Eduardo Galeano
En Montevideo, en los primeros tiempos del exilio, Darcy Ribeiro tenía un papagayo que se le paraba en el hombro y le arrancaba pelitos del pecho. El papagayo dormía en el balcón. En la costa montevideana son bravos los vientos. Una mañana el papagayo amaneció ahogado en la piscina de Trouville.
Cuando volví a encontrarlo, en Río, Darcy no tenía ningún papagayo. Pero me recibió saltando y con brasas en los ojos; me llamó como siempre, “mulato ideológico”; me preguntó por mis trabajos y mis días y me contó, sin quejas, la historia de sus andares de país en país. Me habló del Brasil, me dijo que una república volkswagen no es esencialmente distinta de una república bananera, y en pocos minutos me hizo un análisis completo de la crisis estructural argentina y me explicó las causas de la tragedia de Chile y me dijo qué era lo que se podía hacer en Uruguay.
Yo escuchaba, encantado, sus teorías audaces y sus definiciones brillantes. Darcy tiene un cerebro que se le parece, no está nunca quieto, y vale la pena conocer esa inteligencia despabilada incluso cuando se equivoca o cuando se le da por perseguir la verdad a tiros de disparates. Por algo no pueden soportarlo los que han hecho del marxismo un catecismo ni los sociólogos especializados en aburrir al prójimo.
Entonces le pregunté por el cáncer.
Darcy se sacó la camisa y me mostró la cicatriz. Tenía un tajo horrible, en forma de L, que le abarcaba la espalda.
- Mirá – me dijo, riendo. Soy un resto de tiburón.
Leer todo el artículo
No hay comentarios :
Publicar un comentario