M. Luz Gómez
Los casos de tortura en la cárcel San Felipe denunciados estos últimos días han puesto en tela de juicio la situación en la que se encuentran las penitenciarías de nuestro país y, especialmente, las de Mendoza, provincia que ha sabido encabezar la lista de las peores y más inhumanas cárceles siendo indiferentes a los distintos llamados de atención que varias organizaciones de derechos humanos le habían realizado. El más importante de ellos fue el que hizo la CIDH en noviembre de 2004: luego de escuchar las denuncias que los distintos organismos de DDHH de Mendoza venían realizando hacía tiempo, consideró como muy grave la realidad de las cárceles de la provincia y ordenó medidas provisionales exigiendo la mejora de las mismas; pero de poco sirvió esto porque, si bien en diciembre de 2010 las medidas fueron levantadas, pareciera ser que la tendencia conservadora que caracteriza a la tierra mendocina puede más y se mantiene no solo las nefastas condiciones de insalubridad, hacinamiento, carencia de recursos para los reclusos sino también de violencia, expresadas en prácticas tan funestas como la tortura.
Y vale considerar que la situación de nuestras cárceles no solo demuestra que la tortura se ha aferrado tanto a nuestras supuestas fuerzas de seguridad al punto de considerarse naturalizada, sino también que existe un discurso social tan violento que la justifica y promueve. Basta con leer algunos de los comentarios de un lector en los diarios que presentaron estas noticias o prestar oído en la calle para darse cuenta que el sistema penitenciario funciona así porque hay una parte de nuestra sociedad que así lo requiere o así le sirve, porque hay un sector de la sociedad que alimenta rencores y miedos contra el sector que habita la pobreza y es justamente aquel que festeja las torturas pensando que ese pibe se lo merece; el que piensa que los derechos humanos son solo de los “buenos”; el que pide a gritos seguridad y levanta paredes porque no soporta ver un pobre o le tiene miedo; el mismo que exige el servicio militar y que vuelvan los milicos.
Seguro no alcanza pero tal vez sirva recordarles a los portadores de este discurso que la función de un sistema penitenciario es la resocialización de los reclusos y que esta solo puede existir si se garantizan las condiciones básicas de bienestar psicofísico, si se brindan programas de educación y se capacita laboralmente a la persona para asegurarle una reinserción social verdadera. Cosa muy distinta a la violencia y denigración de la tradicional cárcel mendocina ¿no?
Río de Palabras, 10 – 02 – 11
No hay comentarios :
Publicar un comentario