Argentina es territorialmente más desigual que otros países con similares grados de desarrollo, como Chile y Uruguay, e incluso que los otros dos países federales de América Latina: el ingreso per cápita de la provincia más rica (Santa Cruz) es 8,6 veces mayor que el de la más pobre (Formosa), mientras que en Brasil el ratio es 7,2 veces (Brasilia contra Maranhao) y en México 6,2 (DF contra Chiapas). En Canadá, pese a las diferencias históricas e incluso lingüísticas, la distancia es de 1,7 (
).
Por supuesto, en la base de esta cancha embarrada están las enormes dimensiones de Argentina y la historia de una nación formada a partir de la unificación de estados preexistentes con tradiciones muy disímiles (pensemos por ejemplo en Salta, cuyo territorio fue parte del imperio incaico, en comparación con, digamos, Chubut, una provincia que recién se pobló en el siglo XX).
Pero lo central es que el problema está lejos de resolverse y que ni siquiera los períodos de auge alcanzan para corregirlo. El ciclo de recuperación de la pos convertibilidad produjo mejoras en algunos distritos por la expansión de las industrias extractivas (hidrocarburíferas en Chubut y Neuquén y mineras en San Juan, Catamarca y La Rioja) y en menor medida por los avances de “nuevas industrias” (turismo en Santa Cruz o vino en Mendoza). Y también, claro, por la soja, que ha extendido la frontera agrícola a provincias pobres como Chaco y Santiago del Estero, cada vez más sojizadas en términos productivos, económicos y sociales.
Pero la inequidad territorial no se ha modificado. La concentración de la riqueza en un puñado de provincias se mantiene (en 1953 los cinco mayores distritos producían el 80% del PBI, y hoy, como dijimos, generan el 76), y las distancias sociales incluso han aumentado (si en 1953 un chaqueño producía el equivalente al 67% del PBI per cápita nacional, hoy produce apenas el 45, mientras que un jujeño pasó del 76 al 49, al tiempo que un porteño pasó de generar el equivalente al 143% al 272).
Cambios
Aunque la desigualdad territorial se mantuvo, la relación entre nación, provincias y municipios, y entre ellos entre sí, cambió sustancialmente. Hubo, por un lado, una redistribución de competencias: en los 70 la educación inicial y parte del sistema de salud fueron transferidos a los gobiernos provinciales, mientras que el menemismo completó la tarea en los 90 con el paso de las escuelas secundarias y los hospitales. En un movimiento inverso, la seguridad social fue trasladada de las provincias a la nación. El resultado, apuntado por Oscar Cetrángolo y José Pablo Giménez (
enlace 3), es un estado nacional que se hace cargo de los problemas del pasado (jubilados, deuda externa), frente a provincias que concentran sus energías –y sus presupuestos– en los temas del futuro (educación y salud).
Esta redistribución de funciones vino acompañada por dos procesos contradictorios. Por un lado, una innegable y creciente centralización fiscal en el estado nacional. Antes del golpe del 76, el total de la recaudación impositiva se repartía en mitades entre la nación y las provincias. Durante el gobierno de Raúl Alfonsín, en un contexto de debilidad presidencial, las provincias llegaron a apropiarse del 56%. Hoy la nación se queda con el 70% y las provincias con el 30, lo cual se explica menos por una tiranía centralizadora del kirchnerismo que por el incremento de los recursos derivados de impuestos que no se coparticipan, como el impuesto al cheque y las retenciones.
La concentración fiscal se refuerza por la concentración institucional. Los mecanismos de emergencia implementados desde fines de los 80 –la proliferación de decretos de necesidad y urgencia y la ley de superpoderes, que habilita a reasignar partidas sin aval legislativo– implican una usurpación de funciones del órgano de representación federal, el congreso, que es quien en teoría debe asignar las prioridades presupuestarias, y un fortalecimiento de la discrecionalidad de la Casa Rosada.
Pero también operan fuerzas centrífugas. Algunas, como la representación igualitaria en el senado, están en la base misma de nuestro sistema institucional (cada senador de la provincia de Buenos Aires representa a casi 4 millones de habitantes, mientras que cada senador de Tierra del Fuego responde a 35 mil). Otras son de tipo económico-patrimonial, como la transferencia de la propiedad de los recursos naturales a las provincias establecida en la reforma del 94, ese dolor de cabeza de Miguel Galuccio. Y otras son estrictamente locales, como las reformas políticas realizadas en las provincias que permitieron desdoblar las elecciones locales de las nacionales y habilitaron la reelección, lo que contribuyó a autonomizar los sistemas políticos provinciales e incrementar el poder de los gobernadores.
