Proseguimos hoy este paseo por las viejas diversiones cuyanas a través del animado relato del Prof. Chaca, quien con rigor costumbrista y estilo expresivo ofrece una amplia galería sobre los eventos que entretuvieron en nuestros pagos a las poblaciones en tiempos de ocio, actividades que de a poco han desaparecido o restringido su espacio de realización.
Eduardo PaganiniDionisio Chaca
Riñas de gallos
También este entretenimiento cruel, era conocido y practicado en aquel tiempo y no era poca la concurrencia que acudía a ver y a apostar a alguno de los gallos que se despedazaban en el estrecho y bien cerrado redondel. Por suerte en la época a que me refiero (1880-1890) no había en el lugar más que una cancha de este género que funcionaba en la casa que fue de Don Francisco Carrión en la que se estableció más tarde con un pequeño negocio su hijo Waldo Carrión. Al ausentarse éste del Departamento, desapareció también definitivamente la cancha y el juego, acabándose así por suerte este último resabio de una brutal costumbre repudiada por completo en nuestra época, pero muy en uso en tiempos anteriores, costumbre que corría pareja con ‘‘La Plaza de Toros” tan del agrado de los españoles y que tan hermosa escuela de crueldad y de salvajismo representan para España. En realidad, este juego, no repostaba a los dueños de gallos, beneficio alguno porque las apuestas ni eran muchas ni muy tentadoras y la sesión no daba muchas veces para cubrir los gastos que demandaba la crianza de esta clase de animales.
Los gallos de riña, eran preparados convenientemente antes de enfrentarlos y para que pudieran batirse con eficacia y aplicarse golpes más certeros, decisivos y graves, los armaban de fuertes y aguzados espolones de acero bien asegurados a sus patas con correas especiales. De este modo, al menor descuido de alguno de los dos bravísimos combatientes, recibía del otro, una feroz y fulmínea puñalada. Pero antes de que esto ocurriera, los belicosos y encarnizados animales, habían tenido tiempo de destrozarse el pico, los ojos, la cresta, la barbilla, el cuello y las alas a picotazos y espolonazos. Y entonces era de verlos; mareados, jadeantes, exhaustos, enceguecidos y cubiertos de sangre, buscar cada uno alivio y protección para su cabeza destrozada bajo el cuerpo o el ala del contrario, en medio de los gritos y de las vociferaciones de los espectadores empeñados en que la lucha no cesara todavía; y para lograrlo, incitaban de mil modos a los empecinados bichos. Si esto no daba resultado, los dueños los separaban, les limpiaban un poco la sangre, les soplaban la cabeza y los ponían de nuevo frente a frente, sosteniendo en alto por un momento la cabeza del gladiador.
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Agregaremos ahora que, a nuestro entender, la riña de gallos cruel y despiadada como es, resulta menos bárbara y sanguinaria que la famosa lidia de toros de que hablábamos hace un momento. En aquellas las únicas víctimas de su propia saña son los gallos mientras que en éstas se sacrifica, con harta cobardía por parte del hombre, no sólo al toro al que previamente se martiriza de diversas maneras, sino también a inocentes caballos a los que se lleva con los ojos vendados al redondel. Felizmente, en nuestro país ya no existen estas monstruosas escuelas de perversión de los sentimientos de amor y de bondad; de ferocidad y de sangrienta barbarie.
El sapo
Eliminadas las riñas de gallos, apareció muy pronto una diversión nueva que en un momento tuvo gran popularidad y aceptación: El sapo.
Aquí no había más víctima que el pobre sapo de metal, obligado a tragarse con su garganta de acero, infinidad de tejos de estaño.
Lo curioso y llamativo del nuevo juego, traído de la ciudad por el mismo señor W Carrión hizo que tuviera desde el principio tantos y tan fervorosos adeptos que nadie se acordó mas de las famosas riñas de caballos.
No, creo necesario describir el aparato de este juego ni dar sus reglas porque éstas son por demás conocidas, pues aún se usa en muchas partes.
La rayuela
Simultáneamente con la taba y el sapo se jugaba por ahí, en algún espacio limpio y sombreado a la simpática y tradicional rayuela. Para practicar este juego se hacía en el suelo un dibujo como el que indica la figura. Luego se retiraban los jugadores unos 8, 10 ó 11 pasos según convenio, cada uno munido de dos tejos de plomo o de estaño y desde lejos tiraban sus discos a la raya. Ganaba el que quedaba con los suyos más cerca o en la misma raya. Algunos paisanos usaban como tejos, las monedas de plata o de oro de sus tiradores; es claro que el juego no era por estas monedas sino por consumición de artículos del boliche. En la partida podían tomar parte dos, tres ó cuatro jugadores.
