Ramón Ábalo
"Verdad y justicia. No olvidamos no perdonamos. No nos reconciliamos", fueron las consignas que enarbolaron por tres décadas y media los organismos de derechos humanos, con otros agregados como aquella de que la "única lucha que se pierde es la que se abandona".
Ninguna prevalece sobre las otras como valor simbólico. Por el contrario, todas armonizan en el solo y gran objetivo que han perseguido - y lo siguen haciendo - los organismos de derechos humanos de nuestro país y, paulatinamente, la comprensión y solidaridad de sectores del pueblo argentino. Y una política de estado que aparece en los albores de los 03/04 del decenio 2010. Es una historia sin renunciamientos de principios y objetivos que no pudieron ser abortados por el enemigo. Ni siquiera con las amenazas y la muerte artera, como las provocadas por los Astiz y en Mendoza la centena de genocidas, pergeñadas al amparo de la impunidad de la fuerza bruta y los detritus de una justicia arteramente cómplice y ejecutora de sus mandantes genocidas.
Transcurrieron apenas 20 minutos desde que el presidente del tribunal oral No. 1, doctor González Macías, terminara de leer, a partir de las 11 de la mañana de ese jueves pasado, las sentencias y las imputaciones por las cuales se decide, en el marco de normas jurídicas, el derecho a defensa, sin castigos infrahumanos, tratados como seres humanos, valores y derechos inherentes a la de ser simples seres humanos. En más de un momento de los dolorosos y sorprendentes relatos de las víctimas, no obstante nuestra historia común con esos relatos, se nos escapaba el aliento de la indignación por los poros de de una justificada irracionalidad. Me acuerdo, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, que entré a un cine que daba documentales sobre los campos de exterminios de judíos implementados por los nazis en Polonia, Austria, en casi toda Europa. Se veían "apilados" los restos humanos - huesos y más huesos - de millones de seres inmolados en los hornos donde morían por la inhalación de gases venenosos. No pude resistir esas escenas del horror, y la certeza de una realidad que superaba a la ficción de las películas. Si bien la ficción nos provocaba escalofríos, había la certeza de que eso no ocurría en la realidad. Pero esta vez la película nos colocaba en la realidad, en ese saber, en ese creer que lo que se veía en el celuloide no era una mera ficción. Era realidad… Me retiré y me dije con asco y horror "¡qué hijos de puta!" Reconozco, en estas jornadas en tribunales federales de estos momentos, que en más de una oportunidad me venía a la memoria aquello de la segunda guerra mundial, y sin objeciones de ninguna especie, he exclamado "¡qué hijos de puta!". Haber escuchado a los compañeros y compañeras su calvario por el D2 y otras mazmorras y observar, en simultáneo, a los genocidas allí presentes, sin el más mínimo movimiento, con una inmovilidad expresiva de sus escabrosas justificaciones contrahumanas de las que fueron principales autores, nos hace repetir el exabrupto con una carga moral en el más alto nivel de lo humano.
Y claro, hubo una eclosión unánime y masiva de alegría y lágrimas. Los abrazos con el de al lado, con el amigo, compañero, o sencillamente con quien está ahí, los símbolos de la satisfacción por lo logrado. Hace ya bastante, este conjunto de argentinos que venimos bregando por verdad y justicia , hemos encontrado un flanco en el drama, el dolor y la bronca. Nada menos que la alegría por haber llegado a un punto necesario en la larga meta que los avatares de los tiempos de las burocracias políticas y judiciales nos embretaron en aquello de "que la única lucha que se pierde es la que se abandona". Sabemos reír, sonreír, sentir satisfacción y alegría, porque fundamentalmente, somos protagonistas cotidianos de la vida. El sábado 10, sin reservas anímicas, nos concentramos en la hermosa y amplia casa de la Mariú y el Seydel, y las copas del buen vino se levantaban en brindis sin pausas, y los aplausos fueron para todos, pero en lo más alto, para Isabel De Marinis, con 93 años a cuestas y ese indomable espíritu que la hace presente en donde el drama personal es un colectivo que hace vibrar el espíritu y el cuerpo con el valor de la esperanza y la acción. Los Oyarzàbal, los Luceros, los Smaha Borzuk, los Mignos, los Tamer Yapur, los Santucciones, los Rodríguez Vázquez, y cientos más, con o sin condenas, son desde siempre genocidas malditos. En la propia oscuridad de sus conciencias encontrarán la flagelación que hicieron sufrir a varias generaciones de argentinas/nos que simplemente peleaban por un país más justo, más igualitario. Por un mundo mejor.
La Quinta Pata, 16 – 10 – 11
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