Sin embargo, el librero es, hoy, esclavo y prisionero de lo que ofrece el mercado editorial. El trabajo editorial es el primer eslabón en el oficio del librero, y las formas en la distribución, la suerte de los negocios internos o externos, otro eslabón. El librero, a fin de cuentas, es el último eslabón de un proceso editorial complejo y eternamente incomunicado. De ese proceso recibe como información, también, todo lo que no recibió. Porque no existe la librería que lo tenga todo. Y esa es una información que tiene que administrar. Es decir: cómo trabajar, por sobre todas las cosas, con lo que no se tiene.
Causa cierto disgusto escuchar en el salón de ventas que el librero, hoy, ya no es el de ayer. Disgusta porque eso es una verdad de Perogrullo: por supuesto que no es el mismo. Y el lector que lo dice, tampoco lo es. Ni las editoriales ni los distribuidores. Ni siquiera los almacenes son los mismos desde que tienen un supermercado a dos cuadras. Si no hay más libreros, tampoco hay más almaceneros, ni odontólogos de barrio, ni médicos de cabecera, ni gente, en general, que nos trate en forma personalizada.
Pero, volviendo necesariamente al lector por un instante: desde la explosión de los sectores de la librería que la industria editorial declaró “salvadores”, nuestro espacio comenzó a recibir un nuevo lector, uno que no se había visto motivado por lo que se ofrecía previamente o, sin profundizar ahora en este tópico, que no había sido motivado. Hoy, el librero recibe en el salón a este lector en desarrollo que, desde la última década, adquiere más o menos el mismo producto, tan rendidor como confuso, libro tras libro, autor tras autor.
¿Hay, entonces, oficio de librero en el acto de vender autoayuda,
new age y terapias alternativas? Que no son, lo admitimos, otra cosa que la banalización y reducción de la filosofía oriental y occidental. ¿Pero puede el librero instruido aceptarlo? El oficio de librero, en esencia, reclama conocimientos fuertes en literatura, sección madre de todas las librerías no especializadas, filosofía y, también, historia. Puede haber libreros, una nueva forma de ellos, hoy, que sepan y se ocupen de sectores menores –por más rendidores que sean– como autoayuda. Pero una librería, (esto es así en la práctica), no puede funcionar sin al menos
una persona con conocimiento grueso de esos sectores.
Un dato importante: es evidente la necesidad de colaborar en el desarrollo de los libreros, porque si hay un mercado en el que el cliente desea ser fidelizado, ese es el mercado del libro. Y para ello este cliente cuenta con que verá la cara del que le recomendó el último libro que, en algo, le cambió la vida. Si el libro no es aún electrónico es, también, porque el público mismo sigue sosteniéndolo como el último tótem que no tiene por qué caer. Porque que el libro caiga hoy en manos de la tecnología significa, sin duda, la muerte del autor. Sin leyes para controlar el derecho de autor en la red, sin ingresos al autor, con la reprografía en su nivel máximo, el desarrollo de la expresión escrita como medio también de vida no tendría ningún sentido. Y el libro aún, aparte de objeto es, por lo anterior, estructura.
Vuelvo al tópico, el librero hoy, que me preocupa y me da pena y lo defiendo a capa y espada. No solo no murió lo mejor del librero de ayer, sino que está mejorado, porque no solo tiene el deber de absorber cantidades asfixiantes de títulos y autores y editoriales y colecciones. También, y esto lo hace bien, tiene que vender. El librero de hoy es, quizá, de los mejores vendedores que puede haber en casi cualquier rama. Cualquier objeto con publicidad hace que la venta del producto en el salón sea más dinámica, que la persona llegue avisada y, muchas veces, ya convencida. De hecho, en cientos de productos y marcas ya está educada y condicionada al punto en que nombra a la marca como nombre genérico. Pero, con el libro: ¿acaso conocen un título con publicidad, con verdadera publicidad? Exceptuando los carteles en los colectivos, sobrescritos con aerosol, o cubiertos por una capa gruesa de toda la mugre de la ciudad, yo no conozco ninguno. Estoy convencida de la capacidad de venta del librero. Presenta títulos desde el desconocimiento absoluto de su existencia al lector, y hace que se lo lleve como si lo conociera de toda la vida. Esto es igual antes que hoy, pero hoy es condición
sine qua non que, al menos, el conocimiento que dice poseer lo ponga al servicio de la venta, toda una mala palabra, venta, en el mundo del libro es una mala palabra. Por eso, siguiendo a Oliverio Girondo, “los libros se construyen como un reloj y se venden como un salchichón”, palabras textuales, muy ciertas.
