domingo, 3 de abril de 2011

Memoria de militancias setentistas

Hugo De Marinis

…es humillante como unos pocos años de mi vida se destacan tan nítidos del resto que me alcanza con decir aquellos años, es triste cómo esos pocos años la siguen definiendo todavía – digo: me pasé aquellos años creyendo cosas que, vistas desde estos, se hacían imposibles de creer.
A quien corresponda – Martín Caparrós

La palabra militancia tiene muchos misterios pero también es drástica. Observada desde una perspectiva crítica actual o pretérita, causa al menos asombro por su extensión e implicancias. En el presente se la mira asimismo con diferentes grados de suspicacias o aprobación sin reservas, según dónde uno haya decidido consistir.

Un militante setentista se comprometía en asuntos graves; tanto que consciente o no de su devenir, le significó, en miles de casos, la cesación de la existencia.

El que se interroga hoy por los rasgos personales de los setentistas sospecha en ellos un error de apreciación del mundo, un extravío de la razón sazonado con delirios obcecados y las típicas estrecheces del dogma. Recuerdo por ejemplo cómo – en conversaciones de café de adherentes de entonces a los distintos frentes de la Tendencia Revolucionaria – pintábamos a los que fatigaban el PC, el PRT, los troskos (el PST) y los chinos (VC, PCR, PCML). Se sostenía que actuaban como monjes: ascetas incapaces de comprender la composición particular y verdadera de nuestro pueblo argentino. ¿Sabrían divertirse? Austeros inapelables, vestidos a lo Testigo de Jehová, con un programa tan poco atractivo como aburrido que nuestro pueblo avispado seguramente rechazaría con una sonrisa piadosa.

Era una visión estereotípica, y como tal, errónea que provenía de una construcción de autodefensa de nuestros prejuicios y de nuestra propia condición de “monjes” militantes de la Tendencia. Los otros debían vernos, en error también, como demasiado “liberales” (no tanto en ideología como en hábitos), seguramente a la derecha de ellos, y quién sabe cuántas cosas más.

Si la palabra militancia está cargada de la valencia de lo drástico, “monje” la supera en negatividad: es también drástica pero además peyorativa. Por eso es que produce – cuando menos – asombro que la flor y nata de una generación se haya volcado en números y calidades impresionantes a una tarea tan propia de santos y héroes en una época en que precisamente las representaciones culturales más dignas de ese nombre glorificaban – literatura y cine entre ellas – al “rana”, al pícaro, al antihéroe.

Amigos, militantes leales a la revolución durante todas sus vidas adultas, aventuran que se trató de una “mística” irrepetible, lo más entrañable de los setenta. Reconozco que esa palabra, por sus asociaciones metafísicas, resulta insuficiente y al mismo tiempo avisa que no se ha encontrado otro término que mejore a “mística”.
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Por eso es que haré un somero repaso “de memoria” sobre el recuerdo que atesoro de un puñado de militantes a quienes tuve el privilegio de compartir, mínimamente, una que otra anécdota. Quiero tratar de entender ese asunto del asombro, esa lealtad, “mística”, esa anomalía improbable a la que deberíamos negarnos a nominarla como inefable. Dejo de lado a los referentes (Santucho, Walsh, Conti, Mendizábal, Bustos, Urondo) cuyos talentos y sensibilidades inconformistas son incuestionables. Estos militantes que nombro, eran de los de a pie.

