domingo, 15 de mayo de 2011

Un par de necrológicas

Javier Piccolo

No voy a hablar de Sábato
No puedo escribir sobre algo que no me provoque algún tipo de sentimiento. A ver, no puedo escribir, ni hablar, ni discutir. Si fuera pintor o músico, me pasaría lo mismo. Sería imposible para mí, por ejemplo, hacer covers de los Pimpinela. Y creo que nunca voy a poder decir o escribir algunas palabras sobre Jorge Luis Borges.

Necesito vincularme desde la tripa, pongámosle, con el tema. Aunque sea desde el odio. O el cariño. O la molestia. O el amor. Borges, por ejemplo, ni siquiera puede exasperarme con toda su prolijidad.

Ahora, del Martín sí puedo escribir. Porque lo quiero. Y sobre todo porque es mi amigo.

El Martín era uno de los integrantes de la mesa del legendario Bar Los pitufos. Mesa que tenía tres objetivos: compartir literatura, cagarse de risa y pelearse. Por lo que fuera. Curiosamente, Martín sobresalía en las tres áreas, demostrando un gran manejo de la palabra escrita (el verso en particular), se reía estridentemente mostrando toda la amplitud de la boca, además de contar con grandes ocurrencias humorísticas, y sabía adónde meter el estilete lingüístico en medio del debate.

La reunión era los jueves por la noche. La mesa completa era de cinco personas, pero no era común que estuviéramos todos. La susceptibilidad a flor de piel era un flanco fácil de ser herido. Y así, si la discusión del jueves anterior había mutado en agresiones casi personales (cuestión habitual) se producía algún faltazo al jueves siguiente, por razones siempre un poco difíciles de entender. Otra razón para faltar era la indisimulable vergüenza de no cumplir con la tarea. Es decir, llevar algo escrito para justificar la reunión. Las ganas o la necesidad de cagarse de risa estaban, pareciera, siempre.

Me reconozco como intolerante para ciertas cosas. En aquella época de Los pitufos, lo era más. Sin embargo no me metía mucho en las discusiones. Quizás algún que otro bocadillo, muy racional o distante. Pensándolo bien, no podría tampoco escribir sobre mí. A veces mi falta de reacción enervaba aún más a los otros. O la falta de agresividad en algún miembro del cónclave terminaba en que alguien atacaba a otro por defenderlo. Poniendo un ejemplo: Fernando tomaba cierta postura. A otro no le gustaba. Martín y Leonardo lo defendían. Fernando se disculpaba por la postura que tomó inicialmente. Martín atacaba a Fernando por pedir disculpas. Si hubiéramos sido un equipo de fútbol, seguro que nos identificarían con la Naranja Mecánica. Decididamente nuestra mejor defensa era el ataque.

Hasta que tenía que llegar el día en que yo tomara una postura fuerte durante una discusión. Claro, me vi en cierto modo forzado a hacerlo. La cosa es que justo ese jueves Leonardo no había podido ir (la reunión anterior tuvo un episodio con Martín y Fernando), Gabriel estaba ofendido por cuestiones extrapitufarias y Fernando estaba particularmente excedido por su vida cotidiana. Quedamos Martín y yo, sosteniendo el honor de la mesa de los jueves. Y salió. Tenía que salir el tema. Habrá sido la cerveza. O qué sé yo. Pero ya estaba ahí, ineludible.
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Ya dije que en esa época yo estaba particularmente intolerante. Una de las cosas que menos toleraba era la división de un artista y su obra. Digo, de la persona artista y lo que hacía. Así, me caía particularmente mal Joan Manuel Serrat cantando Disculpe el seño r al tiempo que hacía negocios con la oligarquía bodeguera mendocina. O el artista que vendía por cientos de miles de dólares el cuadro donde pintaba la villa. De Vargas Llosa, ni hablar. No había tocado un solo libro de él y me había alejado, espantado, del manualcito que escribió su hijo, aún más aterrador que el padre. No escuchaba a Rivero porque había viajado como representante cultural (entre otros) a Venezuela con Videla. No sé cómo salió, pero aquella noche, hablamos de Sábato. El Martín y yo. No tenía forma de escapar.

