Con el público Fogwill, para estas breves elucubraciones, no le haré caso a Jason Bubilay: no he leído todo lo de él ni mucho menos, pero por lo que estoy enterado fue un tipo detestable.
No hacerle caso a Bubilay se combina con otro desajuste, des-aprendido de la conducta del personaje teniente fundamentalista cristiano con toques fascistas, Jonathan Kendrick – Kiefer Sutherland – en la película
(1992). Al preguntarle el fiscal Daniel Kaffee – Tom Cruise – por qué mintió respecto a las cualidades soldadescas de un conscripto asesinado en Guantánamo a manos de sus propios compañeros por “lento” – Kendrick declaró bajo juramento que era un buen soldado – el teniente responde “no es necesario pisotear la tumba de un muerto”. Pues si no pisotear la tumba de Fogwill, le daré una patadita simbólica a la urna que guarda sus cenizas, si es que su hija Vera, u otro no la ha arrojado todavía al sino de los vientos.
de Página 12 del domingo 29 de agosto le dedica al escritor fenecido buena parte de su contenido. Saludan, ¿festejan? al transgresor por antonomasia de las letras argentinas de la última mitad del siglo XX hasta su deceso, Horacio González, Juan Ignacio Boido, Luis Chitarroni, Carlos Gamerro, Eduardo Grüner, María Moreno, Alan Pauls y Vera Fogwill. A un par de estos escribas (González, Grüner) los leo en la medida en que ponen a disposición sus producciones; con los otros, me entiendo con menor asiduidad. Es difícil imaginar qué, por ejemplo González y Grüner, tengan en común con Fogwill. Sin embargo lo tienen. Posiblemente porque ellos sí hayan aprendido lo que el teniente Jonathan Kendrick sentenció acerca de los muertos. Claro que con matices. Y está con ellos, por supuesto, el asunto de la amistad.
Sucede que últimamente se celebra en la literatura vernácula la destrucción inmisericorde de los límites. Bueno, siempre se hizo, no solo últimamente. Pero las transgresiones son cada vez más sangrientas. Arguyen los narradores que ya no queda nada por relatar, nada que contar, entonces se narra cómo narrar la peor inmundicia que se les ocurra. Seamos diferentes, ¡viva la diferencia! Despellejemos. Así se ganan atenciones, elogios y premios, y se simula hacer literatura, o concebir pensamientos “serios”.
Cosas buenas del insigne muerto y sus contrapartidas: desenmascarar caretonesNo hay inimputables según Grüner. Contra Ricardo Piglia, Alan Pauls – este le escribió también un emotivo obituario en Radar – Guillermo Saccomanno y contra los “malos poetas”, Armando Tejada Gómez, Joaquín Sabina y Silvio Rodríguez, entre otros. No importa que el mismo Fogwill público fuera un insigne careta. Sus pares le temían. Gamerro lo asegura. No se lo quería cruzar porque el elogio que le llegó de terceros [respecto de su novela
Las islas]
“podía trocarse en sarcasmo o burla en una situación pública”. ¿Quién se bancaría semejantes manchas? Bien: hay inimputables – contrario a lo afirmado por Grüner – y los que no lo son se merecen vilipendios. Es saludable no hacerse más el ancho de lo que se es, o sea, ponerle límites al chamuyo propio. Si no, ahí está(ba) Fogwill.
Contra la academiaGrüner asimismo habla de una pose “de histriónica rabia antiacademizante”, que no tiene mucho de histriónica en declaraciones como esta:
También hay profesores de primer nivel, de todas las especialidades que puedan confluir en la literatura, y escriben como el culo. Pero no es muy frecuente que un buen escritor tenga una buena formación sin deformaciones académicas.
Como acontece con otros escritores – “populistas”, “complacientes” o “serios” – la antiacadémica parrafada anterior pareciera rogar que las academias tengan en cuenta sus textos. Ahora, y solo a la manera del típico Fogwill público, la cita anterior intenta puerilmente golpear sin ton ni son y competir con presuntos sujetos del saber para dirimir quién sabe más. Resulta simpático que se zamarree la arrogancia universitaria, pero ¿desde otra arrogancia aún más empalagosa?
