domingo, 6 de febrero de 2011

Granaderos

Viviana Demaría y José Figueroa

¿Qué lleva a un niño de once años a desear dejar de lado sus horas de juego para enfriar con agua los cañones de Belgrano en la batalla de Tucumán? ¿Qué lo inspira a esperar su cumpleaños número 15 para unirse al relato épico más trascendental de nuestra historia?

3 de febrero de 1813 – 13 de febrero de 1826
La historia cuenta que hubo una vez un niño de apenas once años que abría los ojos bien grandes cuando miraba pasar al Ejército de la Patria. Su tiempo fue el tiempo de Belgrano y San Martín. De un Éxodo tan devastador como heroico. De un corazón insoportable que latía a diez mil cuando escuchaba las historias de los honorables granaderos. Ellos estaban allí, al alcance de su mano. Solo días lo separaban de esa enorme aventura que luego sería su vida. Debía apresurarse y crecer. Porque la Patria Grande que soñaba el general necesitaba hombres valientes. Su cuerpo aún, era un cuerpo infantil. Y aunque su alma ya era enorme, debía esperar.

Eustaquio Frías esperó. Impacientemente esperó. Mientras tanto aprendió a leer, a escribir, a enfriar los cañones con que Belgrano detenía a los realistas en el Alto Perú. Siguió junto a sus padres el gran éxodo llegando hasta San Juan. En el fondo de su corazón sabía que toda esa geografía que le había inundado la mirada desde siempre, algún día sería una sola patria. Y él sería su hijo.

Cumplir quince años fue el paso anhelado. Significó el permiso definitivo para incorporarse al Regimiento de Granaderos a Caballo y estar así de cerquita de José de San Martín y Lavalle. Hombres grandes, fuertes – atormentados quizás – pero definitivamente enamorados de la idea de libertad. Ciegos de amor, locos, borrachos de sueños independentistas. Y él también se embriagó de aquella revolución.

Los siguió. Ganó su confianza y su amistad. Cabalgó al lado de los grandes. Cruzó los Andes, estuvo en la campaña de Chillán, la campaña del Perú, de La Sierra y de Quito. Combatió en las grandes batallas de Nasca, Pasco, Callao, Riobamba, Ayacucho, Junín y Pichincha. Sus jefes fueron San Martín y Bolívar. Atravesó toda la América grande y sublevada: Chile, Perú, Bolivia y Ecuador.

Tiene apenas quince años cuando parte a esa gran aventura libertadora; cuando regresa, ya ha cumplido veinticinco. Diez años ha combatido en esa guerra continental emancipadora.
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Como portaestandarte, lleva en alto los colores blanquicelestes prohibidos por Rivadavia. Será testigo de una de las más hermosas batallas por la independencia. Esa donde una fuerza multinacional y multiétnica que reunió a guerrilleros de Guayaquil y de Las Sierras, disidentes españoles, de soldados argentinos, colombianos, neogranadinos, venezolanos, peruanos, chilenos, bolivianos, irlandeses, franceses, alemanes e ingleses se baten contra el último gran cuerpo armado de España y lo vencen.

Su amado Regimiento de Granaderos a Caballo, que tan valientemente había batallado en medio continente en la construcción de una Patria Grande, regresó. Cuatro mil setecientos cuarenta y cinco días de lucha; más de diez mil kilómetros recorridos; montañas, mares, llanuras, selvas y desiertos con sus soles, sus fríos, sus lluvias y sus sequías; amigos muertos, enemigos muertos, hombres y mujeres que quedaron en el camino para que al final, en Buenos Aires, Rivadavia tardara no menos de un ratito en hacer el inventario de lo que estos errantes de la historia trajeron consigo.

De un total aproximado de 1.000 hombres - este es el número que se calcula para las filas de los Granaderos a Caballo en toda su historia – solo 78 regresarán, siete de los cuales habían cumplido toda la campaña americana, entregando formalmente lo que la patria les había dado: 86 sables, 55 lanzas, 84 morriones y 102 monturas.

Nadie pesó la gloria, midió el honor, calculó el cansancio, contó las heridas, computó los pesares, tasó las tristezas, verificó los daños, estableció las ausencias, precisó los desamores, determinó el hambre.

Eustaquio y aquellos hombres desfilaron frente a una multitud que los ignoraba y a las cuales había estado destinada la libertad por la que ellos lucharon. ¿Quiénes eran esos andrajosos en Plaza de Mayo? Era un 13 de febrero. Mal día para regresar.

Sus cuerpos estaban heridos, sus manos vacías de caricias. Sus uniformes eran apenas un recuerdo de los días de gloria. Como única condecoración alguna manga llevaba orgullosamente bordada la revelación “Yo fui del Ejército Libertador”.

En esa última caminata, también estaban José Félix Bogado, Paulino Rojas, Francisco Olmos, Segundo Patricio Gómez, Damasio Rosales, Francisco Vargas y Miguel Chepoya. Todos ellos habían acompañado la campaña libertadora desde el combate de San Lorenzo, aquel 3 de Febrero de 1813. Todos ellos habían entregado su infancia y su juventud a la patria.

Apenas tiempo después, el glorioso Regimiento de Granaderos a Caballo era disuelto por la infame pluma de Rivadavia. No quedó ningún recuerdo de sus uniformes.

Contrariamente, en Quito, la Guardia de Honor del Palacio Presidencial adopta el atuendo de los “argentinos”, y también una avenida se llama así.

Esta historia merece ser contada por el valor que guarda en sí misma y también, para que las nuevas generaciones se apropien de ella y sirva de faro y guía en estos tiempos en que más de un insensato ofende a los jóvenes que viven entre nosotros.
Vaya nuestro homenaje a los corazones y las ideas rebosantes de juventud que alimentaron los grandes ideales revolucionarios de nuestra nación.



La Quinta Pata, 06 – 02 – 11

La Quinta Pata

1 comentario :

tarjetas personales dijo...

muy buena historia, de verdad inspiradora.

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