Andrzej Stasiuk
* (Traducción: Mariana Saúl)
Un escritor, un país
Se la ve de lejos. Se erige en medio de los campos, grandiosa, resplandeciente. Podría ser un espejismo. Un cura de pueblo la soñó hace quince años y la gente lo ayudó a hacer su sueño realidad.
El edificio religioso más grande de Polonia, el octavo de Europa, el decimosegundo del mundo. Cada vez que estoy cerca, no puedo evitar dar una vuelta por ahí. Es verdaderamente bello, en su estilo salvaje. La fachada tiene 160 metros de ancho. La gigantesca cúpula dorada se eleva a 70 metros de altura. Es nuestro Taj Mahal eslavo. Una iglesia soñada que brilla. Y que se burla de la arquitectura moderna. Pilares, pilastras, cornisas, columnatas, estatuas, imágenes; barroco babilónico, rococó egipcio. Su interior es tan enorme que allí la multitud se pierde. Y todo está cubierto de dorado. Por supuesto, no es más que aluminio galvanizado. Pero aun así uno nada en el brillo, en el resplandor; se sumerge y se enreda en él. Ángeles, águilas y alegorías. Candelabros, artesonados y vitrales. La austeridad del modernismo y las convenciones del posmodernismo han desaparecido. Es rico, solemne y grave. Una Sagrada Familia del Este soñada por un cura de pueblo y materializada gracias a las donaciones de los fieles. En general se trata de gente común. Vienen por algunas horas o a pasar la noche. Contemplan su obra. Sacan fotos.
Se tiran en el pasto del parque. Comen algo, sacan un cigarrillo. Viven, durante un momento, a la sombra de su obra. Se pasean por el laberinto de los pasillos sembrados de esculturas consagradas a la historia nacional, a la martirología nacional. Abundan monumentos de piedra en homenaje a las víctimas de los rusos y los alemanes. Las deportaciones a Siberia, el Levantamiento de Varsovia, los campos de concentración. Hay estatuas de polacos meritorios. Sobre todo curas, obispos y Juan Pablo II, por supuesto.
Porque Lichen, el mayor emprendimiento religioso de Polonia desde la independencia, es de hecho el templo de la nación. Y, si Dios se interesa por nuestra historia, entonces la presencia divina tiene importancia para nosotros. Aquí, Dios es polaco.
Leer todo el artículoMe gusta venir a Lichen porque tengo la impresión de retrotraerme a tiempos muy remotos. Lichen narra la historia de nuestro tribalismo. Recuerda nuestra historia precristiana. Allí celebramos el culto a los ancestros bajo la forma del culto a nuestra propia historia. Recientemente vi allí una especie de exposición de pintura en el inmenso espacio de la planta baja. Grandes telas que, con un estilo monumental y naíf, representaban la historia de Polonia desde sus orígenes hasta nuestros días. Figuras de santos que, solo nosotros conocemos, convivían con las alegorías de logros industriales, representaciones de los sufrimientos de la nación y grandes batallas, en particular la victoria de Grunwald sobre los teutónicos. Como era domingo, la galería estaba llena de visitantes. La mayoría de ellos estaba viendo una exposición por primera y última vez en su vida. La iglesia propiamente dicha se halla en una planta superior. Es todo un símbolo: la historia de la nación sirve de fundamento para la mayor obra religiosa de los últimos años. En los cuadros nada indicaba que el cristianismo fuera una propuesta universal. No había ni rastros de la Buena Nueva.
Elección meramente política
Hace algunos años, Maria Janion, una de nuestras ensayistas más eminentes, postuló en un libro llamado Insólitos eslavos (1) que los polacos fueron “mal bautizados”. La idea es interesante, pero sobre todo fueron bautizados a la fuerza. La cultura pagana fue aniquilada. Los misioneros y los curas se encargaron de que no quedaran ni huellas de ella. Ya en aquella época se conocía el principio fundamental del poder: quien controla el pasado también controla el presente y el futuro. La religión eslava se reduce a algunas hipótesis fundadas en fragmentos de segunda o tercera mano, o en los relatos de aquellos que la erradicaron a fuerza de hierro y fuego. Nuestro cristianismo fue establecido sobre la violencia y la destrucción del mundo antiguo. En el origen, tuvimos que asistir a la vergüenza y la muerte de nuestros viejos dioses.
