domingo, 7 de abril de 2013

El látigo y el símbolo

Eduardo Paganini
(con los permisos correspondientes)

Una breve reflexión sobre métodos de opresión

¿Cómo se logra que alguien sostenga ideas que a la larga o a la corta vayan en contra de sus reales intereses? No es un misterio indescifrable, pero no deja de sorprender una conducta que se contradice con el instinto de supervivencia o la conciencia de clase, según el singular grado de desarrollo de cada uno.

El gremio docente mendocino prometió irrumpir en las caravanas del festejo vendimial como parte de la protesta por su insatisfacción en las negociaciones del reclamo salarial. La noticia se publica vía internet en las pantallas domésticas y allí quienquiera deja grabada –merced a las nuevas tecnologías – su opinión instantánea. Una forma célere y ultra breve de las tradicionales cartas del lector . Por supuesto, aparece de todo: quien apoya, quien rechaza, y (los más enriquecedores para los interesados en tratar de desentrañar la estructura y/o el contenido de lo que se llama imaginario colectivo ) los matices intermedios o intra-contradictorios. Entre ellos, hay unas voces que aportan elementos dignos de análisis, por cuanto expresan su desagrado frente a la posibilidad de “opacar” una “fiesta” que “es de los mendocinos”, o bien se preguntan el porqué “molestar a la gente” cuando el reclamo debería hacerse frente a la casa de gobierno para –concluimos nosotros – “molestar a los funcionarios”. Lo curioso del caso es que estas voces de defensa de la vendimia, como ente global, unitario y abstracto, pertenecen a un par de lectoras que son maestras, y que por ende están ganando sueldos mucho más debajo de lo justo. A la luz del sentido común (ese esquema conceptual acrítico que mamamos desde la infancia en un mundo movido por mecanismos culturales hegemónicos) las expresiones de estas lectoras seguramente recojan innumerables adhesiones, lo cual se deba acaso a dos de los ingredientes sustanciales de este sentido común: el pensamiento políticamente correcto y el sentido de pertenencia , ambos nacidos al calor de símbolos inyectados.
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Pero el fin de estos comentarios no es adherir o retrucar opiniones, sino intentar dilucidar qué es lo que lleva a los sujetos a abandonar mecanismos de defensa de sus necesidades concretas, en pro de la defensa de un acontecimiento al que se le asigna mayor valor y se lo siente afectado por embates que operan mínimamente en lo concreto y máximamente en el terreno de lo ideal, lo abstracto, lo conceptual. Hay un algo inmaculado global que no debe ser dañado.

En síntesis, por qué alarma o molesta más lo simbólico puro que lo concreto complejo.
En las tareas filosófica, química, poética, artística, matemática, o de cualquier otra disciplina donde el mundo simbólico sea inherente a la metodología, temática y técnica de labor, no constituye conflicto que ese sujeto esté dando prioridad al símbolo, aun en los casos que pueda destruir su tarea, como en el caso de viejas hipótesis invalidadas por nuevos resultados en la experimentación: en definitiva son espacios específicos para la elucubración y la especulación intelectuales. Pero en la vida cotidiana, donde la realidad está demarcada por ejes concretos de la existencia, el símbolo —un ente abstracto, una entelequia teórica— no parecería tener legítimo derecho para decidir ejes de conducta en ese espacio. ¡Pero la realidad es otra!

Si somos cuerpo y alma, o soma y psique para otros, es decir: un conjunto de deseos, sentimientos, ideas y sensaciones, sencillamente con movernos satisfaciendo —debería ser suficiente— en lo concreto el conjunto de necesidades que de allí emerjan. Con amarnos, reflexionar, alimentar y cobijarnos sería suficiente. Sin embargo, hablamos de “la buena mesa”, “una cena de amigos”, “plato gourmet”, “un chori y chau”, “¡a la mesa!” y otras más en el terreno del morfi, sumado a las preocupaciones y ocupaciones por un par de zapatillas, una gorra, el techo propio, el autito deseado, un par de jeans, el vestidito y etc. etc. que son las metas que nos proponen las necesidades de lo fisiológicamente demandado, bajo la cobertura cultural de la moda o la convención. Decimos “un toque”, “sos mi vida”, “¡viejita querida!”, “¡morite!”, “hubo transa”, “me mató”, “le sacaría los ojos…” y así en el mundo de los afectos (y desafectos). “Lo estuve pensando bien y…”, “yo creo que…”, “a mí me parece…”, “¡estás loco/a!”, “¡ni en pedo!”, “...me está dando vuelta en la cabeza y…”, afirmamos cuando andamos con algunas ideas emergentes y, a veces, urgentes. Es decir, que le sumamos al hecho concreto una serie de valoraciones subjetivas, grupales o comunitarias que están instituidas como referentes de la acción y de su validez. Evaluamos y necesitamos evaluar lo acontecido para que esas conductas queden insertas en un específico marco de referencia que lo decrete aceptable.