Me sorprendió que el Martín lo defendiera. Mejores tipos no habían pasado su filtro. En ese momento yo había leído El túnel y Sobre héroes y tumbas . También el Nunca más con el prólogo original. Con El túnel tuve el inconveniente que ya había leído otro libro, Noches blancas , de Dostoievski y me pareció que Sábato había escrito un homenaje al ruso que tanto admiraba. Acordamos en esto con Martín. Sobre héroes y tumbas me gustó. Mucho. Pero claro, estaba el tema del ciudadano Sábato. Ese solo hecho hacía que el libro perdiera varios porotos. Y así empecé. “Sábato dijo que Videla era un buen tipo”. El Martín retrucó tibiamente con el informe de la Conadep. Sabía que yo vendría con el tema de apañar la teoría de los dos demonios y que la Conadep olvidó varias cosas. O que en la comisión había también gente que no quería meterse a revolver mucho. También hablamos de su falta de compromiso hasta que la dictadura empezó a caer. O del banque a la guerra de Malvinas. O citas de Sábato en la revista Gente . Lo curioso es que Martín, a esta altura, estaba un poco raro. Como si los roles se hubieran cambiado. Yo, hecho un fundamentalista de la polémica, defenestraba al escritor y el Martín parecía anonadado. Se había quedado bastante con la discusión. La cerveza seguía pasando y yo cada vez más intolerante.

Hasta que Martín largó la frase más precisa que yo le escuché en una discusión. Simplemente me dijo: “Yo sé todo eso de Sábato. Yo tampoco me lo banco. Pero cuando yo estaba mal, leí Sobre héroes y tumbas . Y me hizo bien. Me sentí mucho mejor. Gracias a un libro de Sábato. ¿Entendés? Yo no puedo odiar a un tipo que me hizo feliz o que al menos me acompañó cuando estaba solo”.

Después de eso leí nuevamente Sobre héroes y tumbas y conseguí un ejemplar de Abaddón . ¿Cómo no voy a admirar a un tipo al que mi amigo quiere? ¿O a alguien que, solamente por escribir puede generar todo eso? Cuando murió Sábato, no pensé en él, sino en el Martín. Espero que todavía tenga a mano algún buen libro. O algún buen amigo.

Mayo de 2011

* * *


Trillo


La muerte es una excusa bastante pelotuda, pero la más usada para provocar homenajes o recordatorios. A tal punto que sería recomendable que la gente tuviera dos muertes al menos. La primera para volver y decir gracias. La segunda, ya más definitiva, para irse sin arrepentimientos. Ajenos, claro. Que cada uno se muera la primera vez y podamos decirle lo que haga falta, con el tono de último perdón o adiós que motiva la muerte más real.

Eso sería, para mí, justo.

Lamentablemente, la muerte es una sola. Y parece que este último año se puso a convocar a las mejores plumas argentinas. O a aquellas que llegaron a hacerse de gran prestigio en el ambiente. Así se fue construyendo un interesante mausoleo-biblioteca con, por ejemplo, David Viñas y Fogwill. Al que después le agregó un Sábato y una María Elena Walsh. Cada uno tuvo su merecido homenaje en la pasada Feria del Libro porteña.

Pero va a faltar uno. No sé qué lugar tienen actualmente los guionistas de historietas. Muchas veces son rebajados así como la historia como género literario. Volviendo, insisto, va a faltar el homenaje a uno de los mejores escritores argentinos contemporáneos. Murió Carlos Trillo. De muerte única, claro. Y en su caso particular, repentina. Mi abuelo, cuando muere alguien, pregunta la edad del fallecido. E inmediatamente tiene la cuenta. Si pasó de los 75 declara que ya estaba en edad. Siguiendo esa regla, la de mi abuelo, Trillo no cumplía con el requisito. Había nacido en 1943 y eso lo pone en el lugar en que la muerte es una sorpresa.