La elección del cristianismo fue puramente política. Teníamos que adoptarlo si queríamos entrar en la órbita de la civilización occidental. Hoy esto parece evidente. Incluso se dice que de no ser así habríamos corrido el riesgo de ser aniquilados como los prusianos, antiguos habitantes de Prusia de quienes lo único que queda es el nombre. Si no hubiéramos recibido el bautismo, habríamos sido masacrados por los representantes del cristianismo romano, misioneros, colonizadores y conquistadores germánicos. Obligados a elegir la latinidad de Occidente, nos alejamos de Oriente, uno de los elementos más importantes de nuestra identidad. Entre Roma y Bizancio, tomamos una decisión. En el plano material, esa elección era sin duda más ventajosa. Pero eso no quita que vayamos a pagarlo con una crisis de identidad permanente. No por nada los rusos nos califican de “traidores a los eslavos”, aun cuando no estén pensando en los “eslavos” cuando lo dicen, sino en ellos mismos como únicos representantes legítimos de ese grupo. No se equivocan del todo: nosotros padecemos un desdoblamiento específico de la personalidad. En la Europa contemporánea laica se nos considera una nación muy religiosa, incluso ultracatólica. Sin embargo, nunca fuimos la fuente de un fermento religioso particular. Nuestros santos siempre fueron locales y nunca tuvimos herejes ni heresiarcas dignos de ese nombre. Es cierto que tuvimos un Papa que se convirtió en uno de nuestros tótems nacionales; estamos orgullosos de él… pero no aportó prácticamente nada a nuestro pensamiento religioso. En lugar de incitarnos a profundizar nuestra reflexión sobre el mundo y sobre nosotros mismos, afirmó nuestra convicción de que éramos excepcionales. Su figura enseguida aglutinó a los héroes tribales cuyo único fin era hacernos sentir bien con nuestra identidad de polacos. Cuanto más superficial era nuestro catolicismo, más alto y fuerte lo proclamábamos. La pérdida de nuestra identidad nos hizo abrazar con fervor la que se nos imponía, para apaciguar nuestro desgarro interior.
Entre la intrusión y la traición
Nos arrancaron nuestra herencia precristiana. Nos desviamos de Bizancio, tanto por voluntad propia como por necesidad histórica. En algún sentido, traicionamos a Oriente. Es raro, sobre todo si pensamos que en otra época limitábamos con Turquía y el kanato de Crimea. Al elegir a Occidente, nos convertimos en sus más fervientes adeptos, mientras este apenas advertía nuestra existencia. Hoy, cuando Occidente nos favorece con integrarnos, nosotros rechazamos con tanto más vigor nuestra “orientalidad”, la “barbarie”, el “Asia”. Pero cuando llega la noche y nos emborrachamos alrededor del fuego, vaya uno a saber por qué, nos ponemos a cantar en ruso o en ucraniano. En todo caso, eso es lo que pensamos que hacemos. No cantamos en alemán. Ni en francés. En inglés… a veces, pero sin una pizca de sentimiento.
Porque el alma polaca no tiene paz. Yerra entre el Este y el Oeste. Entre la intrusión y la traición. Sabe que fue bautizada, pero nunca creyó realmente en su inmortalidad. Quizá por eso el pasado nos preocupa tanto y solo pensamos en el futuro a regañadientes o con miedo. O no pensamos en absoluto. En Pascuas vamos masivamente a misa, pero nuestra verdadera fiesta es el 2 de noviembre, el Día de los Muertos. La Iglesia Católica lo instauró en lugar de nuestro antiguo culto a los ancestros. Solíamos juntarnos lejos de nuestras viviendas, en la oscuridad, a medianoche, para invocar a los fantasmas de los antepasados; como sacrificio les dábamos de beber y de comer. El culto era tan fuerte que en lugar de intentar suprimirlo, la Iglesia decidió incorporarlo. No creíamos en la resurrección; creíamos que nuestro pasado no había muerto del todo y que reaparecería una vez por año, una noche de noviembre, en forma de espíritus y espectros. Ahora vamos a recogernos a las tumbas de nuestros seres queridos. Hay algo arcaico y fascinante en ese peregrinaje. Es una fiesta que no implica alegría ni promesas. Ha escapado a la comercialización. Y sin embargo, la gente sale de a miles a la ruta para encender una vela sobre una tumba. En las ciudades se ponen a disposición autobuses especiales para ir a los cementerios. El país entero huele a cera y crisantemos. A la noche, los cementerios iluminados ofrecen un espectáculo arcaico y fascinante. Millones de luces brillan en las tinieblas, en las colinas de los suburbios. Un humo negro sube al cielo nocturno. Las lápidas de piedra se limpian, se lavan y se llenan de flores. Todos se deslizan suavemente en silencio entre las tumbas. En la noche que cae, parecen sombras. Caminan sobre los huesos de sus seres cercanos. Sienten su presencia. Durante un breve instante, sacan a los esqueletos de su soledad. Los tocan con el pensamiento y la oración. Es la religión más antigua.