Las pechadas
Eran apenas un poquito menos bárbaras que las riñas de gallos siempre que no ocurriera en ellas algún accidente doloroso y si lo había, las víctimas por lo menos eran hombres conscientes de lo que hacían y no inocentes animales. Consistían en esto:
Delante de cada pulpería se colocaba invariablemente una gruesa vara o palo muy resistente montado sobre dos sólidas horquetas o pilotes de madero dura, destinado a resguardar la entrada del negocio de las atropelladas e incursiones de los jinetes borrachos. Aquella vara servía también para que los clientes ataran la rienda de sus cabalgaduras y finalmente para que en ella se realizaran las pechadas.
Antes de pasar más adelante observaré que la verdadera pechada consistía en el choque violento de dos jinetes lanzados a la carrera, pero en Tupungato muy pocas veces realizaban los paisanos esta prueba prefiriendo arrimar sus caballos a las varas y pechar contra ellas, ocurrencia por demás tonta porque no tenía ninguna gracia eso de ir a pechar a un palo. Lo único que el gaucho ebrio se proponía con esto era probar que su caballo tenía fuerza suficiente para romper la varo con el pecho. Nunca la rompía porque la vara era a prueba de encontronazos pero sí se rompían los músculos del pecho del noble animal. No era esto sin embargo lo común sino que dos, cuatro o mas paisanos aparearan sus caballos contra la vara para hacerlos forcejear de costado hasta que uno desalojara al otro de su sitio. Este ejercicio parecía agradar mucho hasta a los propios caballos a juzgar por lo voluntarios que eran para alinearse en la vara. La diversión se hacía más interesante cuando eran muchos los pechadores. En este caso no había orden en el esfuerzo: cada jinete pechaba por su cuenta tomándose aquello en un ovillo enredado del que solo salía triunfante el caballo más baquiano, pues en vez de pechar de costado, se arrimaba a la vara poniéndose paralelo con ella y empujaba entonces con el pecho las cabezas de los demás desalojándolos de su sitio.
Lo malo es que cuando los pechadores eran muchos lo regular era también que uno de ellos o todos rodasen en informe e hirviente montón para empezar luego a surgir de entre aquella descomunal madeja y entre resoplidos y quejidos, jinetes y caballos maltrechos. Algunos no se volvían a levantar; yacían allí sin vida o con algún miembro roto. Así fue cómo una vez el vecino Don Agustín Gómez, resultó con la tibia y el peroné de una pierna rotos en tal forma que los huesos salieron fuera de la carne y la médula se esparció por el suelo.
Este gravísimo accidente, sirvió para que se luciera espléndidamente el curandero y eximio compositor de huesos rotos del lugar: ‘‘Ño(2) Dionisio Aranda’’. Se decía que este curandero era un indio peruano que sabía muchísimas cosas buenas en el arte de curar y sobre todo en el de componer huesos. Esta ciencia la había aprendido siendo ordenanza y ayudante de un médico chileno que se encargaba también de la preparación de esqueletos para estudios y museos. Aranda era quien los armaba y de ahí su habilidad como compositor. Este médico reemplazó con gran éxito y maestría la médula perdida con médula fresca y aún caliente de un cordero sacrificado al efecto; acomodó los huesos en su sitio según su ciencia y experiencia, lavó y curó la herida con cocimiento de yuyos para evitar la gangrena, vendó y entablillo a su modo resultando de todo ello, que muy poco tiempo después, Don Agustín Gómez podía usar su pierna como si nunca hubiera tenido nada.
Vea Ud. decían las gentes: si a Don Agustín lo hubieran llevado a la ciudad para que lo curaran los médicos de allí... ¡cuantuá(2) le hubieran cortado la pierna y quién sabe si a estas horas estaría vivo!
¿Le parece a Ud. posible eso?
