Hugo De Marinis
Esto de aparecer solo para los obituarios se vuelve cansador. Los referentes deberían dar el alivio de dejar de morirse, aunque pensar esto sea una boludez infantil, ya sé, porque morirse es parte de la vida – qué obviedad – y los bronces y los simples mortales que mueren no mueren en verdad porque si no, no necesitarían los saludos eternos de quienes los admiran y por ahora se quedan – otra vez, más que íngrimos y más que solos – del lado de los de acá.
David Viñas, renuente a cualquier homenaje, es de los escritores a quien más de uno de sus alumnos, discípulos, lectores y hasta pares, les gustaría parecerse. A muchos otros, a los que les complace la picota, las costumbres biempensantes, “a los que pagan por hacerse escuchar” según el Payador, difícil que lo aprecien mucho. Pasional el hombre, sus textos gritan que no hablan del hablar mesurado. Se le anima al que pinte con la verba o con lo fuese, desde su sitio patrio – los cafés y las librerías de la calle Corrientes – pasándose la apariencia pública y sus concomitantes beneficios por donde no arrima el sol.
En 1996 encargué a mi compañera que comprara en Buenos Aires los dos tomos de Literatura argentina y política que acababan de salir. Le pedí que revisara la edición porque ya me había clavado adquiriendo nuevos libros de él para después caer en que eran refritos de volúmenes previos con el modesto agregado de un par de artículos de más reciente factura (los dos volúmenes terminaron siendo eso).
Mi compañera preguntó a un empleado de la Librería Hernández si en efecto los que había ubicado entre las novedades eran los últimos ensayos de Viñas. El empleado a su vez inquirió a un hombre mayor, grandote y de canas, que revisaba contrariado otra mesa, “- Che, David ¿estos son tus últimos libros?” Viñas dijo que sí y se acercó con amabilidad, contra toda expectativa, a dedicar su obra. Recomendó serio que no se lo llamara “maestro”, mangó no un pucho sino dos y se quejó de que alguien había publicado un artículo suyo en una edición sin siquiera molestarse en avisarle.
Tuve una triple frustración por varios años: primero, comprobar el refrito; segundo, que haya sido mi compañera y no yo quien se encontró al Viejo, que no era tan viejo en 1996, y para mí un intelectual a quien me hubiese gustado emular y seguir leyendo con el mismo fervor que cuando joven – para esto queda tiempo todavía; y tercero, no poder descifrar hasta hoy todo lo que nos escribió con su endiablada caligrafía. Mi compañera le pidió por compasión que el tomo II me lo dedicara. Reza escueto, creo: “Para Hugo” y una de las tres que siguen: o “candorosamente”, o “cordialmente”, o “calurosamente”. Una buena parte de la dedicatoria a mi compañera es un misterio que tal vez quien vea la reproducción junto a esta nota pueda decodificar.
Consejo a jóvenes: Iniciarse con (o volver sobre) su trabajo – refritos o no, no tiene desperdicio – ademanes, reveses de tramas, una de las más ricas experiencias de la literatura argentina de cualquier tiempo.
La Quinta Pata, 13 – 03 – 11
No hay comentarios :
Publicar un comentario