Y esto no es un descubrimiento, la familia, la escuela y la iglesia lo descubrieron hace milenios. Y por ello son las protagonistas en esta película La humanidad y el símbolo . Ingresar en la cabeza para generar conductas pretendidas fue el fin de sus respectivas políticas, políticas internas en el origen y al exterior posteriormente, según sus grados de evolución y dominio. La familia fue la primera que se debilitó en ese proceso, aunque tuvo su época de esplendor cuando un tótem marcaba el territorio propio y avisaba “¡con mi nena, no!”; quizá podría señalarse que una señal más próxima en el tiempo acerca las políticas familiares externas esté presente en la mafia que solemos ver en películas tipo El Padrino , …¡en definitiva la familia siempre mata! En el caso de la iglesia, cualquier iglesia o religión, el fin consiste en recordar la ligazón del hombre con lo divino, unir el territorio humano con el reino del dios que esté jugando de local, y como esta es una tarea muy ardua porque convencer a los poderosos de la tierra de que había un poder mayor fue muy difícil y costó mucho, tácticamente, solo tácticamente, se debió construir poderes terrenales seguros y firmes, como bases de lanzamiento aeroespacial para las almas, y día a día se fue poniendo cemento en el suelo para erigir recordatorios e ideas de pertenencia y sumisión en las cabezas de los fieles. Se logró tanto y tan bien, que ya nadie se pregunta cómo algo que tiene que ver con mi vida en el más allá, o en mi diálogo íntimo con mi dios, termina provocando efectos en las conductas cotidianas y personales. De esta forma, según mi creencia, debo yo asumir un menú, evitar complementarme con mi novia o novio, respetar protocolos estereotipados para canalizar mi fe, vestirme así o asá, o bien cumplir con algunos ritos que van desde hablar a ciegas hasta explotar por los aires junto con los que más pueda. Y por último, nos queda la escuela, que era de lo que habíamos empezado a hablar… ¡Qué gran labor hizo la escuela en la Argentina! Lo que no sabemos bien es al servicio de quién. …O quizá lo sospechemos… Es más, en nuestro país, la escuela toma impulso desde la época sarmientina con el expreso objetivo de homogeneizar una nacionalidad. ¿Qué es nacionalidad sino un símbolo? Era necesario unificar, frente a la apertura al inmigrante, a la supervivencia de los pueblos originarios pese al intento de exterminio, a la existencia del viejo pensamiento criollo que respondía a esquemas de la colonia y el virreinato (cosa que aún se nota en algunas decisiones de algunos funcionarios de las provincias). Y esa unificación no solo se buscaría su logro a través de la modernización del estado , con la creación de instituciones, edificios concretos que representaran a la educación, la justicia, el gobierno, la guerra, etc. etc., sino además con la adecuación de la mente de los pobladores del futuro a un patrón de pensamiento. Un esquema de respuestas prearmadas para la acción y vida cotidianas.

En la escuela el símbolo entra de dos maneras: con lo que la seño dice y con el cómo lo dice. Es muy interesante recordar aquellas clases de la primaria cuando nos imbuían del valor de la libertad y estudiábamos las decisiones de la Asamblea del Año XIII, sobre todo las vinculadas con la ruptura de la esclavitud y el valor de la liberación. Todo ello, en un aula cerrada, sentados en pupitres exactos, sometidos a un silencio de alteración punible, imposibilitados del ejercicio de cualquier movimiento natural, con lapsos acotados y restrictivos. Conclusión: el aprendizaje resultante era una leve nebulosa intelectual donde podíamos entrever –paradójicamente – que éramos libres, pero nuestro cuerpo no. Las formaciones de entrada y salida (fósil social de lo castrense), el esquema secuencial de la tarea (estímulo >> respuesta >> premio/castigo) que fundó todo el desarrollo empresarial en lo laboral, la visión jerarquizada de los vínculos, la autoridad basada en lo coercitivo, el individualismo, son algunas de las mejores joyas pedagógicas. No en vano cada gobierno que se auto-valoró como fundante impulsó su reforma educativa.
Y en este mundo de inyectar símbolos no queda nadie que se proclame inocente. No hubo doctrina, credo, partido, movimiento, escuela, dinastía, sector, que no usufructuara en su propio bien una estructura de símbolos. A través de personas, acciones, objetos, el sujeto de carne y hueso entregó y entregará, en su nombre y honor, el lubricante de su sangre de vez en cuando, y el de su sudor todos los días.
No podemos librarnos del símbolo, porque constituye una esencia de base para nuestra vida humana, más cerca de la cultura que de la naturaleza. Ni yo que digo esto puedo líbrame para decirlo pues recurro a palabras que no son otra cosa que signos o símbolos (aunque hay quienes defienden la pureza de sus inter-diferencias).
El símbolo es como la televisión o la energía atómica: no son culpables. El problema es quien los manipula y qué hacen con ellos.

Ilustración: Topo Evangelista

La Quinta Pata

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