Una excepción en Europa
Ocurre que esta ceremonia personal y discreta accede al estatus de religión de Estado. Ese fue el caso en abril, tras la catástrofe de Smolensk en la que el presidente, unas decenas de políticos, ministros, generales y obispos perecieron en el avión presidencial. La tragedia aérea enseguida fue interpretada como una señal del destino, una prueba mística que la nación entera tenía que atravesar. Duelo oficial, duelo total. Probablemente el mayor, el más intenso, el más mediatizado de la historia de Europa. De golpe, esas personas que en el fondo nos resultaban ajenas, esos funcionarios intercambiables, esos políticos sin popularidad, esos nombres que apenas conocíamos por la televisión, pasaron al rango de héroes míticos, dioses del panteón nacional. Macizas hordas de ciudadanos se juntaron en lugares simbólicos como el palacio presidencial. Se encendían velas, se dejaban ramos de flores. Los sollozos ensordecían y enmudecían a los medios. El mundo podría haber explotado, China podría haberle declarado la guerra a Estados Unidos o al revés, que la radio y la televisión polacas no habrían dicho una palabra. Polonia había descendido a los infiernos para acompañar a sus muertos. Por unos días, el poder de la muerte transformó una sociedad atomizada en una comunidad única, sacudida por el mismo sollozo, agobiada por el mismo dolor. Ya habíamos llegado a un paroxismo con la muerte de Juan Pablo II. Pero no fue tan intenso, porque el Papa se moría de muerte natural y, aunque fuera polaco, también era el sumo sacerdote de la Buena Nueva. Su muerte debía anunciar una esperanza y por eso nuestro duelo no era tan total como hubiéramos querido. En cambio, la catástrofe de Smolensk nos permitió apelar a lo más antiguo que tenemos. Nos vimos víctimas de la fatalidad, como tantas veces a lo largo de nuestro pasado complicado, heroico y martirizado. La muerte se había tragado a los mejores de nosotros. Lo único que podíamos hacer era cerrar filas, afirmar los vínculos y reunirnos en torno a los huesos y las tumbas de nuestros ancestros simbólicos. No tenemos más que nuestro pasado. Es nuestro único bien; por sí solo, constituye nuestra identidad. Para sobrevivir tenemos que volver siempre y encender los fuegos sagrados sobre su tumba…
Para un país europeo moderno, esta es una imagen bastante anacrónica. El cristianismo está en regresión. Y no hemos de admitir que constituye, o ha constituido, un hecho identitario de una importancia tan excepcional. ¿Sobre qué construyen entonces su identidad las naciones modernas o “posmodernas”? ¿El fútbol? No es imposible. A fin de cuentas, los alemanes sólo pueden agitar su bandera todo lo que quieran en el campeonato europeo. ¿La técnica? Sin duda. Nokia es cada vez más sinónimo de Finlandia. ¿Pedazos de una historia o su leyenda, cuidadosamente seleccionados y acondicionados? Seguramente. Para mucha gente, Francia es ante todo la patria de Astérix.
¿Quiénes son, entonces, los polacos, con su fútbol calamitoso, su tecnología poco avanzada y una historia que sólo ellos conocen? Pienso que son una excepción en Europa. No abrazaron del todo el cristianismo, no renunciaron al culto de los ancestros y, sin embargo, sobrevivieron. En cuanto a mí, estoy seguro de que no sobreviviría si fuera miembro de cualquier otra nación.
1 Niesamowita Słowiańszczyzna, Wydawnictwo Literackie, Cracovia, 2006. Inédito en español.
*Autor de Mon Allemagne, traducción al francés de Charles Zaremba, ediciones Christian Bourgois, París, 2010.
Le Monde Diplomatique, 26 – 11 – 10
La Quinta Pata
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