domingo, 25 de marzo de 2012

Viajar (morir) en el Sarmiento

Eduardo Paganini

No se puede tener una dimensión cabal de la condición humana si no se ha viajado, al menos una vez, en horario pico, en el Sarmiento. (1) Recién lograda esa experiencia, la cosmovisión se enriquece de modo notable al verificar las extensas latitudes que alcanzan en el ser humano tanto la resignación como la intolerancia, el coraje como el temor, la pasividad como el apuro. Y esto, solo circunscripto al estado anímico, psíquico, del pasajero, puesto que el ámbito físico supera ampliamente el panorama: frío/calor, cansancio/sueño, sed/hambre, dolor/ alivio… según la dosis de suerte del día.

Por cuestiones de biografía, me ha tocado viajar en el Sarmiento desde la infancia, lo cual indica que no es un tema que me resulte ajeno. Recuerdo la sorpresa de aquellos adultos cuando se trajeron los “coches japoneses”, grandiosa novedad que modernizaba el servicio y eliminaba ¡sorpresivamente! las locomotoras. Hablo de fines de los ´50 o inicios de los ´60. Me veo ahora en aquellos amplios vagones en los que viajábamos con mis padres hacia las casas soleadas de tíos y primas, donde los vendedores ambulantes ofrecían sus productos por monedas, el cántico “a la fruna, fruna” que anunciaba la venta de unos caramelos masticables y gigantes que nunca volví a encontrar. Ese tren de aquella “edad de oro” es exactamente el mismo que el de nuestros días, “edad de hierro”…y ya desgastado por el tiempo y el uso.

Es curioso (permítaseme esta digresión): el fútbol ha generado —sobre todo en las dos últimas décadas— un apasionamiento literario y editorial que ha obligado a más de un ratón de biblioteca a averiguar qué es esa cosa que llaman gol , pero los trenes —de tanto o mayor cautiverio social— solo han sido atendidos por el cine nacional. Las pantallas son las que han tomado el desafío de denunciar el vaciamiento y desaparición de no solo de una vía de locomoción, sino de un complejo motor comunitario de constitución de la identidad nacional.
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Pero algunos ramales quedan…y en la Gran Ciudad son necesarios para mover la masa laboral, llevar y traer a los laburantes que lubrican con su energía cotidiana ese complicado mecanismo de producción y plusvalía. Por ende, esos ramales aunque pararon no se cerraron , ya que no resultaba fácil que millones y millones de habitantes se movieran desde su casa al trabajo y desde el trabajo a su casa .

Y aquí vamos, parados y apretujados en el pasillo, porque no conseguimos asiento… balanceándonos al compás del bugui: quetrén—quetrén, quetrén—quetrén… atentos al bolsillo donde están los papeles y algún billete, relojeando por la ventanilla turbia cuánto falta, admirados por tanta variedad humana y alguna belleza, intercambiando el pie de apoyo, somnolientos. En Liniers la cosa afloja, bajan unos cuantos y suben menos. Se invierte la tendencia, diría un científico. En Flores se vuelve a dar el fenómeno, de tal modo que ya se puede ver el piso del vagón, el cuerpo puede volver a ocupar su volumen aeróbico, hasta hay capacidad de maniobra para mirar el reloj y reubicarse en las coordenadas jefe/tiempo .

El servicio no se declaró condicional, no se retrasó, no tuvo ningún accidente o conflicto de tránsito: podría decirse que tuvimos suerte…Llegaremos a Once en tiempo estimado…

Pero siempre pasa que queremos aprovechar para ganar unos minutos, más en esta ciudad vertiginosa...Y siempre encontramos el buen motivo: llegar antes a la cola del colectivo, tomar un cafecito de dorapa , pasar por la vidriera de tal para ver el precio cual, llegar antes al taller o a la oficina o a la escuela o a…

Y sólo hay una manera de concretar todo aquello: aprovechar que hay más lugar en el tren e irse para adelante, así se ahorra la caminata por los andenes en búsqueda de la salida. Y con este concepto, todos los días, todos los trenes, al arribar a la estación terminal tienen más poblados los vagones de su cabecera. Esta es la razón, este es el quid del desequilibrio demográfico de todo y cualquier tren de día hábil: las ganas, el deseo, la desesperación por cumplir. Este aspecto es el que hace más trágico el accidente en Estación Once, ocurrido hace poco más de un mes, y al mismo tiempo descalifica absolutamente a los funcionarios y empresarios que expresaron frases cuyos contenidos muestran a simple vista que desconocen de qué están hablando.

Todos los que hemos viajado en el Sarmiento, no solamente sabemos qué pasó allí sino que sentimos que estuvimos en ese tren, un pedazo de nuestra carne está lacerada por cada una de las víctimas, por cada muerto, por cada herido, por la menor contusión. Y al mismo tiempo nuestra mente se energiza, se levanta y reclama. Reclama y protesta. No solo por justicia, por sanciones para los responsables, sino también por dignidad en los servicios de transporte, en el trato, en el clima cotidiano del control y vigilancia, en la anulación de la negligencia como sistema de gerenciamiento. Para el trabajador, para los estudiantes, la vecina, el jubilado, en fin, todos aquellos que no pueden optar por otro sistema de traslado.

Y para cerrar, esta breve conclusión: parece ser que la negligencia social es el ingrediente complementario de la eficiencia empresaria. O dicho al estilo de Roberto Arlt: muchachos, no pueden ser tan turros para ganarse unos mangos.

(1) Referencia al Ferrocarril Gral Sarmiento que conecta, mediante servicios de tren eléctrico de frecuencia intensa, la ciudad de Buenos Aires con casi quince localidades urbanas y suburbanas en un itinerario de 35/40 km.



La Quinta Pata

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