Ángel Bustelo
Caballero de la triste figura, sin rocinante ni armadura, sin escudo ni lanza en ristre, vagaba por el prado sin verdura, sin dulcinea a quien evocar, aislado y arrinconado por el enemigo, clamando en su intimidad a los cielos y sus dioses, por haber olvidado a su creatura y haberla dejado inerme, entregada a las fauces de dragones inclementes.
No se sentía que sus pasos pisaran los bloques de cemento, ausente ya la tierra de los tiempos felices, aun las aventuras de la niñez impiadosa, o la adolescencia llena de ansiedades, sueños incumplidos, muchachas rozagantes que se reían, se burlaban, se alejaban…
Durante interminables días, quedó negado a la visión. Sus lentes cayeron, en el hércules piafante, cuando estaba rodeado de endriagos, bajo la sigla SPF (Servicio Penitenciario Federal), entregados a golpear cuerpos indefensos, en medio de música olor a infierno de subido tono inglés, que aturdía para no escuchar los gritos del clamor y del espanto.
Fue cuando se le cayeron los lentes de grueso cristal, de acomodado calibre para su miopía, aumentada al ruido de linotipos y prensas, en madrugadas rumorosas, cuando cerraba la edición trabajada y trabajosa.
Fue para escapar al golpe furibundo que le venía encima a mansalva y con alevosía, enviado por un sayón lleno de furia y odio. La armazón vítrea estaba ahí destellando en el suelo, como extrañando los ojos avizores, el sujeto la destrozó en el piso del avión por partir. Bailaba sobre los lentes, en un ritmo obcecado, como de indios pieles rojas, y lanzaba al aire carcajadas frenéticas, ante el espanto del periodista enceguecido. Sobre las doscientas espaldas inclinadas de los presos trasportados, como carne de cañón del enemigo, danzaban los espectros que, pese a ser fantasmas, pesaban harto. Pisaban, pisoteaban los cuerpos, al parecer vencidos, pero no de su coraje civil de investidura.
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