domingo, 28 de abril de 2013

Andrés Cáceres y los prodigiosos años 50

Alberto Atienza

Andrés Cáceres, periodista especializado en Arte en el momento de la presentación de su obra en el MMAM

“El Gran Ausente”, novela
Conozco a Andrés desde nuestros pininos en periodismo, allá por fines de los ‘60. En Los Andes, una redacción llena de talentos y que, para gran sorpresa y felicidad, hablaban con nosotros, asustados grumetes y nos daban pautas muy valiosas. Algunos de ellos eran escritores, Antonio Di Benedetto, Alberto San Martín o artistas: “Toti” Rossi, doctorado en teatro en La Sorbona, Alfredo Dono, fundador de coros. Y grandes periodistas: Jorge Bonnardell, Daniel Prieto, “El Ciego” Oliva, “Quico” Ferrari, Luis Felipe Anzorena ¿Te acordás, Andrés? No menciono a más muchachos, para nosotros en aquellos días importantes señores, sabios maestros, porque, como decía la bruja amiga de Inodoro “Me olvidau”
Desde un sitio en el que ambos habitamos sin vernos, apenas saludándonos por las veredas, sin conversar como antes, te escribo. Atrás quedó la grata sorpresa que me deparó tu crítica a mi primer libro De bichos y tiroteos en tu espacio de Arte y Espectáculos de Los Andes . Lo mío, obra casi de un diletante, mezcla de noticias y ficción ¿Te acordás Andrés? Hoy seguimos en el mundo que elegimos. Cada tanto llegamos a puertos, como vos ahora con El Gran Ausente luego de larga navegación en un mar que más de una vez pone a quienes lo surcan al borde de naufragios: el imperioso océano del periodismo.
Bueno…como se dice en las charlas…basta de follaje, pasemos al árbol, tu novela. Después, si te place, seguimos en la calesita de las añoranzas.


Lo primero que emana de El gran ausente : sorpresa intensa. Estamos ante una obra redactada con elementos difíciles de unir, convertidos en literatura pulcra, impecable. Lo hecho, denota un gran oficio por parte del autor. El tema, ardua base: los años ‘50. Abordar esos tiempos idos presupone un riesgo grande que implicaría como resultado una prosa densa, pesada, llena de enormes autos con formas redondeadas, chicas con melenas y peinados iguales a los de Rita la traidora, señores con sombreros y la curatería y pacatería (lo uno por lo otro) embretando a todos.
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Y eso no ocurre. Andrés Cáceres, autor del inolvidable cuento “Tom Voyeur” le infunde a su obra de 500 páginas, un aire de vida que transforma a sus personajes en seres enteramente creíbles. Es lo que se siente al conocerlos a ellos, moviéndose en un ámbito que apenas si salía del blanco y negro. Es que los chicos y grandes de los 50 eran más intensos. Sin internet ni televisión, ni pichicatas benignas o de las otras. Apenas una cerveza con Crush o Cuba Libre (ya más grandes) Eso sí. Radio. Y cine, mucho. Niños duros. Que pensaban…no les quedaba más remedio. Eran dueños de la imaginación. Ese don no les llegaba como ahora predigerido y desde estamentos de poder.

Recrear los rigurosos climas de esos tiempos no es sencillo. Algunos intentos han llegado a páginas quejumbrosas y aburridas. Cáceres, como experto amasador del arte, le infunde juego a su obra. Un casi imperceptible descenso de lo lúdico. Mezcla realidades distintas, como los chicos. Y eso sorprende. E ilustra a los jóvenes. Y a los veteranos, les llena el alma de alegría. Uno camina por la novela al lado de mujeres que casi pueden ser vistas de cuerpo presente, en sus luchas fatalmente perdidosas, contra una sociedad castradora e hipócrita. Retumba en el interior de cada uno el viento de rebeldía que mueve a los niños.

Lo máximo, el placer, las sorpresas reiteradas: el orbe entero que se nos viene encima con los “boletines” radiales. Una suerte de capítulos dentro de los capítulos. Los hechos salientes de esa Mendoza y del mundo que la contenía, ya todo desaparecido, algo asombroso, ilustrador para los que llegaron más recientemente a este valle de lágrimas. Los pibes de esos días, de frágil contemporaneidad para la historia, según Arnold Toynbee, quedamos extasiados. Primero por la impecable elección de títulos de noticias, anticipos que dicen todo. Otra, por el arduo trabajo de investigación que presupone el ordenamiento coherente de ese material semi sepultado, como las voces de Alberto Castillo y Paul Anka o los vibratos de Eva en el balcón.

Cáceres, con esos espacios radiales, unidos y separados a la vez de la acción que se desarrolla en veredas y casas, con jovencitos capaces de contestar atrevidamente a las bromas: “Bajalos a tomar agua” clara burla a las prendas cortas que usaban obligadamente esos críos de antes. Pequeños, luego ingenuos adultos, llenos de ideas piadosas para con sus semejantes. Los chicos de los ‘50, contestatarios, de treinta años en los 70 (poco más o menos) Muchos de ellos, se convirtieron en pasto de cárceles clandestinas, asesinados y privados de la mínima dignidad que la muerte presupone. En el mismo balcón de la Eva, aparecieron, floreándose, tiranos vestidos con ropajes que el pueblo pagó. Derrocadores consuetudinarios de gobiernos republicanos. Aun llaman desde el presidio a sus pares para que se alcen en armas contra el pueblo, armas que también pagamos nosotros, la gente. Autor, perdón por la digresión. El tema es vuestro impecable libro.

