domingo, 1 de abril de 2012

Reminiscencias de Malvinas… en Costa Rica

Hugo De Marinis

1982 sería mi último año de tres en la “Suiza centroamericana”. También el principio del retorno de la mayoría los exiliados instalados allí, gracias a la aventura de la dictadura de invadir Malvinas y el consiguiente colapso del proceso genocida. Nunca volví a Costa Rica ni me rencontré, para mi gran desconsuelo, con los grandes amigos y compañeros que supe labrar en aquellas tierras tropicales.

El ‘82 fue un año abundante en vicisitudes personales cuya cronología se me revuelve en la memoria. Pero antes de desembuchar, permítaseme un reparo. No deseo ni tengo el más mínimo ánimo de frivolizar la tragedia de los soldados conscriptos que participaron de aquella absurda conflagración. Si lo que escribo se parece a eso, no ha sido con intención. En todo caso y por las dudas, creo que el reclamo argentino pretérito y actual es legítimo, por más que cuando se toca el tema Malvinas me entran sospechas montaraces: cortinas de humo, patrioterismo, oportunismo político, etc. Lo que sigue es sencillamente y nada más que una exploración de recuerdos que ya empiezan a difuminarse en la nada.

Dicho lo previo, emborrono: se me mezclan los últimos tramos del laburo más gratificante – aunque muy mediocremente remunerado – que he tenido a lo largo de mi existencia hasta el momento, el primer cumpleaños de mi hijo, el infausto desembarco, el hundimiento del Sheffield y un mini viaje a la zona de la Sabana en San José, a un restaurante donde se celebraba un campeonato de truco disputado por unos cuantos connacionales expatriados.

* * *

Después de unos meses de arribar a la nación centroamericana se me dio el sueño de pibe. Asociado a Dante Polimeni, abrimos una librería en la provincia de Heredia (en Costa Rica, por su tamaño, las provincias tienen dimensiones similares a los departamentos mendocinos) a la vuelta de la Universidad Nacional y a la que por ello le dimos el nombre soso de “Librería Universitaria”. Dante enseñaba en esa institución. Luego de un tiempo de lecturas eternas (los clientes escaseaban), hubo diferencias con el socio y nos abrimos. Cada uno siguió por la suya.

Gracias a la agencia del entonces suegro de un conocido que hace unas pocas semanas me contactó ¡por Facebook!, y por mi experiencia herediana, me dieron trabajo en otra librería, sin exigencia de papeles con los que no contaba y que me hubieran habilitado para hacerlo dentro de la legalidad. La librería se llamaba “Club de Lectores”, había pertenecido al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). Luego del triunfo de la revolución nicaragüense en julio del ’79, la traspasó al Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (PRTC).
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Se me otorgó el pomposo cargo de “gerente”, ilegal, por supuesto. Había tres subordinadas: una par de chicas salvadoreñas que ayudabas con las ventas y otra costarricense que se encargaba de la limpieza. No daban ni bola a mis directivas gerenciales. La librería se ubicaba en el barrio San Pedro de Montes de Oca, en San José, y estaba frente a la otra gran universidad de ese país, la Universidad de Costa Rica. Además de seguir leyéndolo todo de modo muy desordenado, me anoté para estudiar filología española a medio tiempo. Con ese ritmo por supuesto no llegué a completar el primer año.

El nombre “Círculo de Lectores” no resistió. Decidimos cambiarlo por “Macondo”. Le pusimos así más que por estatus literario porque se llovía a diario, se inundaba, le caían todos los truenos y rayos del trópico, y se le acercaban cada valores que solo se podían equiparar con los inmortales personajes de la gran novela de Gabo. El conocido que me contactó por Facebook – Carlos “Piojo” Rosales, hoy un médico que se desempeña en una organización de salud internacional – colaboró en la mano de obra en aquellos tiempos de vacas flacas, en el remozamiento del frente y en la elaboración del nuevo logo de la librería.

En esa sinecura pasé casi todo el resto de mi estadía costarricense en el que, cosa rara en mí, amplié mi círculo social notablemente e hice amigos (la mayor parte desterrados) del alma.

* * *

Un día antes del cumpleaños número uno de mi hijo, ocurrió el desembarco, y copó los titulares de diarios y noticieros radiales y televisivos. El apoyo de los medios locales, de moderado a entusiasta, contrastaba con la general aprehensión con que hasta ese momento los costarricenses miraban a los conosureños en general y a los argentinos en particular. Sensación extraña en algunos de nosotros, que se potenciaba con la solidaridad de la revolución cubana y de las formaciones de izquierda centroamericanas, cuyas bases – desde mi percepción – daban la bienvenida a esta nueva pelotera antiimperialista que por lo demás, según ellos, ayudaba a dispersar la presión yanqui sobre la complicada revolución salvadoreña, en plena marcha en esos tiempos.

