
Hugo De Marinis
Lo primero que se me ocurre preguntar en la noche de San Juan es qué pasa con los compañeros “indignados” catalanes. Y Ramón P., tipo de otra época, como yo, me responde: “Oye, nosotros no nos indignábamos, nos sublevábamos”. Y entre petardo y petardo, agrega, “anda, que indignarse es de vecinos, de usuarios, ponle que de ciudadanos, pero no de rebeldes y menos de revolucionarios. Sus exigencias parecen la lista de compras para el supermercado.”
Lo que dice Ramón P. me resulta simpático pero me digo “por este camino voy mal” porque si este hombre secuestra mi atención pasará que
junto nos encuentre el sol a la sombra de un farol empapados en alcohol , etc., y yo al otro día tengo que madrugar y partir al monte (bueno, a unas lomas que hay por acá cerca) a leer un
paper sobre la cuestión de la memoria en la Argentina.
No sucede lo del secuestro – demasiado alboroto; las explosiones impiden que ninguno hegemonice nada en esta mesa del patio del restaurante Botavara en la camuflada Plaza de la Barceloneta donde me reúno con unos amigos que gentilmente desean mostrarme algo típico de esta bella ciudad. Llego después de un intento fallido. Me citan en la puerta de la Basílica de Santa María del Mar y yo que me aparezco por otra iglesia un poco más grande y turística (la Catedral): obvio y vergonzante desencuentro, marcha de vuelta al hotel y resignación a mirar con aire acondicionado la noche de San Juan por TV. Pero Ramón P. llama al hotel e insiste en que esto no puede terminar así y tras acres recriminaciones y el consejo de no confiar en mi sentido de orientación sino en el del conductor de un taxi, me canta:
Apurad que allí os espero si queréis venir pues cae la noche y ya se van nuestras miserias a dormir .
La compaña más que grata, el patio del restaurante lleno y exultante, y la placita se hincha de turistas que se avispan sobre un espectáculo típico y gratariola. Tenemos una vista excepcional hasta que las hordas foráneas empiezan a ocupar lugares en la verja exterior de nuestro patio. De pronto no se ve un pepino - solo espaldas y nucas de turistas – por lo que todo queda librado a nuestras vapuleadas capacidades auditivas.
Una psicoanalista argentina (hay tantos psicoanalistas argentinos en Barcelona) con acento peninsular me comenta que este ritual es puro medioevo. Cuatro barrios marchan en sus respectivos turnos hacia la plaza, al son de diferentes percusiones, vestidos de diablos y empiezan a tirar cohetes y fuegos artificiales.
* * *
Me recuerdan a las murgas argentinas actuales y a las fogatas de San Pedro y San Pablo de años ha, en un Guaymallén de la niñez (San José: calle Pedernera todavía de tierra, entre Emilio Civit y el callejón Junín, frente a un terreno baldío conocido como “la montañita”) en que quemamos yuyos y pastos, alguna cubierta vieja y un muñeco de trapo crucificado al tope. ¿Representaría al invierno? Qué va a ser si se festeja precisamente en pleno invierno. Para mí el muñeco es doña Magdalena, la vieja que vive en el callejón Junín y nos pelea y corretea y nos caza y agarra como una amazona de más de 60 años cuando jugamos a la pelota a la siesta frente a su casa.
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Pienso en lo asombroso del traspaso de rituales, porque, ignorante y todo en cuestiones de ritos, tienen que derivar de lo mismo aunque el de estos sea de San Juan y el nuestro de San Pedro y San Pablo. En Mendoza ya no se festeja, que yo sepa.
* * *
Me cuentan mis contertulios aquí en el barrio de la Barceloneta – el escudo inexpugnable de espaldas de turistas que se ha formado frente al patio del restaurante no deja ya ver nada en absoluto de lo que ocurre en la plaza – que estos chicos que desfilan vienen disfrazados de diablos y se supone que el quilombo explosivo y percusionista que hacen equivale a los alborotos del infierno. Me viene un repentino ataque de risa al observar que los cohetes de los diablos expulsan chispas en todas direcciones y hay que andar a los amagues y agachadas para sortearlas. Entre los turistas, los gringos se destacan porque se cubren aparatosamente las cabezas con camperas y pañuelos.
En medio de la risa que intriga a mis compañeros, menos a Ramón P., espero y deseo que revoloteen
las faldas bajo un manto de guirnaldas para que el cielo no vea… ; asimismo quiero tomarme un vino tinto en vez de la espumante cava y que me digan de una vez de los compañeros indignados.
* * *
Con ellos – con los indignados – converso en la Plaza Catalunya por la tarde de la noche de San Juan y quedo más sediento de entendimiento que cuando los leo por los diarios. Uno de los jóvenes habitantes de las carpas capta mi atención al afirmar que viven una situación similar a la previa de la toma del Palacio de Invierno, pero me descorazona comprobar que el que está al lado, bastante sucio, porta un cartelito hippie que anuncia la principalidad del amor por sobre la guerra; otro, más maduro, confiesa que la única razón por la que está ahí es porque “no tiene un puto duro”. La noción de perplejidad se me acentúa cuando miro hacia arriba y veo que las ramas de los frondosos árboles de la plaza están cruzadas por sogas, redes y piolines, sábanas y frazadas y uno que otro colchón facilitando la siesta de algún compañero indignado con mucho sueño (1).
* * *

Al acabar el espectáculo de fogatas, estallidos y fuegos artificiales, se supone que los jóvenes seguirán de farra a lo largo de la noche hasta que el sol aparezca y les diga he aquí el final. Mi grupo no está ya para esos trotes y en cambio marcha a casa de uno de los comensales para seguir con la maldita cava y el delicioso postre llamado “coca”. No se me explica mucho de los indignados, pero sí se respira la inquietud por las nuevas condiciones económicas de existencia ya no solo en esta ciudad sino en la península y en toda Europa. A destiempo les comento que pese a lo que me pintan no me parece que Barcelona se encuentre a las puertas de ninguna crisis social: “En las crisis sociales la gente tiene razones concretísimas para desesperarse. No he visto desesperados aquí”, digo con poco avisado juicio porque en realidad no he visitado las barriadas pobres, aunque aseguran que no tienen nada que ver con nuestras afamadas villas miseria. Muy respetuosos, no me corrigen, excepto Ramón P., al otro día, cuando
vuelve el pobre a su pobreza, el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas y él y yo recorremos rincones recónditos y mágicos de una ciudad que solo puede saber uno del lugar, una ciudad increíble que sería una pena que alguna vez se halle en situación de crisis o emergencia social.
(1) No quiero parecer irrespetuoso ni arrogante en cuanto a la modalidad de lucha de estos compañeros a quienes la policía golpea y arresta con inusitada frecuencia, y los grandes partidos políticos ven con verdadera antipatía; además he sabido que han realizado acciones de solidaridad dignas de los más reputados movimientos de resistencia al capitalismo, en especial en Madrid. Estas impresiones representan solo las de una tarde de demasiado calor y previa a un anticipado jolgorio nacional.
La Quinta Pata, 07 – 08 – 11
La Quinta Pata
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