domingo, 6 de noviembre de 2011

No más flores plásticas, las flores del olvido en su tumba

Alberto Atienza

Antonio Di Benedetto en el recuerdo por siempre

Ha surgido un revisionismo periodístico sobre Antonio Di Benedetto. El disparador fue el excelente trabajo de Natalia Gelós, investigadora de Buenos Aires. Encaró la imagen, en un enfoque único, como hombre de prensa. MDZ convocó a varios ciudadanos que testimoniaron. Uno lo hizo con olvidos increíbles. Fue un abogado de triste fama, asesor del directorio de Los Andes , Osvaldo Lima, que redactó los telegramas de despido del personal detenido. Habló, nada más que por tener boca. No dijo nada de lo que sabe.

Imagen:Leonardo Favio, Graciela Borges, Beatriz Guido y Antonio Di Benedetto, en el Festival de Cine de Cannes (Foto de la Audiovideoteca de Buenos Aires)


Muy importante el trabajo periodístico sobre Antonio Di Benedetto que publicó MDZ . Consideración y respeto para acercarse a su figura. De alguna manera contrarían la dura frase de otro gran escritor: “La muerte no llega con la vejez sino con el olvido” (Gabriel García Márquez)
Como MDZ no me ha citado para que hable de mi experiencia, no obstante ser mencionado mi nombre en entrevistas, me veo en la obligación de difundir mi aporte por otros medios. El mejor espacio: La Quinta Pata Digital , incansable defensora de los derechos humanos. Mi cercanía a un hombre, cuya vida fue arruinada por los salvadores de la Patria. Su muerte llegó antes de lo normal por las torturas y golpes a que fue sometido en las inmundas cárceles donde se lo encerró.
Acaso en MDZ hay una lista, como en los días del proceso, donde está mi nombre y el de otros “indeseables” Como decíamos cuando chicos “ellos se lo pierden”, mis recuerdos de ese gran jefe y maestro, por ser míos, no los tiene nadie. Constituyen una triste y, acaso por momentos simpática, primicia sobre la vida de ese gran jefe.
Trabajé con Antonio, en Arte y Espectáculos de Los Andes , sección que dirigía simultáneamente con su función de subdirector, desde 1967. Luego controló a diario mis notas policiales en el vespertino El Andino , un éxito periodístico. Lo conocí mucho. Lo aprecié. Fue un maestro para los jóvenes “plumones” de aquellos años. Alguien con opiniones duras y profundos conocimientos de la literatura.
Siempre digo que he recibido algunos regalos del cielo. Uno, la amistad con Antonio, el aprender de él. Otro, el vínculo indisoluble con Galina Tolmacheva, mi mentora de teatro. Y Ricardo Tudela, siempre en la memoria. Él ponía, a los nóveles de esos días, a la altura de algunos de sus amigos: Neruda, Alfonso Reyes. Nos abrió a los incipientes escritores, entre ellos Carlos Levy, un mundo único. Ricardo: “ese cable a tierra de la gran usina del cosmos”. Luego de esta breve presentación, de lo mejor de mi curriculum y el breve homenaje al autor de “El inquilino de la soledad” entro en tema.
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El ejército argentino me detuvo el 24 de marzo de 1976, a las 3 de la mañana poco más o menos. En la oscuridad de un patio, durante el allanamiento a mi vivienda, recibí un fuerte golpe en la espalda. En la parte trasera de un camión, apuntado por soldaditos con miedo, me llevaron hasta el Liceo Militar General Espejo, del que salieron nuestros mandatarios Iglesias, Cobos y Pérez. Una “fábrica de gobernadores”, y en el 76 un centro ilegal de detención.

