Matías Perdomo Larrea
Las palabras, tiradas al pasar, sonaban tan frías como ajenas hasta no hace mucho tiempo: “crímenes de lesa humanidad”. Pero su traducción a tortura, violación y muerte en los relatos en primera persona de coterráneos de piel y hueso comenzó a llamar la atención de los mendocinos. Los medios masivos de comunicación, pertenecientes todos a la derecha (salvo los públicos, que no son masivos de audiencia) “cubren” las noticias de los juicios. Los periodistas se encuentran obligados a conocer la verdad, para comprender, y ni la sucursal local de Clarín puede ningunear los hechos.
Dentro del cuerpo social se refrescan más memorias y se instauran mea culpas por doquier. Nos identificamos distinto. Evidenciada la complicidad civil, emergieron los feos recuerdos colectivos. Era ficticio el “no sabíamos nada”, “no vimos nada”. Era miedo. Tan legítimo como indigno. Pero atendible.
El tesón y trabajo de los organismos de derechos humanos, realizando la tarea que le competía al estado, fue incrementando consenso (concepto bastardeado hasta el hartazgo por el último piantavotos del país) en la lucha por la memoria, la verdad y la justicia.
Pero faltaba algo. Un golpe de confianza en sentido amplio. Las necesarias disculpas en representación del estado y el osado gesto del cuadro le valieron al más grande, que ya no está, liderar el camino para que definitivamente gambeteáramos los miedos, convenciendo a víctimas y no tanto de que esta vez algo había cambiado.
La nueva hegemonía se explicita entonces. El delincuente Miret es destituido y probablemente conviva en prisión por el resto de sus días con el canalla Romano.
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