Habilidad de escriba tiene Cáceres. Con un atributo no muy frecuente: la instalación de un despejado prodigio. No se transforma en un narrador omnisciente, un demiurgo convocador de fantasías sobrenaturales, como las novelas de caballería del 1500, una suerte de folletines populacheros y pedestres que enfurecían al autor de El Quijote . Tampoco convoca a un “deus ex machina”. Mezcla su infancia con la de niños vecinos. Acaso exacerba situaciones como el doliente rol de la mujer en esos ‘50. Recordémosla: minimizada, presa de una falsa moral, impedida de usar pantalones (eran cosa de hombres) de fumar (ídem) “Durábamos, como muebles de una casa. Algo más que un objeto, porque hacíamos de comer, teníamos hijos, dábamos placer. Vivíamos al margen de la política, aunque movíamos núcleos de la sociedad: las familias. Éramos silentes mulas en oscuro segundo plano” según recordó una señora de ese otro mundo. Si las mujeres solteras de su libro (de Andrés) sufrían más que las de mi calle Salta al 1400, en el barrio de los cines, puede ser real. Si es una licencia del creador, vale. Si así la pasaron de verdad, pobrecitas…

Y me fui por las ramas como un Tarzán radial de los ‘50, amigo de Comangani y del elefante Tantor. Con una versión infantil que nos llenaba de envidia “Tarzanito” un cara de tonto llamado Oscar Rovito. De nuevo con el prodigio. Es difícil para el escritor de hoy instalar ese elemento en sus obras. Es algo escaso. Desde hace mucho, desde la aparición de la madre de las novelas modernas El Quijote repleta de maravillas. O Moby Dick con el mal tradicionalmente tenebroso, transformado en alba y gigante ballena. O Cien años de soledad (50, según Borges, ya que con la primera mitad alcanzaba, dijo) donde aparece una barra de hielo en un paisaje que nunca conoció al frío: el trópico y los habitantes de esa tierra se asombran. Y el lector también, por la búsqueda devenida en prodigio, empleada por el autor.

Que ese cosmos de Cáceres adquiera a lo largo de medio millar de páginas consistencia, atractivo, que ilumine imágenes. Que despierte toda conmiseración posible por el dolor de personajes (entes sin vida real). O alegría, por sus dichos, pensamientos, desventuras. Que nos traslade a los años donde la historia argentina giró con cruel ángulo hacia la inauguración de genocidios (la Revolución Libertadora, llamada también “fusiladora” o “bombardeadora de civiles”) Que Andrés, excelente, inspirado y prolijo escritor nos abra la puerta hacia otra ciudad, otros humanos y que, simultáneamente, ese lugar sea Mendoza. Que sus niños, ahora muy lejos de los pantalones cortos, los que quedan, revivan esos tiempos. Que los más jóvenes se sumerjan de lleno en esa creación que el literato propone, por sus atractivos, por su “hacer pensar”. Todo, todo eso, es un gran prodigio.

Y lo que queda resonando como el eco de una campana en el alma del lector de “El Gran Ausente” son las breves líneas iniciales suspendidas en el gran blanco de una primera página, casi con seguridad, emanadas de Andrés. O no. Lo mismo, son y no lo dudo, un reflejo de su alma: “La niñez es una oportunidad única de ser felices. Maldito aquel que lo impida”.

Noticia acerca del autor
Ejerce la crítica de artes plásticas y literarias desde 1968. Ha participado en varios libros colectivos y publicado cuentos, poemas, ensayos y numerosos artículos, comentarios y entrevistas, mayormente en diario Los Andes de Mendoza, República Argentina.

Lleva una activa vida cultural, participando como jurado en certámenes literarios y de artes plásticas; organizando exposiciones de pintura y escultura, presentando a escritores y artistas y escribiendo prólogos y notas críticas.

Durante 2007 fue asesor artístico y patrimonial de la subsecretaría de cultura del gobierno de Mendoza. Fue el director de la Primera Feria Latinoamericana del Libro en Mendoza (2007). Entre 1984 y 1987 se desempeñó como jefe de prensa de la gobernación. Entre 1970 y 1980 fue jefe de la sección Artes y Espectáculos del diario Los Andes .

En octubre de 1978 fue becado por el Goethe Institut para realizar un curso de periodismo en Alemania, desde donde envió notas publicadas en Los Andes (con fechas 11 de noviembre, 7 y 10 de diciembre de 1978).

Ese mismo año, fue becado por el Instituto Cuyano de Cultura Hispánica para realizar un curso de historia del arte en Madrid, con el crítico Raúl Chávarri.

En 1998, fue coeditor del Suplemento Cultura del diario Los Andes . En 1999 cursó el Primer seminario taller de promoción y gestión cultural, organizado por la Fundación Unión en Buenos Aires. Entre 1990 y 2004 fue secretario de prensa y cultura del gremio Unión del personal civil de la nación, seccional Mendoza y director de la revista Unión , de la misma entidad.

Ha participado en diversos volúmenes literarios con otros escritores y publicado individualmente los libros de poesía: Unicornio del ensueño (1985), Vértigo (1986), Singladuras (1994) y Ritual de la memoria (2004, poemario dedicado a Madres de Plaza de Mayo) y de cuentos: La unidad secreta (1998, traducido al francés).

La Quinta Pata

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