Fui el segundo preso. El primero, Pedro Tránsito Lucero, jefe de noticias de El Andino . Después llegaron muchos otros. Aparecieron los desvencijados camastros y ahí nos dimos cuenta que no era una detención transitoria, como las que a veces la policía nos aplicaba,
En la tarde de ese día 24, vi a Antonio. Al lado, sonrientes, sus “acompañantes” sabían que saldrían en libertad: el “Gordo” Schiappa de Azevedo y ese desmemoriado total, el doctor Osvaldo Lima. Hablé con los dos. Schiappa lo rememoró ante mí años después. Lima fiel a su “io non sachio niente” cierra su boca. Se olvidó. Yo llevaba puesto un sacón de duvé de alta montaña, que alcancé a manotear en mi casa durante la detención. Me imaginé que me llevaban al frío. Era color naranja, tono supervivencia, que le decían. El doctor Lima, haciéndose el gracioso me dijo, por la gama del abrigo: “Usted se ha venido de incógnito”.

Imagen: El cura Héctor Gimeno (fallecido) capellán del Liceo en los días cuando ese lugar era una prisión bendice sables ¿Qué otra cosa podía bendecir?


Antonio venía demudado. Apenas si hablaba. Yo traté de hacerle un chiste, él era un gran inventor de cuentos breves, jocosos, en los que a veces se burlaba de sí mismo. Quise alegrarlo con una “chanza” un tanto macabra y no me di cuenta que su percepción estaba fuera de control. Le dije: “Me he enterado de que enseguida llegan varios peluqueros y nos raparán a cero”. Fue un golpe para él “¿Eso nos van a hacer? Preguntó muy alterado y yo no sabía como salir del yerro. Creo que lo convencí que era una broma. Creo. Acaso su intuición de escritor ya le presagiaba los fusilamientos simulados, que ese Liceo aplicó después (me tocó vivir uno) y las torturas de las que fue objeto en los penales en los que estuvo encerrado.
No dormía en la cuadra con nosotros. No comía en los grandes mesones en que nos situaban. O estuvo lejos de mis lugares. No lo dejaban arrimarse a los grupos de detenidos que caminábamos dando vueltas y vueltas en el rodeo de una gran cancha de ejercicios. Lo veíamos desplazarse lejos de nosotros. Detrás, a veces, un soldado armado con un fusil FAL que lo seguía atentamente. Sin dudas estaba muy triste. Y con miedo. Como todos nosotros.
Dejamos de verlo y no supimos más de él. Era común que perdiéramos el registro de un detenido. A veces los llamaban ante todos para devolverles la libertad. O partían, como en mi caso y otros, con toda una ceremonia de vendaje sobre los ojos, capucha (¿para qué si ya teníamos anulada la visión?) manos atadas detrás de la espalda y un pelotón de fusileros FAL que nos guiaban por senderos desconocidos. ¿Fusilamiento? No. Interrogatorio. Sobre otros muchachos, conocimos versiones de sus traslados. En este caso la factoría de rumores, manejada por los mismos militares, no arrojó información. Todos quienes lo conocíamos, éramos varios colegas, nos preocupamos. No hallamos la forma de obtener datos sobre su paradero o desaparición, lo más temido.
Los periodistas de Los Andes apresados fuimos despedidos en esos días de presidio. También Antonio, me enteré después. Por eso llama la atención que el doctor Lima no recuerde nada. En los telegramas que nos enviaron se nos calificaba de subversivos, para eludir la indemnización. Tal trámite, para nada normal en el decano de la prensa de Cuyo, sin duda debía ser conocido por ese abogado asesor del directorio de la empresa. Y digo esto con fundamentos ciertos. Las tres mujeres integrantes del directorio, una relativamente joven, la casada con Joao Schiappa de Azevedo, madre del “Gordo”. Las otras dos, muy ancianas. En la interna del diario quienes no querían a Antonio lo bautizaron despectivamente como “La cuarta vieja”. Las señoras no sabían de temas de prensa, ni de nada. Al “Gordo” no le interesaba el diario, verdadera máquina de producir mucho dinero. El era un enamorado del campo. Cada vez que podía se refugiaba en su finca donde era realmente feliz, como criador de ganado y agricultor. Buen guitarrista y cantor, luego armó un dúo con otro destacado folklorista, Oscar Monge, y actuaban con buen éxito ante variado público. Las tres dueñas eran representadas en las reuniones de mando por delegados. A su vez estos, designados por ser parientes de ellas, futuros herederos de buena plata, tampoco sabían mucho. Eso lo demostraban al instante, apenas hablaban de algún tema.