MachimbreEl profesor Bubilay sostiene que por lo general en las ásperas discusiones cotidianas entre dos o más mortales legos sobre cualquier tema, se lo hace posicionados los contendientes encima de una pila casi infinita de tabiques de machimbre. En la medida en que se profundiza la discusión, y ya no se es tan lego, se accede al siguiente tabique y así se puede continuar de manera indefinida, pelando machimbre tras machimbre en busca del saber. Se sospecha que debajo del último se halla el vacío. Más o menos todos sabemos lo mismo, o lo intuimos. Los meros mortales – legos o no – han convenido ir machimbre por machimbre mirando de reojo ese vacío. Es que ahí todo se vuelve imposible. Para evitar tal imposibilidad aparecen reglas sobre machimbre que permiten acuerdos, desacuerdos, paces y guerras. Sí, está bien, reglas funcionales a nuestra esclavitud como seres humanos – volar por el vacío es una cuestión parecida al revoloteo de los murciélagos – pero que, en tanto se pelen los machimbres de a uno, la posibilidad continúa de que esa condición de esclavos se atenúe.
El Fogwill público volaba alegre y despreocupado en el vacío debajo de los tabiques de machimbre y potenciaba por lo menos dos resultados: 1) los que le debían dar bola no le daban por la inutilidad de tirarse a un lugar que asusta y no conduce a nada, y 2) acicateaba el interés por sus creaciones (o en su defecto, alienaba a sus potenciales lectores).
GenerosidadSe comenta que no negaba entrevistas a nadie, por más piojoso que fuera quien las solicitara.
Pauls y Grüner colaboran a suavizar lo corrosivo en Fogwill mentando también esa generosidad del extravagante difunto (publicó a Néstor Perlongher cuando no había editorial interesada en hacerlo, etc.). De piedad habla el primero, aunque se debe tratar de un chiste. Porque aducir piedad en casa del impío y del victimario propio (de Pauls) no puede ser sino una cachada. Algo así como justificar la charlatanería de Ringo Bonavena sobre Goyo Peralta antes de la pelea de septiembre de 1965. El amor que le tenía a su madre por los tallarines que le preparaba los domingos y la derrota (1970) frente a ese otro gran charlatán con algo de conciencia – Muhammad Ali – lo habrán resarcido un poco, pero la imagen de Bonavena como matón irredimible lo acompañó hasta su asesinato en 1976. Presumo que la imagen logorreica del intimidador Fogwill tampoco se borrará fácil.
TribusA veces lo peor que legan algunos escritores son sus
fans. Toman de modo literal cualquier cosa con la que el contradictorio jefe se largue, diga, sugiera o gesticule. Ocurre en todos los campos, no solo en el de la literatura y sus parientes. La tribu pregunta divertida, “¿qué es la literatura que se produce entre Tierra del Fuego y La Quiaca?”. O, ¿por qué la tiene que contar historias?”. O la brutalmente cerebral, ¿qué hay más allá del lenguaje?, parafraseando al gurú. No se necesita pedalear duro para concluir que las dos primeras se refieren a la universalidad y a aquello tan galo siglo XX y XXI de que la literatura tiene que contar cómo contar en lugar de contar. Quienes cuentan son unos boludos.
En cuanto a los sitios, la tribu desterritorializada mira a Europa con entrañable cariño y a la nación francesa con amor desbocado – ocasionalmente despechado – lo que no tiene nada de malo: cada uno ama los lugares (sitios, naciones, continentes) que se le da la gana. Qué se le va a hacer, diría el comprensivo Bubilay, quizá el mundo, por no decir la literatura, haya sido un invento francés.
Don novelas, las entrevistas, los cuentos y finalLa obra más conocida de Fogwill,
Los pichiciegos, es una flor de novela – que cuenta una historia. Ese librito no necesita de las excentricidades del autor para mantener vigencia. Que Fogwill descanse tranquilo porque en el futuro
Pichis medirá bien comparado con lo más picante de la literatura argentina producida en la última parte del siglo pasado. Del resto no puedo decir porque solo leí
En otro orden de cosas, una novela que cuenta mucha nada, pero cuenta y no deja de hacer gracia. Claro, más parecida a la personalidad pública del autor – sí, leí varias de las entrevistas que dio en su vida – que su novela bandera. Certifican quienes conocen que sus cuentos son excepcionales. A su poesía – que él adoraba – no la leeré nunca, aunque pacifica que en esta viña Juan Gelman le agradara.
Jason Bubilay me critica, una vez más, que como profe de literatura debería abarcar más. Pero observo las fotos de Fogwill tan iguales a las de Salvador Dalí y me agarra la rebeldía. La pose de maldito, más vieja que la ruda, ni siquiera es de segunda mano, media botella de vino guardada una semana en la alacena, gusto agrio. Un poco, muy poco de lástima. Rabia a su solipsismo, a sus marfileñas omisiones, a las reverendas irresponsabilidades con su alrededor, a su incontinencia verbal, aún cuando lo hacía
pour la galerie. Para que giles como yo, gracias a la imagen que se inventó, se sigan ocupando de él.
La Quinta Pata, 05 – 09 – 10
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