¡Dejuro!(3)
Esta era entonces y es también ahora la fe que la mayoría del pueblo tiene en la ciencia oficial y en realidad esta desconfianza, no está afirmada en una opinión desfavorable con respecto a la preparación de los graduados universitarios. Esta aversión que el pueblo simple y poco letrado profesa casi instintivamente a los médicos oficiales es un problema de psicología popular que tiene su origen en el modo de ser de los mismos galenos: reservados, poco llanos y comunicativos, cerniéndose muy alto por encima del pueblo en alas de una ciencia con caracteres de ocultista y misteriosa que impresiona a la gente que nada entiende en ellos empezando por su ilegible letra y sus recetas indescifrables para quien no sea médico o farmacéutico. Y a los doctores (tal vez no sea a todos) les gusta rodearse de esta atmósfera de misterio, de magia, de inalcanzable superioridad y sabiduría para el común de los mortales ratificando así el concepto que el pueblo en general tiene de ellos: son los sucesores de los magos, de los brujos y taumaturgos y por eso el pueblo suele exigir de ellos, milagros que solo Dios puede hacer. Médicos y curanderos gozan de esta fama entre las gentes de poco saber y pueden sanar y alargar la vida según les plazca y muy especialmente los curanderos ó santones. En cuanto a los facultativos, el pueblo les reconoce su vasta y superior ilustración y preparación pero este mismo pueblo: don Juan Pueblo suele decir de ellos, quizás un poco injustamente, que se ocupan muy poco o nada de sus enfermos cuando no hay bastante plata entre su ciencia y la enfermedad. Los apóstoles en esta profesión, aseguran, son moscas blancas y los enfermos, sigue diciendo Don Juan Pueblo, no solo sanan con medicinas sino también con afectuosos y casi diríamos, maternales cuidados porque el paciente, postrado en su lecho de dolor, es ni más ni menos que un niño desvalido. Por eso la víctima y sus allegados, se apresuran a buscar a quienes, graduados o no, saben que ponen en la curación no solo ciencia sino también conciencia, bondad, amor y piedad cristiana. El médico espiritual aunque no tenga ciencia, tiene para las gentes sencillas mas mérito y sabiduría humana que el facultativo de impresionante aspecto y deslumbrantes pergaminos pero seco, perentorio, inabordable e interesado y que se complace en mantenerse a infinita altura sobre el paciente y sus familiares.
Perdón por el aparte y por lo que él pueda contener de injusta apreciación y volvamos a las pechadas.(4)
Además de los graves accidentes como el que acabamos de mencionar, siempre se sacaba de ellas otra mala consecuencia y era la de arruinar para toda la vida a más de un caballo que resultaba quebrado o manco de los pechos a causa de los feroces encontronazos contra las varas o con los otros caballos.
La doma
Esta faena campera es tan conocida que nada de nuevo puedo agregar a lo que ya otros han escrito sobre ella.
En Tupungato, la doma de potros no difería en sus procedimientos y pormenores casi en nada de lo que era la doma en cualquier punto de la república en aquellos años. La cualidad más sobresaliente y característica en ella era la barbarie. No se reducía, no se amansaba y enseñaba a la más útil y noble de las bestias por la paciencia, la dulzura y el trato suave y aplacador sino por la violencia, por el rebenque, la espuela, la flexión forzada y torturadora del pescuezo, las feroces sofrenadas, para quebrar la boca al potro y dejarlo blandito de rienda, según el lenguaje profesional y por fin, la extenuación llevada al punto máximo, es decir: al derrumbe o al estado lastimoso de la res acogotada en el palenque; con los cuartos abiertas y flojos, el cuerpo bamboleante e inundado de sudor y de sangre, los ojos lacrimosos y velados de dolor y agonía, la cabeza colgante y abatida, la boca en llaga viva cubierta de espuma y de babosa sangrienta y como si todo este oprobio no fuera bastante, todavía, encima de él, un jinete implacable y cruel empeñado en clavarlo sin cesar con la espuela y en martirizarlo con el rebenque y la rienda, ¿para qué?... ¡ah!.. para lucirse jineteando, para que vieran que el potro por mas bellaco que sea, ni siquiera lograba desacomodarlo en la montura.
Pero todavía es muy poco esto. Cuando el potro se planta porque ya no puede dar un paso más y a pesar de todos los suplicios a que lo somete su verdugo sigue plantado, entra a accionar el padrino para obligarlo a que reanude su actividad. ¿Cómo? ...pues, dándole tremendos pechazos con su caballo amaestrado, con acompañamiento de enérgicos guascazos y juramentos nada evangélicos. ¿Era esto en extremo salvaje y cruel? Si miramos la escena al través del cristal de las ideas corrientes en nuestros días, tal vez habría que contestar que sí, pero colocándonos en aquellos años en aquel ambiente, no. Cada época tiene sus costumbres y sus ideas y una costumbre como aquella, tan arraigada, tan general y hereditaria a nadie llamaba la atención ni atrancaba críticas, lo que no quiere decir que tal método de amanse fuera excelente ni mucho menos. Por el contrario, era pésimo pues a él se debe la pérdida de muchos buenos caballos arruinados para siempre en el amanse. Los indios, con ser salvajes, no amansaban así a sus espléndidos caballos. Pero en Tupungato, no eran indios los domadores: eran gauchos y seguían el sistema en uso en todo el país con general beneplácito. Y por eso cuando los domadores de las estancias de Lemos, de Aguirre, de Palma, de Gibes, de Gómez, de Ortiz etc., etc., bajaban a la calle, todos los vecinos salían a gozar del espectáculo que ofrecían los magníficos paisanos jineteando potros bravísimos y corcoveadores que daba gusto. Si algún mirón tenía lástima por el potro, esa lástima quedaba muy mitigada por el orgullo de tener en el barrio domadores como aquellos; arriesgados y valientes. Y para esto era precisamente para lo que iban a la calle los domadores; para lucirse y para captar al paso la mirada admirativa, elogiosa y alentadora de alguna: linda paisanita que los aguaitaba(5) con disimulo desde alguna puerta o ventana.
