Eduardo Paganini
A las 6 menos cuarto de la mañana, sonó el teléfono. Si bien en pocos minutos lo haría nuestro despertador, fue un madrugón sorpresivo. Adormilado llegué al tubo y atendí. Era un pariente, que me decía que tuviésemos cuidado que había un golpe de estado.
— No sé… era Alberto… llamó para avisar que hubo un golpe…
— ¿Y? ¿A nosotros qué?
¿Ingenuidad? ¿Inexperiencia? ¿Escasez de malicia? ¿Qué fue lo que nos hizo pensar que ese llamado estaba fuera de contexto, que este sería como cualquiera de los otros golpes que habíamos presenciado?: tanques en la calle…colimbas de facción en la esquina…radio nacional en cadena… 150 comunicados… En fin, folklore político argentino típico y tradicional…
Pero no. De a poco empezó a sentirse en la piel y en la ausencia de aire que esto era distinto. Diferente y más profundo. El clima opresivo intensificado por la Triple A(1) quedaba chico al lado de esto.
Todos estábamos bajo sospecha. Documentos en el bolsillo, barbas rasuradas, listas negras, operativos, desapariciones. Un juego político siniestro donde se podía perder desde la pilosidad hasta la vida, pasando por el trabajo y la residencia. Pero fundamentalmente perdíamos la esperanza, el horizonte de libertad. La asfixia era cotidiana, la escafandra cívica la herramienta de supervivencia.
La realidad, superando el estilo del más complejo Cortázar, se transformó en un relato inacabable e inabarcable, en el que las pistas de la lectura eran dolientes heridas de ausencia y de partidas. Era visible que la red social se estaba transformando en una red metálica de angustia y aislamiento, cargada de sospecha y muerte.
Conscientes de las maniobras nocturnas de lo que creíamos fuerzas regulares, cada noche se transformaba en una jugada de Prode macabro, de Loto sangriento, con el número de perdedor en la mano y esperando zafar por esas 24 horas. Con la ingenuidad de creer que un diálogo, una mirada a la casa, la condición de joven matrimonio con hijos era suficiente prueba de explicación…Pero, un taconear desde la ventana alertaba el sobresalto y provocaba el insomnio. Así hasta que la naturalización empezó a funcionar como mecanismo de adaptación, de prenderse a una rutina que llamamos vida. Y hay que trabajar, juntarse con amigos, llevar a los chicos a la calesita, viajar en tren…es decir, apesadumbrados por ese peso negro de la dominación y la culpa instalada, tratar de mantener una cotidianeidad lo más parecido posible a la que conocíamos desde otras épocas.
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