No recuerda Lima la marca del auto. Si venía del garaje del fondo, era seguramente un Ford Falcon. Contaba Los Andes con una flotilla de esos coches. Dice Lima que el diario, de hecho que no es el mismo de hoy, solo el nombre persiste, hizo innumerables gestiones para lograr la libertad de Antonio. No es cierto. Nunca publicó una línea. Era la obligación de un medio de prensa lanzar un reclamo periodístico y no asumir un inocuo rol de “gestor” No se conoce ni uno de esos “trámites” a favor de ese hombre destruido por la injusticia.
En la entrevista le preguntan al olvidadizo abogado si él y Schiappa actuaron en rol de entregadores de Di Benedetto, cargo gravísimo, difundido por Jaime Correas (según Conte de MDZ ). El director de Uno habría sostenido que el propio Schiappa se lo dijo. El abogado respondió que oficiaron sólo de acompañantes.
La acusación de delatores, entregadores, que Correas (dicen) les arroja a esas dos personas es algo gravísimo. No conozco a fondo algunas leyes, pero el periodista de Uno les endilga la comisión de un delito de lesa humanidad. Claro, no lo llevaron a Antonio preso ellos, según se desprende. Pero lo pusieron en manos de los secuestradores, siempre y cuando Correas ahora no niegue todo. Hasta hace poco Schiappa que ya no es más gordo como en aquellos días, vivía en Brasil. Acaso podría consultársele acerca de lo afirmado (o no) por Correas. Si dice que no fue “buchón” el que queda descolocado es el hombre de los multimedios (repetimos, si acepta ser responsable de esa versión). Acaso la justicia debería ocuparse de este asunto y cortar las especulaciones.
La mamá de Antonio y su hermana odontóloga, vivían en calle Entre Ríos, a la altura del 100. Aun se conserva esa casa, por lo menos lo reducido de su frente: una puerta doble. Todos los días, década del 50, Antonio, caminando muy despacio, tocaba timbre en la vivienda de su progenitora. Salían las dos. La señora, de cuerpo vasto, lentes de ancho marco, similares a los de su hijo y su hija, una bella mujer, que estaba de novia con un muchacho bastante extraño: era completamente calvo.
En su marcha hacia el diario un Di Benedetto joven, que ya escribía, pasaba por la esquina de Entre Ríos y Rioja. En el ancho umbral de un local desocupado se reunía la barra de los pibes del barrio, chicos del asfalto, sin potreros, ni bolitas, menos volantines. Eran la Chancha Reynaud, el Viruli Gilyan, el Gordo Manolo, Miguelito González y yo. Nos reíamos de cuanto caminante atravesaba el ocioso prisma de nuestras miradas. Antonio podría haber sido uno de los motivos de mofa, ya que era de baja estatura. Nunca le dijimos nada. No por miedo. Sino por intriga. Algo emanaba de él que nos sacaba de ese estado irrespetuoso. Otros conseguían lo mismo, “revoleándonos un sopapo” cuando advertían que habían sido elegidos como proveedores de risas.
Pasaron los años y a mí se me cumplió un sueño: entrar a trabajar a Los Andes. El examen de ingreso, sumamente exigente, más que nada en literatura, me lo tomó el propio Antonio. Hacía rato que lo tenía detectado como a ese hombre enigmático e impresionante de mi infancia. Sabía su nombre cuando mi pantalón era corto, por Miguelito que vivía en la casa de al lado.
Ya en la sección de Arte y Espectáculos conocí a otro Antonio. En cine, poesía, dramaturgia, un hombre de saber profundo. Periodísticamente, el jefe más exigente y preciso que he conocido. A quien no entraba en su ritmo, no era fácil seguirlo, le bajaba severas sanciones. No digo el nombre porque es un buen amigo que ya superó ese mal paso. Un redactor presentó un ciclo de trabajos que no le gustó a Antonio. Su juicio fue duro: “Usted será trasladado a Corrección hasta que aprenda a escribir”. Años demoró el colega en superar ese ostracismo.
Un día no aguanté y le dije que yo era una de esos chicos (había sido) que lo veía pasar a diario. El nunca reparó en nosotros. Le hablé de esa impresión que su persona nos causaba, eso indefinible, como si pasara y a la vez no lo hiciera. Y me reveló algo que hasta hoy me sirve y me acompaña “Cuando yo estoy ideando un cuento --dijo-- todo el día pienso en él. Me acompaña. Permite cruzar calles y que no me atropelle un auto. Puedo trabajar en el diario, con él, creciendo en mi interior. Y no se va de mí hasta que no está listo. Luego vienen las correcciones, por supuesto…”
Digo que usé eso porque a mi modo desarrollé un mecanismo de concentración, seguro que no igual en intensidad al de Antonio y pude mejorar en algo una labor narrativa.