Rosa Montero hizo la cuenta: no se puede leer más de 2500 libros en una vida. Ni aún con todo el ocio del mundo. Quizá, matemáticamente, se equivoque.
Pero esa cifra es lo que se publica por mes sólo en la Argentina.
El lector, con la revolución tecnológica tan constructora como destructora, se halla educándose nuevamente en su forma de llegar a la información. El desarrollo de esta revolución halla un punto de confusión cuando el lector tiene que encontrar en el mundo físico lo que encontró en internet. Para eso, me remito a una secuencia:
Se acerca un cliente al vendedor:
Cliente –Hola, ¿tenés
El club de la pelea?
Vendedor –No, señor. Está agotado.
Cliente –Perdoname, pero te equivocás. Yo lo vi en la página de Anagrama.
Entonces, ¿qué responde el vendedor a esto? ¿Acaso tiene que explicar que el libro está agotado incluso apareciendo en la página de Anagrama que, por cierto, queda en Barcelona, que estamos en Argentina y que, de no estar agotado, puede tardar meses en llegar en barco y ser distribuido? Generalmente, y todos pasamos por esto, quien no aprendió a separar el mundo de internet del de la información física, está perdido por un rato. Por eso siempre vuelven a la computadora: porque Google los recibe con una sonrisa e infinita información. Nadie se pregunta, curiosamente, por qué, entonces, se levantan de esa silla tarde o temprano y se dirigen a conseguir la información en el viejo papel. Porque Google, todavía, por más sonrisa que ofrezca y gratuidad y piratería y siga mediando y mediando entre el Cielo y el Infierno, aún no tiene
todo. Lo cual no quiere decir, por decantación, que lo tengamos nosotros, los guardianes del retrógrado mundo real.
Volviendo a lo que más molesta, eso de que el librero es una raza en extinción. Si el librero lo es, entonces, ¿acaso el libro no lo es también? Es libro
El Aleph y es libro
Combustible espiritual. Comparten el formato. Son libros. El librero, guste o no, sigue siendo la cara visible del cambio editorial. Tiene que estar ahí, en el salón de ventas, vendiendo lo que ofrece la industria. Es así, y es innegable. El librero es el primero que recibe el cachetazo del académico cuando este encuentra reducida a la mitad la sección de lingüística porque al lado hay que darle lugar a sección de new age. Y tiene razón. Pero, ¿con qué va a llenar ese espacio si no llega material de lingüística? Si lo que llega es material de
new age, se coloca y se le da espacio a
new age. Esto, también, fue así cuando el librero era respetado como librero. Porque, como siempre, la librería es el último eslabón de una cadena editorial que, hace rato, no funciona como cadena sino como entidades mudas de galaxias lejanas. Eso parece.
Así es que voy a volver, para terminar, a la frase de Oliverio Girondo, que repito por necesidad de crítica. “Los libros se construyen como un reloj y se venden como un salchichón”. Esto fue así, siempre. Da la sensación, también, es innegable, y es parte del cambio, es parte de su adaptación al mercado y a los nuevos lectores, que el librero de hoy tiene que vender salchichón como si fueran relojes.
* Andrea Stefanoni: es editora de Factotum ediciones y se desempeña como gerente en El Ateneo Grand Splendid.
La Quinta Pata, 15 – 05 – 11
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