Por tres
Luego de la descripción, van las tres tesis, que son también tres paradojas.
La primera es histórica: Argentina tiene un sistema federal que, lejos de cerrar las brechas territoriales, contribuye a ensancharlas. Los datos analizados más arriba demuestran que la desigualdad territorial se ha mantenido con gobiernos militares y democráticos, de izquierda y derecha, neoliberales o keynesianos, y que a esta altura no debe ser vista como problema transitorio sino como un rasgo estructural de la organización nacional, un “ancla territorial”, en palabras de Francisco Gatto, que impide un desarrollo equilibrado (
enlace 4).
La segunda tesis es institucional: los gobernadores se han debilitado económicamente pero han ganado fuerza política. Esta dependencia fiscal ha hecho que todas las provincias menos cinco (Santa Fe, Córdoba, la Capital, Corrientes y el Estado libre-asociado de San Luis) se encuentren hoy alineadas con el gobierno nacional. Pero no implica que sean más débiles, porque también, como dijimos, son más autónomas: desde 1987 hasta hoy, sólo 7 de los 58 gobernadores que aspiraron a la reelección no la consiguieron, y en 2011 los oficialismos ganaron en todos los distritos menos dos. Seguramente aquí radique la explicación del preocupante fenómeno de victorias provinciales obtenidas con porcentajes soviéticos de votos: 68% de José Luis Gioja en San Juan, 85% de Gerardo Zamora en Santiago, 68% de Luis Beder Herrera en La Rioja.
La última tesis es política: el peronismo es un partido territorial que carece de un enfoque sobre el territorio. Aunque nació como una organización nacional, se fue convirtiendo, desde 1983 hasta ahora, en un clásico partido clientelar-territorial, en un proceso de desmembramiento no tan diferente al que atravesó el PRI mexicano. La rama sindical, que en el pasado funcionó como su núcleo organizador, hoy es una rama seca, y los dirigentes territoriales (gobernadores, intendentes, punteros) han ido reemplazando a los gremialistas en el control del aparato, al tiempo que los recursos públicos suplantaban a los fondos sindicales (
enlace 5). Paralelamente, el aparato se fue fragmentando, y hoy parece más una confederación de liderazgos, estructuras y caciques que una verdadera organización nacional.
Sin embargo, el peronismo no ha logrado construir un enfoque territorial de la gestión pública a la altura de su transformación interna: a diferencia del PT brasileño, el Frente Amplio uruguayo e incluso el MAS boliviano, que se formaron en los rigores de la gestión municipal antes de llegar al poder central y que introdujeron novedades sobreestimadas pero interesantes como el presupuesto participativo, el peronismo aportó poco de nuevo, y en este sentido no es casual que la última iniciativa importante, el traslado de la Capital a Viedma, haya surgido del radicalismo. (Para ser justos, señalemos que el resto de los partidos tampoco innovó mucho en esta área y que el único modelo importante –la Rosario socialista– está en crisis). Como sea, la explicación está en el origen: el peronismo nació alrededor de una causa de clase, la justicia social, y se construyó irradiando del centro al interior: primero vino el 17 de octubre en la Plaza de Mayo y más tarde la conquista del interior. El peronismo se territorializó sin que sus dirigentes se dieran cuenta.
Final
La pax peronista del kirchnerismo, tal vez más tensa pero no menos estable que la de Menem, es el reflejo político del estado actual del federalismo argentino. Y es también, tras la ruptura con Hugo Moyano, la principal estructura que sostiene al gobierno. Su eficacia se pondrá a prueba una vez más este año: sucede que las elecciones, sobre todo las legislativas, se juegan en varias dimensiones pero se definen sobre todo en el territorio, ese océano de tierra que alberga tantos climas como diferencias.
Enlaces:
1. Víctor J. Elías, “La desigualdad territorial en la Argentina”, Foreign Affairs en español, Vol.9, Nº1.
2. Idem.
3. “Las relaciones entre niveles de gobierno en la Argentina”, Informe de la Cepal.
4. “Crecimiento económico y desigualdades territoriales: algunos límites estructurales para lograr una mayor equidad”, Informe de la Cepal.
5. El estudio pionero sobre el tema es de Steven Levitsky, La transformación del justicialismo. Del partido sindical al partido clientelista, 1983-1989, Siglo XXI, Buenos Aires, 2005.
Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur, 02 – 13
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