Recuerdo que en mis inicios me tocó trabajar acerca de un aluvión de barro, más que nada bentonita, que cubrió una buena parte de Las Heras. No hubo víctimas fatales. Pero sí una versión inquietante. Algunas personas dijeron haber visto en la lenta ola espesa que avanzaba por las calles a un chico que desapareció cubierto por el fango. Todo quedó ahí, ya que de ningún hogar de la zona faltaba una criatura. Y eso dio origen a un cuento sensacional de otro miembro de ese staff de jóvenes periodistas, Daniel Prieto Castillo: “Hay un niño en el barro. No hay un niño en el barro”

Imagen: Obras de Antonio reeditadas por Adriana Hidalgo


La única manera de avanzar – los coches se quedaban – era caminando asido a las ventanas de las casas, a las que llegaba el limo. Y no había otra, meter los pies en ese coloide. La bentonita me quemó la ropa: un saco bellísimo y un pantalón al tono de “Glenmore” y unos mocasines de “Juven’s”
Me amargué. Me presenté ante Antonio y le conté, no del aluvión, que estaba en tapa, sino la pérdida de mi atuendo. Me hizo sentar.
Alguna vez lo publiqué. Las entrevistas con él eran muy singulares. Ofrecía a los periodistas, a quienes les quería dar una indicación o reconvenirlos, un enorme sillón de cuero del juego de su enorme despacho. Él usaba una silla común frente al interlocutor. Pero ocurría que el sofá, con grandes almohadones rellenos con plumas, empezaba a hundirse por el peso de la persona sobre él sentada. Expelía aire el asiento. Era un soplido tenue que indicaba, aunque no hacía falta, que uno se perdía de a poco en el asiento. Enfrente, cada vez más en lo alto, Antonio en su trono. Esa desproporción de niveles a muchos colegas los aterrorizaba. Se sentían casi en un estado de sujeción con respecto al subdirector. Y si lo que sobrevenía de arriba era un llamado de atención, el susto era mayor.
Antes de tocar fondo alcancé a decirle a Antonio que quería que la empresa me comprara un juego de ropa igual al dañado. Me escuchó y dijo: “Cuando yo empecé como periodista del diario, era un muchacho joven y sin recursos económicos. Se cayó un avión en la montaña y me mandaron a hacer la cobertura. No tenía abrigo. Traje, nada más. Pasé mucho frío y más todavía porque por los agujeros de mis zapatos me ingresaba congelada agua de la nieve que pisaba”
No dijo más nada. Me miró. Yo emergí del incómodo brete. Y aprendí para siempre: no hay que quejarse. Se debe seguir hacia adelante como sea. Él lo hizo. Aguantó a bestias con uniforme que le rompieron los lentes. Veía muy poco, casi nada sin sus grandes gafas. En una nota que no encuentro en los archivos de los diarios reproducidos en Internet, Daniel Moyano, autor de “El oscuro”, para algunos una personificación transfigurada del tirano Onganía, y un registro puntual del asesinato en Córdoba del joven mendocino Santiago Pampillón, sostuvo algo gravísimo.
Moyano ganó el más importante premio argentino de novela de los setenta, el instituido por Sudamericana-Primera Plana, precisamente con “El oscuro”. Detrás quedó Antonio con “Los suicidas”. Ambos periodistas y escritores fortalecieron su amistad en el exilio, en España. Dijo Moyano que Di Benedetto le contó que todos los días ingresaba un guardia, a la misma hora, a su celda y le golpeaba sistemáticamente la cabeza. Acaso un homicidio proyectado hacia el futuro. Tal vez la razón que le produjo la grave enfermedad que terminó con su vida. Eso no se ha corroborado aun.