Desconozco qué lugar ocupará en el panteón de la literatura argentina. Es cierto que después de la figura de H.G. Oesterheld y la militancia de muchos escritores que lo admiraron se logró categorizar a la historieta, no sé con exactitud si a Trillo se lo recordará como lo que era: escritor. Que lo era y de los mejores que yo haya leído.

Una de las cosas que más me dolió fue saber que Bolita, la historieta que estaba publicando con dibujos de Risso en la revista Fierro, va a quedar inconclusa. Para aquellos que se engancharon con la historia es una tristísima noticia. Por suerte alcanzamos a leer el final de Sasha Despierta, dibujada por Varela, en la cual se podía ver la influencia de la psicología en sus guiones. En este caso, Sasha en realidad era Miranda, una joven de clase media con problemas y psicóloga de clase media que albergaba también la personalidad de Sasha, una mujer libre que saltaba a contramano de las represiones de la propia Miranda. Pero los argumentos psicológicos (bastante freudianos) también están presentes en las otras dos tiras publicadas en la nueva Fierro . El Guastavino, también con Varela, se basa en un personaje chiquito, muy chiquito, empleado en una oficina, fascistoide y altamente reprimido, que vive con la madre y está enamorado de una muñeca austríaca del siglo XIX. O la historieta que empezó con la nueva etapa de la revista, la genial Trillo y Grillo, en la que, en tono autobiográfico pero ficcional, los propios autores vuelven a su infancia literalmente. Es decir, se convierten en niños desde su propia madurez. Son hombres chiquitos. Estas últimas dos historias tuvieron un final, a mí gusto, un tanto abrupto. Como su escritor.

Un personaje menos perverso y retorcido que Guastavino, fue el genial López. Así, de apellido nomás, que compartía gremio con Guastavino. Empleado público, en lugar de vivir con la madre, vivía con una esposa que lo tenía bastante cortito, por decirlo de algún modo. Acosado por los jefes, despreciado por las mujeres, atormentado por sus propias e inalcanzables ilusiones, López pasaba la mentada puertita y entraba a un mundo donde daba rienda suelta a sus sueños, con mayor o menor éxito. Y el lugar donde podía hacerlo, el reducto de libertad era, ni más ni menos, el baño. Historieta llevada al cine, por cierto, en la cual dios fue interpretado por un negro: Alejandro Dolina. Esta historieta estaba dibujada por Horacio Altuna, conformando así una de las duplas más importantes de la historieta argentina.

Junto a Altuna, Trillo hizo la tira que más fama le dio a nivel nacional. Con la argentinidad al palo, desfilaban las diferentes matrices del argentino típico, siendo el protagonista el Loco Chávez. Periodista ganador y canchero, le trajo problemas durante la dictadura. Al parecer, a los milicos no les gustaba el personaje porque “no le tenía respeto al jefe”. Tan verticalistas, ellos. También el Loco tuvo su etapa de diván, aunque en este caso usando a los amigos, al café y al propio público como psicólogo.

La fama mundial, sin embargo, la alcanzó con Cybersix, llevada a la tele y a series de animación que todavía se ven en Youtube, sitio donde muchos fanáticos del mundo dejaron su pésame por el fallecimiento del autor. Historieta que mezclaba la ciencia ficción, el cómic de superhéroes y el terror. Tan bien le fue que hasta se la quisieron afanar y ahí vino el juicio que terminó dándole la razón a Trillo.

Fuera del guión, también fue un militante de la historieta. Entre otras cosas, aportó mucho a la valoración de la misma como género literario. Escribió una obra fundamental para los especialistas (o estudiantes, o interesados) en letras: Historia de la historieta argentina .

Como decía al principio, estaría bueno que la gente tuviera dos muertes. Después de la primera, quizás podría haberle expresado mi admiración como corresponde. Y ya en la segunda lo hubiera dejado de joder. Pero la muerte, después de todo, es una sola.

Se fue uno de los mejores escritores argentinos de los últimos tiempos. O quizás sea como dicen sus personajes al final del Loco Chávez: “¿Qué hablan de vueltas, che? Si el Loco no se va a terminar de ir nunca”.

La Quinta Pata, 15 – 05 – 11

La Quinta Pata

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