domingo, 27 de febrero de 2011

Ciego

Ángel Bustelo

Caballero de la triste figura, sin rocinante ni armadura, sin escudo ni lanza en ristre, vagaba por el prado sin verdura, sin dulcinea a quien evocar, aislado y arrinconado por el enemigo, clamando en su intimidad a los cielos y sus dioses, por haber olvidado a su creatura y haberla dejado inerme, entregada a las fauces de dragones inclementes.

No se sentía que sus pasos pisaran los bloques de cemento, ausente ya la tierra de los tiempos felices, aun las aventuras de la niñez impiadosa, o la adolescencia llena de ansiedades, sueños incumplidos, muchachas rozagantes que se reían, se burlaban, se alejaban…

Durante interminables días, quedó negado a la visión. Sus lentes cayeron, en el hércules piafante, cuando estaba rodeado de endriagos, bajo la sigla SPF (Servicio Penitenciario Federal), entregados a golpear cuerpos indefensos, en medio de música olor a infierno de subido tono inglés, que aturdía para no escuchar los gritos del clamor y del espanto.

Fue cuando se le cayeron los lentes de grueso cristal, de acomodado calibre para su miopía, aumentada al ruido de linotipos y prensas, en madrugadas rumorosas, cuando cerraba la edición trabajada y trabajosa.

Fue para escapar al golpe furibundo que le venía encima a mansalva y con alevosía, enviado por un sayón lleno de furia y odio. La armazón vítrea estaba ahí destellando en el suelo, como extrañando los ojos avizores, el sujeto la destrozó en el piso del avión por partir. Bailaba sobre los lentes, en un ritmo obcecado, como de indios pieles rojas, y lanzaba al aire carcajadas frenéticas, ante el espanto del periodista enceguecido. Sobre las doscientas espaldas inclinadas de los presos trasportados, como carne de cañón del enemigo, danzaban los espectros que, pese a ser fantasmas, pesaban harto. Pisaban, pisoteaban los cuerpos, al parecer vencidos, pero no de su coraje civil de investidura.
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Así pasó Suetonio el suplicio, recibiendo chicotazo y cachiporra, que solo si se han recibido se suponen.

Después, por aumentar el escarnio, le exigieron que salivara al preso que tenía enfrente, mientras a este le reclamaban otro tanto. “Los dos son una porquería. ¡Escúpanse!”, chillaban los desaforados con presunción de droga. Fue un invento vano, porque, a cambio del ultraje inadmisible, prefirieron ambos los azotes aumentados sobre dorsos, rostros o mejillas.

Terminado el descalabro, que duró tres horas que parecieron mil, quedaron casi imposibles de retomar la vertical.

Suetonio transpiraba la ropa hecha harapos, maniatado y perdido, el pantalón cayendo sin manos que lo sostuvieran, las figuras a rayas en la visión incompleta, no podía subir a la aleta trasera del furgón, habilitado para llevar el ganado insumiso que desde el cordón andino bajaba a la pradera.

Tres meses de cegazón, encima de los dolores de cuerpo y alma, incurables en el silencio de la celda inhóspita. Primero, diez días de los llamados “de amansamiento”, solo escuchando voces de mando, las gerundiosas de los guardianes de mirar turbio, más que los de sus ojos colmados de turbiedad.

Y esa machucadura, la figura obsesionante de una bestia apocalíptica que hacía trizas el cristal amigo, ese que le abría por las mañanas las puertas entrecerradas.

El silenciero cautivo, 1988, págs. 17- 18

La Quinta Pata

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