Imagen: Daniel Moyano uno de los grandes narradores argentinos



Los últimos días de Antonio Di Benedetto


(De la revista La Ciudad, enero 2011 – Año 3 Nº 12 – Mendoza)
Liliana Valverde
Di Benedetto, escritor y periodista mendocino, fue detenido en marzo de 1976 por los militares encaramados en el poder. Los mismos acusados de ser los responsables de las desapariciones de 30.000 personas.


Dueño de una obra importantísima por su toque distintivo, el original y cuidado manejo del idioma y lo sorprendente de su temática, Antonio Di Benedetto nunca supo la razón de su detención ni de su paso por cárceles donde fue sometido a torturas. Tampoco quién ordenó la destrucción de su notable carrera periodística. Fue justamente en penales a cargo de sádicos donde se inició su deterioro físico.

Una imagen muy sensible del fin de Antonio la da uno de los médicos que lo atendió en el hospital Italiano donde se hallaba internado, en Buenos Aires.

Se trata del doctor Carlos Becker, quien relata:

Cuando lo trajeron yo no estaba de guardia. Al otro día, cuando llegué al hospital me entregaron la ficha de aquel paciente: Había sido internado después de una descompensación cardíaca en la sala 2, cama 3. La ficha decía: Paciente, Antonio Di Benedetto. Edad: 64 años. Fecha de Nacimiento: 2 de noviembre de 1922. Lugar: Mendoza. Al verme, se acomodó en la cama. Su pelo y barba blancos, ojos hundidos y el cuerpo un tanto deteriorado. Un hombre viejo – pensé. Podía ser mi padre. Había angustia y mucha resignación en su mirada. Es cierto que algunos pacientes parecen tristes, pero ese hombre parecía vencido.

-¿Se siente mejor? pregunté.
-Sí, estoy bien. Tengo mucha edad y me duele acá - dijo señalando las costillas.
La voz era quebrada, pero anteponía paciencia. Parecía acostumbrado a arreglarse con poco.
Al otro día había mejorado notablemente. Lo encontré despierto, con sus gafas puestas y leyendo un libro de tapas amarillas. Me acerqué y levantó la vista.
- ¿Lee?, interpelé estúpidamente.
-Pirandello - dijo. Es teatro. “Esta noche se improvisa”- indicó señalando la tapa del libro e inquirió si me gustaba la lectura, le contesté la verdad, no me gusta leer mucho, algo de vez en cuando.
-Lo interrogué acerca de su profesión, manifestó que era escritor: “Tengo un par de libros, cuentos y novelas”.
Yo había leído en su ficha que era de Mendoza y le pregunté si había venido a Buenos Aires por trabajo, pero no contestó. Advertí cierto pudor, quizás recuerdos amargos. Cambió de tema. Me pidió un vaso de agua. Se lo alcancé y siguió leyendo.
-Esa tarde, al salir del hospital recorrí varias librerías. Encontré “Zama”, “El Silenciero” y “Cuentos del Exilio”. Allí había datos que me permitía entender el silencio de ese hombre. Creo que esa noche leí mucho más que lo leído en toda mi vida.
-Al otro día fui a contarle, pero se dormía. Volví luego de hacer varias curaciones y atender dos ó tres consultas. Estaba despierto y con los anteojos puestos, pero no se lo veía muy bien.
-Estuve leyendo sus libros - le dije como dándole una buena noticia, pero advertía en él una expresión triste, un poco lejana.
-Bueno, ahora sabe un poco más de mí - respondió mirando hacia la ventana.
-Sé que no le gusta el ruido, sé que estuvo exiliado y sé que… - pero no me dejó terminar la frase.
-Fui torturado. Mirá pibe, hay cosas que es mejor no recordarlas. Hay heridas que lastiman sin estar en carne viva. Lo que más me duele es no saber porqué lo hicieron. Quizás les molestó algún cuento, quizás mis notas en el diario. De todas maneras dudo que el tipo que usaba la picana alguna vez me haya leído... ¿Qué leíste? - demandó cambiando el tema.
-”El Silenciero” y empecé “Zama”, me gusta la escena del principio. La imagen del mono en el agua, el cadáver del mono que vislumbró en el agua.
-”El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos”...- recordó. A mí también me gusta esa parte - dijo con desgano.
-Me llamaron por una urgencia y me fui.
-A la mañana siguiente fui a verlo, pero la cama estaba vacía y tendida cuidadosamente.
La ficha, aún colgada a los pies de la cama, sólo agregaba la fecha y causa de la muerte: 10 de octubre de 1986. Derrame cerebral”.