Con los amigos más cercanos, reunidos en un reducido grupo que respondía al nombre de “Denuncia” – en realidad los restos de un grupo que se identificaba con el periódico de la misma denominación que creo, tenía base y era publicado por exiliados argentinos en Estados Unidos – nos opusimos dentro de nuestra intrascendencia a esa irresponsable e ilógica aventura.

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Un atardecer de uno de aquellos días de esa guerra, marchábamos hacia un restaurante o club del área del parque La Sabana en un Volkswagen rural color blanco, propiedad del compatriota Jorge Aruj. Nos dirigíamos a disputar una nueva ronda de un campeonato de truco por parejas que no recuerdo bien quién había organizado, aunque sospecho que se trató del legendario viejo Goyo (Gregorio Levenson). Como el asunto era el truco y uno de los artífices de la organización del campeonato – Goyo – era conocido por su amplitud, no había erigidas barreras ideológicas ni lugar para la política, aunque siendo casi todos argentinos – uno que otro uruguayo – el tema Malvinas precisamente en ese segmento de la historia no podía estar ausente.

Uno de los viajeros en la rural Volkswagen de Aruj, era mi compañero de juego, Teddy “Fizz” Bradford, quien, a contrario sensu de lo que sugiere su “gracia”, nació y creció en Mendoza. Se trataba de un paracaidista que aterrizó en Costa Rica siguiendo a su pareja de ese tiempo, la socióloga Susana Becerra quien a su vez había recalado allí un tiempo antes en busca de aires universitarios más conducentes que los rarificados que se vivían en el país de origen. “Fizz” no estaba interesado ni en política ni en Malvinas, solo le importaba el campeonato de truco y que no me le distrajera en asuntos ajenos al juego, del que eventualmente salimos campeones (lástima que no nos agasajaron con una copa ni me acuerdo en qué consistió el premio para demostrarlo al que no me crea). Habíamos hecho migas por Susana y porque con el correr del tiempo lo autoricé a colocar una fotocopiadora en la librería, que se había agenciado no sé dónde, cosa de traficarles copias a los estudiantes universitarios que se arrimaban a adquirir algún texto obligatorio.

Venía también un arquitecto tucumano, Emilio Pérez y, si no recuerdo mal, otro de la misma provincia, gran amigo y compañero, César “Cachito” Núñez, empleado por entonces en un restaurante ubicado a una cuadra de la librería a mi cargo, que se llamaba “Soda 99”. El amigo Piojo en la comunicación de Facebook me comentó que Cachito es en la actualidad un puntal del kirchnerismo e importante funcionario del PAMI en Concordia, provincia de Entre Ríos. En esos días, cuando el entrañable viejo Goyo proponía armar una brigada de voluntarios exiliados para ir a defender las islas, Cachito contaba que le preguntó “y vos viejo, ¿de qué vas a ir?, ¿de enfermera?”. Como con frecuencia en momentos álgidos de la política argentina, por las posiciones asumidas respecto a la guerra, y aun estando así de lejos, hubo en ese exilio situaciones ásperas, como peleas para todo el viaje y trompadas inolvidables.

En el auto el volumen de la radio estaba al tope y conversábamos a los gritos acerca de nuestro comportamiento en la sede del campeonato, sobre la opinión contreras que abrigábamos respecto a la guerra. El arquitecto Pérez, más maduro que el resto, nos aleccionaba severo en el arte de no ofender especialmente a los apolíticos y a buena parte de los peronistas de izquierda que apoyaban la invasión.

De pronto, el interior del Volkswagen rural explotó. En el informativo de Radio Reloj anunciaban que cerca del mediodía un avión de la Armada Argentina Dassault Super Étendard había lanzado un misil antibuque Exocet y dado en el blanco, averiando seriamente al destructor inglés de su majestad, el “Sheffield”. A Emilio Pérez le faltaron manos y voz en su repartija de cachetazos a diestra y siniestra tratando de sustraernos de ese frenesí de guerra en tan impensado sitio. Nuestros gritos, por supuesto, no eran de congoja y a mí particularmente me hicieron recordar los del festejo culposo de los goles de Kempes y Bertoni del mundial ’78: salía de los intestinos, pese a que después se razonara que se había cometido el error de celebrar a la par de los (nuestros) asesinos.

Con Emilio todavía ofuscado llegamos y bajamos ya más mediditos al lugar del campeonato para encontrarnos con el resto de los jugadores, casi todos en trance, contando e inventando al mismo tiempo detalles del bombazo al “Sheffield”. Por eso es probablemente que el paisano “Fizz” y yo ganamos el campeonato. Los demás estaban en otra. Por ahí, en el frescor de la noche, antes de volver a casa, se me ocurre que uno preguntó al desgaire, “che, qué pasaría si ganaran los milicos…”

La Quinta Pata, 01 – 04 – 12

La Quinta Pata

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