre el ser y el no ser”.

“Dadme paso, yo no soy una placa, soy solamente un médico de niños, me esperan colegas y enfermeras. Veo que ahí va llegando Humberto Notti, pequeño y angustioso, a repartir vida y vistear a la intrusa”
.

Entonces fue que se volvió a mirar la placa y confirmó que era un sueño. El nombre era de un comandante que se cubrió de medallas de tanto matar indios. Un salvador de la patria.

En su Mendoza, señorial y altiva- todavía los médicos de niños no tenían placas recordatorias. Es que ellos no sabían matar, eran generales de la vida y su mejor medalla eran las madres encolumnadas saludando a sus héroes.

La vida de Ernesto Bustelo no tuvo nada de seda ni terciopelo, él la enriqueció con la belleza moral que creó en su entorno, del brazo de Nenecha, su mujer, a quien llamaba “Princesa”, y de sus cuatro hijos a cada cual más bueno.

Fue un hombre probo con todos los riesgos que trae ejercer esa cualidad. Lucía austeridad, sinónimo de nobleza y buena sangre, cultivada en jardines de inocencia. Tenía la sobriedad sin empaque de los antiguos senadores romanos forjados para consulta en tiempos devenidos difíciles. Bondadoso de estilo, se volvía recto tratándose de principios que regulan el andar honesto.

Más de una vez, ante mis defectos y caídas, ganas tuve de gritarle ¡Ernesto, equivocáte un día!

Tenía la serenidad de quien nació para aquietar aguas y detener aquilones. Cuando querían abatirlo impensadas tormentas, él las detenía y desviaba. Las mandaba hacia adentro para que nadie advirtiera la desasosegada pena que lo desgarraba.

Cuando una madre irrumpía en el consultorio llevándole sus tribulaciones, luego de revisar al enfermito, se dirigía, severamente dulce, a la madre, y si era necesario se erguía en el sillón para recomendar una dosis de cariño mayor para el pequeño, como la mejor medicina.

Fue médico dotado de gran dominio de sí mismo, la primera asignatura que debe aprobar quien se dedique a la tarea de salvar preciosos pedazos de futuro.

Tengo en mente una estatua para estos seres que cuidan la salud de los niños mientras pienso en los días de mi infatigable hermano. Es la imagen de un labriego inclinado sobre la sementera eliminando malezas para que la flor no se ahogue, luzca su brillo y dé su esplendor.

Llevo las cicatrices de heridas de alma que Ernesto me curó con su amistad fraterna colmada de tibieza.

Fue mi mejor amigo. Ese consejero único que alza la voz quemante cuando hay que señalar camino o enderezar rumbos.

Cuando me llega la gloria de los días de mi hermano se me acerca un sueño planetario. Me veo recorriendo villorrios de esta Mendoza que nos duele y voy inquiriendo a las madres el nombre del galeno que les sanó a sus hijos. Y, habida la respuesta, me veo corriendo con botas de gigante en busca de la autoridad comunal para aconsejarle que siga el derrotero del Municipio de Guaymallén, de notoria sensibilidad popular, y pongan en calles modestas y sencillas, como fueron ellos, el nombre de esos médicos que registra el cariño de las madres. Seguro de que esos nombres van a tener perennidad, pues nacen de la entraña del pueblo, que busca honrar al olvidado de siempre, el que dejó todo sin pensar en honores, abalorios ni prebendas, el Médico de niños”.

Despidiendo los restos de Emily Zola en la necrópolis de Monmartre, Anatole France puso fin a su emocionante pieza elegíaca con estas palabras: “Emilio Zola fue un momento de la conciencia humana”..

Con parecida pasión yo digo: “Ernesto Bustelo fue un rayo fulgurante iluminando el cielo atribulado del médico de niños”.

Lo recuerdo cuando en los festejos familiares levantaba su roja copa de vino y con sonrisa de buen niño grande transmitía su mensaje de esperanza en el porvenir humano, que es donde nace el niño.

¡Por la vida!

Fuente: Ángel Bustelo, Médico de niños en Penúltima página, Mendoza, 1997, Ediciones del Canto Rodado.

La Quinta Pata

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