domingo, 3 de abril de 2011

Joyitas vivientes

Alberto Atienza

"El guía existe por la necesidad del guiado. Es su razón de ser.
No es concebible imaginar a uno sin la presencia del otro.
Son parte de una misma expresión de realidad".

Rómulo Pertiaga

El guía avanzaba por una estrecha vereda flanqueada por viñedos cargados de racimos, bajo un bello sol de oro. Le marcaba el sendero a Recuana. Cumplía con su misión, llevarlo hacia un horizonte promisorio. A veces discurseaba. Se inflamaba prometiendo hechos que no se concretaban, que adquirían solo existencia oral, por un instante. Cuando hablaba de él, se presentaba como el artífice de un destino superior. A veces sus dichos se traducían en obras. Y en esos casos se generaba la polémica, por lo incomprensible de algunas resoluciones, lo faraónico de ciertos proyectos y los desmesurados gastos en viajes, cemento, plantines y propaganda. Le extrañó a Recuana, el largo silencio que tiñó buena parte de la marcha. Y el guía habló.

- Yo no sé por qué me pasa esto. Logré lo que me propuse. Una casa grande y hermosa. Vacaciones en la costa argentina o en el Caribe. Una moto muy cara para mí adorado hijo. La tranquilizante cuenta bancaria en el exterior. Hice exitosas inversiones en Chile, en mi propia tierra. Poseo estaciones de servicio, campos. Soy socio del aspirante a prócer, del número uno en las sombras y hasta le tiro algunos billetes en publicidad a su toallero. Tengo una hermosa familia y una amante de treinta años. Ahora, mando. Dispongo. Declaro. Los escribas me rodean, solícitos por el óbolo que mes a mes les deslizo en sus bolsillos. Cuando manejo mi 4x4 me siento pleno. El parque automotor que me rodea en los semáforos, en las avenidas, es obsoleto y execrable. Autos de los 70, de los 80. Y los nuevos, esos diminutos sin cola ni baúl, económicos. No me imagino en el habitáculo de uno de esos cochecitos impulsados por gas natural comprimido. Pequeños y a gas. Es como desplazarse en un encendedor de cigarrillos. Todos los días me siento bien, por haber subido hasta donde estoy. Usé mi inteligencia y si las papas quemaban, metí los codos. Soy rico. Amo y me aman. Mi esposa aguanta a mi novia, nunca me gustó la palabra amante, aunque es bella, deriva de amor. Me banca la veterana porque no le hago faltar nada. Es un convenio tácito. Déjame ser feliz. Anda. Compra lo que quieras, sé feliz.
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Así es la vida que yo diagramé. Y la realizo sin fisuras, sin dudas. Pero, pasan cosas que no me gustan. Controlo a la oposición venal. A la prensa prepaga. A mis hijos con sus vehículos, vicios y matrimonios encadenados. Manejo todo. Soy un conductor. Sin embargo, hay algo intangible que se me escapa. Duermo, luego de beber una botella de Malbec cosecha 1991. Duermo después de estar con ella, yo, con pelo oscuro de verdad, ojos ardientes, músculos y todo lo demás firme. Se duerme el ayer con mi hoy. Como me gustaría tener ahora tener 40 años, con ella, de 30. Cierro los ojos, agotado del despacho. De la familia. De sacrificar asnos que pretenden condenarme al llano. Cansado por tanta lucha. Sin médula. Sin sangre. Por ella. Cierro los ojos. Me hundo en lo blando. En la azul y dulce oscuridad. Y suena algo. Hombres, mujeres y niños. Amas de casa. Señoronas con tapados de chinchilla o visón. Gente como uno. Jubilados de cardigan, sombreros tiroleses, zapatos línea Delgado. Otros con sobretodos Burberrys o Balenciaga. Y al lado, esos de coletas, cubatas de pelo engrasado y brillante por propias secreciones. Seres distantes del agua y jabón, proclives a la cultura del no pago, amamantados por el asistencialismo. Todos hacen ruido a lata. Golpean sartenes. Tarros. Con cucharones. Puños. Palos. Es un ruido innoble de aluminio, de cinc que se deforma. Es un cacerolazo, un escrache, para mí. Lo mismo que me ocurrió cuando salí a pasear en bicicleta. Me escupieron y me tiraban los coches encima. Eso pasó. Fue un incidente. El cerrar los ojos, todas las noches, es peor.

Se quedó en silencio el guía. Avanzaba despacio. Contrito. Recuana estaba desorientado.

- Si quiere, aplaudo, si le parece bien - No sabía qué hacer. Lo dicho por el guía era una confesión. Y no. En su boca, nada más que un recitado, similar al de las antiguas declamadoras de manos anudadas ante el pubis gimiendo: "Y sus piececitos descalzos, joyitas vivientes..."

Recuana advirtió que el guía demoraba en reponerse. Avanzaba lento entre arena y piedras. Puro desierto, por kilómetros y kilómetros.

La Quinta Pata, 03 – 04 – 11

La Quinta Pata

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