Sergio Peralta
Lo que sigue es el relato de una experiencia vivida en julio de este año. La situación se me quedó atragantada en el alma, no aparecían palabras o quizás la angustia las tapaba. Un correo de una amiga abrió la compuerta y por fin pude escribir la historia.
La mañana estaba fría y nublada. No era un día adecuado para realizar una visita, aunque no creo que exista ese día para visitar la ESMA. La ubicación geográfica no importa, no importan las calles que la circundan, qué línea de colectivo llega o cuánto cuesta el taxi desde Sarmiento y Ayacucho, o por lo menos no cuenta para mí en este relato. La memoria, esa por la que trabajan los que en ese lugar están, ha guardado en mí, los olores, colores, raspones en las paredes, el tufo de Capucha. Me queda grabado el piso brillante del casino de oficiales, lustrado y lustroso, las columnas de la entrada. La cadena, qué ¡dolor! Esa misma cadena que una y mil veces machacaron las ruedas de los autos sobre el asfalto frente a la garita de entrada al centro clandestino de detención. Esa cadena que marcó el principio del fin para 5000 hermanos, la misma que sirvió como puerta de salida a varios nacidos en un cuchitril inmundo, después de salir de sus panzasmamás calentitas, esas mamás que nunca volverían a ver. La cadena que dejó una huella en el piso hundiéndose una y mil veces hasta marcar el duro asfalto.
Supuse que haber recorrido el pasillo del ECUNHI donde miles de rostros aéreos me miraban pasar, iba a prepararme para lo que vendría después. Y no, recorrer el casino de oficiales me quebró el alma.
Me imaginé el sótano que hacía las veces de centro de registro y tortura como un sitio amplio, grande, muy grande, un sitio por donde pasaron miles de personas y que debía tener el espacio suficiente para los miserables que allí estrujaban y pisoteaban sueños. Pero no, el lugar es chico, en su momento tabicado por paneles de aglomerado o cartón prensado que se modificaba según las necesidades del momento. Convivían los que documentaban a los secuestrados, con los que trabajaban en el laboratorio fotográfico, los que esperaban su turno para caer en las garras de los torturadores y los torturados. Es imposible imaginar tamaño horror. En la planta baja hay una sala muy amplia e iluminada, el lugar en donde se decidía la suerte de los desgraciados. Está justo sobre el centro de torturas. Mientras la guía explicaba cómo se tapó una escalera que llevaba al sótano y cómo disimularon el acceso a un ascensor, se me aproximó un hombre de edad indefinida, vestido con un grueso saco de paño, tenía pelo cano. Un espeso bigote le desdibujaba el labio. Me dijo en voz muy bajita que había un libro disponible por si quería dejar alguna opinión.
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