* * *

Entre los compañeros del PRT de mi hermana Lila (secuestrada y desaparecida desde el 3 de junio de 1976) había una pareja de santafesinos simpáticos que se arrimaba con frecuencia al departamento en el que compartíamos vivienda. Los conocíamos como “los Patos”, jóvenes menuditos que portaban una sonrisa que de beata no tenía nada, más bien sonrisa astuta, en especial él, que además tenía ojos celestes, pronunciaba la “rr” a la francesa (luego me enteré que en otros lados lo llamaban el Francés y antes, Willy), siempre se contaba un chiste, viniera al caso o no, y se empilchaba como un burgués. Una vez que llegó al departamento, vestía un Montgomery a cuadros negros y blancos, que si no muy atractivo, era más mucho más fino que la ropa estándar del compañero militante. Indagado por mí acerca de semejante vestimenta me explicó que no quería avivar giles (la cana), que lo había comprado en una tienda berreta que quedaba por la Alameda y se llamaba El Revoltijo, y que tampoco teníamos que andar por la calle como San Francisco de Asís. No le creí nunca y hoy me resulta obvio que el Pato no era un monje, que la palabra “mística” no cubre lo que fueron sus acciones, pero que así y todo tenía esa lealtad/compromiso que desentonaba con sus apariencias y que hoy asombra. Los Patos desaparecieron en Coronda, después de la caída de Lila.
Otro del PRT era el Negrazón, Víctor Hugo Vera. Un tipo morocho, corpachón, confianzudo que aunque no te conociera te encajaba un abrazo como si fuera tu hermano y de paso te mangaba un peso que le faltaba para el micro. A pesar de su figura intimidante, este gordo era pura ternura cruzada con el ingenio distintivo del socarrón telúrico, característica nada rara en nuestra geografía nacional. Su apariencia y pertenencias de clase, obvio, parecían estar en las antípodas de los del Pato y era otro al que no le cuadraba en absoluto ninguna identificación cartuja. El Negrazón fue tan leal a esos preceptos – hoy se podrían juzgar como resbaladizos en cuanto a su consistencia – que se subió al monte tucumano y allí murió como un héroe, según relatan sus compañeros sobrevivientes (1).
A Ricardo Sánchez Coronel de la JP solo lo conocí en su medio de trabajo: los pasadizos laberínticos del viejo edificio del Banco Mendoza. Allí marchaba con otro compañero con quien, como yunta de bueyes, arrastraban sendas bolsas de arena empapadas en kerosén o líquido parecido con las que, a manera de lampazos, se afanaban en sacarle brillo al piso. Tarea juvenil que se prestaba a chanzas y risotadas, y que luego, durante el descanso de los ordenanzas, continuaban en la cocina con guerritas de bolas de miga que se estrellaban en cabezas de distraídos o iban a parar al medio del jarrito del mate cocido de los menos avisados, siempre con la participación entusiasta de Ricardo. El ambiente apenas se tornaba serio cuando tomaba la manija del bochinche para instar a la veintena o algo así de sus compañeros a organizarse para plantear las debidas reivindicaciones de clase. Este, de monje, nada, y ahí también está el asombro del compromiso militante que le segó la vida y que los milicos se esmeraron en arrancarle en el martirio de su desaparición y la de su entonces compañera (Rosa Gómez) quien sobrevivió y en estos días declaró sobre él en los juicios.
Walter Domínguez fue un amigo de la infancia. Compartíamos barrio en San José, Guaymallén, en la manzana compuesta por La Heras, Emilio Civit, Pedernera y el callejón Junín. De niño lo recuerdo como a un chico bastante serio para su edad; cuando adolescente seguía con ese aire de circunspección, pero le había agregado una especie de curiosidad por lo que hoy llamaríamos culturas alternativas o subterráneas: el pelo largo estaba acompañado por su gusto por el rock – música progresiva le llamábamos en esos tiempos. Gracias a un grupo suyo al que me invitaron a participar en más de una ocasión me hice lector de la legendaria revista Pelo. Pero esa música para los que se decidieron por la militancia tenía un límite. Eso se dejó ver en Walter, por ejemplo, cierta vez que en un balneario situado en Bermejo en el que, mientras los demás pibes chapoteábamos pueriles en la pileta, él se mantenía al costado, tirado sobre un toallón y leyendo un libro del Che Guevara. Con el tiempo y la geografía por el medio ya nos veíamos menos. Algún verano vino a mi nueva casa de la Cuarta Sección a tomar lecciones de francés con mi hermana Lila. En otra oportunidad lo vi en el velorio de su tío. Ya de jóvenes crecidos de golpe supimos de nuestras respectivas militancias y hasta cometimos la irresponsabilidad de reunirnos en el departamento de la calle Catamarca, con mi hermana, para darnos las nuevas de nuestras distintas radicalidades. Quizá de los cuatro que menciono en esta nota, Walter parecería ser el que más se arrimaba al militante firme y duro. Pero no fue tan así. Esa rigidez con cara de seria escondía aquella curiosidad asombrada que arrastraba desde niño y su consiguiente compromiso solidario. Era un tipo serio que había comprendido cómo funcionaba el mundo y se mantuvo leal al cometido de poner su granito de arena para cambiarlo. Por eso lo secuestraron, junto a su esposa embarazada, Gladys Castro.

* * *

Ni monjes ni místicos, personas militantes. Irrepetibles por la época y porque se mantuvieron - y en todo caso no les fue dada la oportunidad de - extinguir sus fuegos al robárseles sus vidas. Los que nombré son cuatro individuos tan cotidianos como el vecino de la esquina, sin estridencias, juguetones y sensibles como el que más y, al mismo tiempo, distintos entre sí: el cielo y la tierra; la luna y el sol. Y sin embargo atravesados por ese asombro unificador de una generación que no sé cómo nombrar, de dónde viene ni cómo se reproduce: el asombro del compromiso de la militancia setentista, su fidelidad subversiva, sediciosa a ese asombro contra el que los enemigos prepotentes pretendieron también alzarse por medio de secuestros y tormentos, y sin percatarse lo validaron para siempre. Sí, Caparrós: no es para nada humillante y vale la pena seguir hablando de esos escasos años “que se destacan tan nítidos del resto”. Es que son infinitos.

(1) Mendoza Montonera, Buenos Aires: Corregidor, 2005, págs. 286 – 88

La Quinta Pata, 03 – 04 – 11

La Quinta Pata

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