Ramón Ábalo
Diez días atrás, en otra jornada de los juicios contra genocidas en la justicia federal de Mendoza, un ex-comisario rompió el pacto de silencio que les posibilita una porción de impunidad y afirmó contundentemente que en "el D2 (inteligencia de la policía de Mendoza) se torturaba y se hacía desaparecer a personas". Ahora, en la jornada del jueves 2 último, hubo afirmaciones de dos declarantes, que, aunque sorprendieron, dijeron lo que hace tiempo se sabía: llegó a tal grado la degradación moral y humana de los represores que no importaban, incluso, los lazos de sangre, para detener el brazo ejecutor de crímenes de lesa humanidad. Ello quedó patente en los casos de la desaparición de Rafael Olivera y también de su esposa y compañera Nora Rodríguez Jurado. La primera testigo fue Nélida Blanca Maranzana, vecina de los Olivera. En su aporte comenzó diciendo: “cerca de las tres de la tarde del 11 de julio de 1976, Rafael Olivera salía en bicicleta de su domicilio de calle España de Villanueva cuando un individuo que merodeaba el barrio días antes se precipitó corriendo tras él. Olivera dobla en la esquina de calle Laciar y su perseguidor dispara tres o cuatro veces hasta que logra hacerlo trastabillar y arremete contra él a culatazos en el piso. Los vecinos alertados salieron a insultar al agresor al que reconocían como “policía de civil”. “Lo estaban esperando, le tiraban a él, no al aire”; esto aportó Nélida Maranzana, la única testigo ocular viva del secuestro de Rafael, que derivaría en el de su esposa al día siguiente.
Con gran precisión y los hechos perfectamente retenidos, Nélida estuvo pendiente de los movimientos posteriores en casa de los Olivera: al otro día, antes del mediodía, en dos vehículos nuevos y oscuros llegó un grupo que por un lado se llevó a Nora vendada (“y no la vi más”), y por el otro a las hijas de la pareja, de la mano de una policía de civil. Una de ellas lloraba “y a mí se me partía el corazón”. Por la tarde en un camión y en uno de los autos de la mañana, la casa fue vaciada “como si fuera una mudanza, se llevaron hasta las camitas de las nenas”. En el operativo actuaban personas vestidas de militar (“con uniformes oscuros”) y otros de traje y corbata y “ayudantes” que cargaban el camión.
Nélida indicó que el matrimonio vivía allí desde hacía pocos meses, no conversaban con nadie y Rafael andaba siempre en su bicicleta. El día anterior Nora había invitado a las criaturas del barrio al cumpleaños de una de sus hijas. Sobre el perseguidor de Rafael aseguró que, según su marido, era un “policía de civil” de Villanueva y lo describió alto, delgado, bien moreno, de unos 45 años. “Ese rostro no lo olvido más”, aseguró la anciana que en el posterior reconocimiento fotográfico por los álbumes del D2, policía y ejército conmocionaría al tribunal, las partes y el público ante la revelación del captor: “sin poder especificar” porque en el álbum del ejército salía “con bigotes, uniforme y el rostro más alargado”. Se trata del entonces coronel y jefe de operativos e inteligencia Alberto Ricardo Olivera, primo de Rafael y señalado segundos antes por María de Monserrat Olivera, hermana del desaparecido, como “un reverendo hijo de puta”.
Leer todo el artículoValiente y fundamental terminó siendo el testimonio de la vecina, además corroborado por la lectura que se hizo de los hechos presenciados por los vecinos Jorge Mañanez Cantú y Yolanda Ontiveros. “Yo lloraba, sufría porque se llevaban esas nenas tan hermosas, hace poco me alivié al saber que habían crecido juntas”, cerró Nélida.
María de Monserrat Olivera Psicóloga, hermana de Rafael, reside en Buenos Aires y se presentó ante el tribunal con una foto del matrimonio desaparecido. El 16 de julio de 1976 se les hace saber a sus padres en Buenos Aires, por sendas comunicaciones telefónicas (una desde Mendoza y otra desde Estados Unidos) que la pareja había sido secuestrada y sus hijas alojadas en una guardería a cargo de la esposa de Santuccione. Tres meses antes de los secuestros, debido a que la situación en Mendoza se ponía pesada, María alertó a su cuñada sobre el peligro inminente: “¿por qué si lo único que hago es enseñar a leer y a escribir a las mujeres de la villa?”, dijo Nora.
Con determinación y temple, María remarcó las responsabilidades de su propia familia respecto al destino de su hermano, reflejo de lo que sucedía en el resto de la sociedad argentina: “Quiero denunciar a mi padre”, médico y general del ejército, “porque viajó hasta el comando a pedir por sus nietas y nada más. Ni siquiera pidió las pertenencias de las nenas o inspeccionar la casa y menos averiguar por su hijo y su nuera”. Así enfatizó “la complicidad de él como la de tantos militares porque el solo hecho de pertenecer a las fuerzas armadas explica el pacto, la lealtad con el régimen. Parte de esa complicidad era no informar nada a nadie”. Además, “el poder de la iglesia y de los organismos económicos no es distinto de lo que se vivió en mi familia: mi padre militar y con formación religiosa estaba en contra del compromiso político y cristiano asumido por Rafael y Nora”. En cambio contrapuso los ejemplos de la pareja: “Desde los 14 años, Rafael se comprometió por los más necesitados. Como militantes políticos y religiosos, misionaban juntos por el país”. Ambos, muy formados y con sentido crítico, recibieron una beca para estudiar y trabajar en Alemania. Vuelven ocho meses después a Buenos Aires, luego a San Juan “con la intención de vivir el evangelio con mayor compromiso” y por último llegan a Mendoza, donde trabajan al servicio del padre Macuca Llorens.
Según versiones recogidas por la testimoniante, “Rafael fue interrogado en el D2 junto a “los fuertes”, trasladado a La Perla, interrogado por el mismo Menéndez, y casi ciego por la tortura, fue arrojado desde un vuelo con destino a Campo de Mayo.
Sobre la existencia de otro pariente militar en Mendoza, la indignada María señaló a “Alberto `Meneco´ Olivera, primo nuestro fallecido hace mes y medio, coronel y luego ascendido a jefe de Policía, él dijo a mis viejos que se olvidaran de ellos, que no lo busquen más, que Rafael estaba muerto”.
En el preciso momento en que María denunciaba a su primo ante el tribunal, la testigo Nélida Maranzana terminó su reconocimiento fotográfico indicando a “Meneco” como el perseguidor de su hermano. El shock fue inmediato: “Si Alberto Olivera no fue el autor material del secuestro de mi hermano fue al menos encubridor”. Y dio por hecho que fue él quien hizo los llamados para que el general Olivera buscara a sus nietas.
“Necesitaban aniquilarlos y hacerlos desaparecer, por eso es preciso que se condene a los culpables y se haga justicia”. María, emocionada, cerró la reveladora audiencia con unos versos de Neruda:
Un día de justicia conquistada en la lucha/ y vosotros, hermanos caídos, en silencio/ estaréis con nosotros en ese vasto día/ de la lucha final, en ese día inmenso.La Quinta Pata, 05 – 06 – 11
La Quinta Pata
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