Arleen Rodríguez Derivet
Un héroe de Girón me dijo hace un par de días que a menudo sentía nostalgia de aquellos días en que, con solo 20 años, dirigió una batería de morteros y combatía sonriendo, porque estaban intactas todas sus utopías.
Hasta yo sentí que me contagiaba su sentimiento, mientras revisaba imágenes y memorias con el Preludio de Silvio y La victoria de Sara sonando de fondo.
La historia, nuestra historia, pesa tanto, es tan sólida, tan auténtica, que suele ponernos esas trampas con mucha frecuencia. Entonces nos amarramos a ella y sentimos que los años de gloria ya fueron vividos. La fatal tendencia a creer que nuestros descendientes no tendrán ni la oportunidad ni las utopías para alimentar sus nostalgias de mayores, nos deprime y nos paraliza.
Pero este 16 de abril la nostalgia se escapó hacia adelante. Se fue al futuro. Las utopías de aquel héroe de Girón deben haber reverdecido como las mías, aunque entre él y yo hay casi 20 años de distancia y más o menos el doble de diferencia con la edad de los muchachos que cambiaron mi perspectiva.
La jornada ha sido larga –50 años son una vida– y tortuosa –entre carencias, ambiciones y agresiones enemigas– pero el país que desfiló en la mañana del 16 de abril, era el país de los sueños de aquel héroe y de los que nunca lo fuimos pero jamás dejamos de pretenderlo.
Que alguien me señale otro punto en el mapa moderno donde un mar de niños haga las olas de un barco histórico, donde personas de todas las edades y de todas las etnias junten sudores y alegrías gritando lo mismo aunque nunca antes se hayan visto, donde todo el mundo espere ver una marcha de pueblo breve y veloz porque solo se cuenta con la espontaneidad como movilizador y lo sorprenda una ola ancha e infinita.
Que me muestren, para creerlo, que existe otra geografía donde la marcialidad de los militares se transforma de pronto en la algarabía de una colmena de abejitas humanas que cantan animadas por un joven a quien el terrorismo le robó el padre y él se vengó creando con alegría.
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