A todos los conocidos Di Benedetto les preguntaba si sabían de la causa de su detención. Nunca se enteró del motivo de ese inmerecido castigo que cayó sobre él. Sufría por ello. Fue como si sus verdugos, sabedores de su sensibilidad de artista, le dejaran activada una tortura perenne.
Y en un sobrevuelo desordenado sobre recuerdos, no olvido su gran sentido del humor. Volvió de Buenos Aires, de su primera reunión como miembro de la Academia Argentina de Letras. Le llevé un material a su oficina, luego de aprobarlo, me invitó a sentarme en la fatídica y gigante butaca. Yo tranquilo. Sabía que la reunión no era, como decíamos, para un “lavado de cabeza”. Me contó de la primera sesión en ese augusto templo de la literatura nacional.
“Y le cuento lo que me pasó ---dijo mientras le brillaba una clásica sonrisa, muy suya, llena de picardía, con un sesgo infantil--- uno de los empleados me guió hasta mi asiento. Y luego me mostró un perchero donde yo debía colocar mi sobretodo. Me explicó que sería mi colgadero. Por supuesto que había otros similares. Me llamó la atención: todos tenían una placa adosada, con el nombre de los primeros escritores que los usaron. El que me tocó decía Leopoldo Lugones. Entonces imaginé, qué hubiera pasado si al retirarme me encuentro con el abrigo de Lugones y no con el mío…” Y empezó a reírse, como él lo hacía, con cortas carcajadas. No hacía falta que hablara más. El autor de “Lunario sentimental” medía casi dos metros de altura.
Antonio era extremadamente bajo. No compuso la imagen. Surgió sola con su risa y, con la mía. Él, vestido con un sobretodo que arrastraba largamente sobre el piso. Con unas mangas que parecían vacías, por sus cortos brazos…
Luego de un periplo por Europa, y en un momento similar al anterior evocó: “Iba en un ferry y me encuentro en la cubierta con una linda señorita. Nos ponemos a conversar (era un seductor absoluto) y yo para romper el hielo le dije: ¿Que tal si vamos al bar y tomamos café? Y ella contestó: Gracias, pero cuando tomo café no puedo dormir. Entonces le dije: A mí me pasa al revés, cuando duermo no puedo tomar café” Y se rió con ganas, feliz por la invención...
Y no escribo más. Me queda un cúmulo de vivencias de mis 9 años de trabajo con él. Pero, quiero ir más allá del golpe que me sigue causando el testimonio del doctor Becker.
Necesito que en el final quede flotando su alegría…


La Quinta Pata, 06 – 11 – 11

La Quinta Pata

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