domingo, 5 de agosto de 2012

Huarpes: la fuga y la leyenda (I)

Hugo De Marinis

Es la tierra miserabilísima, falta de todas las cosas. Fuera de raíces de totora y pescado, no hay otro regalo. Los mosquitos son sin cuento; ni de día ni de noche dejan sosegar a un hombre, mis manos y mi cara me las pararon tales que no parecían sino de sarnoso o leproso…
Por no saber la tierra, no me previne con algún calabazo de agua…fue tan grande el calor, que después de dos leguas que caminé, no me podía valer. En todo el camino no hay árbol ni cosa donde poderse reparar.

(De la carta del padre Pastor en la II carta Annua de 1610, “Fuente americana de la historia argentina. Cartas de los jesuitas mendocinos”, Revista de la Junta de Estudios Históricos Mendocinos, 6:8 - 102)

El mito de la Mendoza conservadora quizá haya tenido su plataforma en el difundido y escasamente cuestionado consenso acerca de la mansedumbre de los antiguos habitantes de estas tierras, nuestros hermanos los huarpes. Sabemos que el presunto conservadurismo mendocino ha encontrado apuntalamiento en la construcción de nuestra historia, que como cualquier otra, ha sido regenteada, con matices, por la clase dominante. Dado que las primaveras populares en el medio han sido relativamente cortas y cubiertas con premura por las ruinas restauradoras, existe la sesgada creencia de que la bondadosa siesta desde siempre, nos mantiene el resto del día adormilados, aun cuando en partes menos secas del país se suceden vientos de revisión y cambio.

Un conocido – solo aficionado a la historia como quien suscribe estas líneas – me comentaba la irritación que le producía esa ampliamente circulada noción de la calidad de “mansos” de los huarpes y su proyección a la contemporaneidad. Aunque hay varias pistas que indican que esto no fue ni es tan así, lo manso en nuestra cultura se asimila a lo falto de carácter y entendimiento, y se degrada aún más cuando se compara con los calificativos que se emplean para implicar la gallardía de otros más bravos ascendientes: gauchos, mestizos, blancos y los pueblos originarios que habitaron lo que luego formaría parte del suelo argentino.
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Pueblo hospitalario y pacífico sería más atinado para nuestros huarpes; pueblo que si bien carecería de la vocación de la guerra, los gestos de amistad constituirían un valor común y apreciado entre ellos. De ahí que caciques agricultores y algarroberos – recolectores del fruto llamado algarroba – como Ocayunta, Allayme y Pilectay donaran sin reservas tierras con acceso al riego de las acequias al invasor Pedro del Castillo para la fundación de la ciudad de Mendoza.

* * *

En un lapso de 70 años los huarpes fueron visitados por las culturas expansionistas inca y española. Los primeros, a cambio de tributos de futuros excedentes, transmitieron entre otros elementos, conocimientos agrícolas a la cultura local. Desde entonces varios de los grupos originarios recolectores comenzaron a alternar prácticas sedentarias a sus costumbres nómades. La experiencia de la visita inca debe haber llevado a pensar a los caciques del lugar que los hombres que montaban bestias desconocidas – caballos – otorgarían la misma importancia que los primeros visitantes a las escasas tierras labrantías. Si la generosa “donación” huarpe hubiese sido cierta – los documentos coloniales parecen corroborarla – y no el habitual forzamiento conquistador, se clarificaría el sentido de hospitalidad de esta cultura. Pero los huarpes se equivocaron pasándose de generosos; o en todo caso, unos cuantos de sus caciques, cuyas decisiones redundaron en la miseria de sus paisanos.

Aquella hospitalidad fue muy pobremente reciprocada, ya desde el primer contacto, unos diez años antes de la llegada del fundador de la ciudad al valle de Huentota. En efecto, de regreso al reino de Chile desde el Perú, la expedición de Francisco de Villagra (1551) bajando por el oriente de los Andes, en su paso por lo que hoy es Mendoza, se llevó los primeros nativos encomendados allende la cordillera.

Los colonizadores no mostraron en principio mayor interés en la prosperidad de la ciudad recién fundada. Su intención principal fue llevarse mano de obra a través de la esclavitud de la encomienda para el trabajo en las minas de La Serena o para emplearla en tareas de servidumbre ante la escasez de voluntarios entre los belicosos naturales de lo que en el presente cubre el territorio chileno.

Fuga
Hubo en la provincia insurrecciones y ataques interétnicos contra el colonizador en los siglos XVI (en 1564 los huarpes se rebelaron y las autoridades santiaguinas, alarmadas, mandaron una expedición punitiva), XVII y XVIII de los cuales el padre José Aníbal Verdaguer ha dado cuenta en su Historia de Mendoza (1935). Participaron, junto a los de acá y otros, puelches y pehuenches. En 1632 en unión con nativos de la zona de Tucumán arremetieron contra ciudades “blancas”, según el religioso, “para librarse de los encomenderos y presumiblemente inspirados en los araucanos de Chile”. En 1659 se repitieron ataques a distritos de Mendoza, liderados por el bravo cacique araucano Tunaqueupú. Hubo participación huarpe en la más importante de todas, en 1661. Los pueblos originarios hicieron otros asaltos en 1662 y 1666. En este último, cuyo objetivo había sido un centro jesuita en el Valle de Uco, perdió la vida su rector, el padre Lucas Pizarro. Además del ejemplo de resistencia araucano y la adaptación al caballo, estas rebeliones llevadas a cabo por medio de malones respondían sin dudas al abuso inhumano de los encomenderos.

Pero en los primeros tiempos del contacto con los blancos, los sorprendidos huarpes, al ser llevados por la fuerza – “atados en colleras” – al otro lado de la cordillera nevada donde se los explotaba sin contemplaciones, tramaron sus resistencias a través de las fugas de los lugares de trabajo. Se escapaban en el invierno, sabiendo que por el frío no los iban a perseguir y ponían en grave riesgo sus vidas ya que cruzaban la montaña sin el abrigo ni las vituallas necesarios. Para ellos inmolarse era preferible al extrañamiento de su tierra y de su gente, y a la explotación brutal a que estaban sometidos.

Los que tenían éxito debían guarecerse de los angurrientos invasores en lugares de difícil acceso entre quebradas, cerros y lagunas pantanosas. A esos sitios semiocultos los encomenderos no se avenían a asediarlos. Quienes con bastante pesadumbre sí se animaban eran los evangelizadores como el padre Pastor de la cita del comienzo de esta nota. Para estos hombres de iglesia, que los indios conocieran al verdadero dios y dejaran de vivir en el pecado resultaba más importante que cualquier privación sufrida en la empresa de alcanzarlos e incorporarlos. Los sacrificados curas, a falta de otros redentores, fueron justamente los grandes denunciadores de las vejaciones flagrantes que cometían los ibéricos y que contravenían las mismas regulaciones coloniales en lo referente al trato de los habitantes de Indias.

Las lagunas de Guanacache fueron uno de los destinos favoritos de los fugados y se poblaron de almas que hicieron allí su hábitat. No todos eran huarpes, sin embargo: el mestizaje con culturas vecinas pronto había hecho lo suyo, además del expolio y la miseria que los diezmaron. A final del siglo XVII solo quedaban entre 300 y 400. Habían llegado también a las lagunas otras etnias hostigadas, incluso mestizos y hasta blancos en desavenencia con la nueva ley de la tierra. Desde allí surgieron mayores mestizajes y tan fragorosas como ocultadas insurgencias.

(Continuará)

La Quinta Pata, 24 – 06 – 12

La Quinta Pata

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