Porque aquella lidia, después de todo, era una cosa digna de verse por lo pintoresca, viril y emocionante. Era uno de esos cuadros criollos de más fuerte colorido y de más enérgica expresión; una de esas escenas en que el hombre de campo hacía derroche de destreza, de valor, de agilidad, de resistencia física, de fuerza muscular y de temple de nervios.
La doma era sin disputa una excelente escuela de coraje, de resolución, de agreste combatividad, de rapidez mental, de fogosa actividad y de perfecta serenidad y dominio ante el inminente peligro de muerte, que como un fatídico fantasma, no dejaba de rondar ni un momento en torno del intrépido gaucho mientras duraba la bravía puja.
Era en fin, una de esas pruebas de pujanza y de heroico desprecio a la vida tan amadas por nuestros hombres de campo porque en ellas se juegan la existencia con varonil decisión y en ellas solo triunfa el macho de ley.
En esta escuela, se formaron los mejores soldados de la República los bravos e invencibles granaderos que alfombraron el vasto continente americano con glorias y laureles argentinos; los invictos coraceros de Lavalle y de Paz: los hirsutos y terribles lanceros de Quiroga, de López y de Rosas; los brillantes jinetes de las Caballerías de Urquiza, de Mitre, de Roca, de Villegas, de Catriel y de Namuncurá.
El domar, no es para todos según dicen los paisanos que sintetizan esta opinión en su conocido dicho: “La bota’e potro nu es pa’ los gringos” con lo cual quieren expresar, no su inquina con el extranjero porque aquí nunca existió esa fobia sino su convicción de que la bota de potro solo es digna de ser calzada por el temerario centauro criollo, jinete insuperable y diestro en todos los ejercicios del caballo, cosa que el europeo jamás podrá alcanzar. ¿Por inferioridad física o mental con respecto al gaucho? ¡No!... ¡de ninguna manera!... simplemente porque cada día hay menos caballos en Europa y esto mismo ocurrirá también más adelante en la misma República Argentina, cosa en extremo triste y lamentable por cuanto es dado comprobar que a medida que disminuyen los caballos irracionales aumentan prodigiosamente los caballos de tipo humano… racionales.
El domar, no es pues para todos y así puede muy bien ocurrir que un ciudadano se precie de ser muy buen caballista y hasta de ser un eximio profesor de equitación (a la moderna se entiende) y comportarse como un verdadero maturrango, como un gallina o como una frágil y asustadiza señorita ante un montaraz y chúcaro bagual de primera ensillada dispuesto a quebrarle el pescuezo no solo al más perfecto maestro de equitación, sino también al más experimentado y animoso gaucho.
Es que para saltar sobre el lomo de un indómito, poderoso y enfurecido corcel, más que ciencia hípica, hace falta todo ese conjunto de condiciones materiales y morales que caracterizan y adornan a los que el paisano llama “Macho lindo”, hombre entrañudo y sin hiel capaz de cualquier hazaña grande y heroica. Por eso la doma, es una de las faenas camperas que más atraen y fascinan a los hombres fuertes y valientes.
Y no hay que extrañarse de esto porque en todos los tiempos y en todas las regiones de la tierra, los hombres arrojados y atléticos se han impuesto a la admiración y al homenaje de las multitudes y porque es ley natural que el valor y la fuerza inspiren más respeto y adoración a las muchedumbres que el brillo y la sabiduría invisibles de una inteligencia superior.
La masa popular no puede pasar sin tener Hércules o Sansones ante quienes prosternarse y a falta de éstos suele ungir a un Firpo o a un Dempsey(6) y si más no viene, a un Dillinger(7) o a un Di Giovanni(8), bandoleros feroces y malvados estos últimos pero no por eso menos populares, menos admirados y hasta aplaudidos en el fuero interno de cada mito.
El laborioso y pacífico vecindario de Tupungato no había alcanzado todavía la perfección moral necesaria para venerar ardorosamente a un semidiós del puño o del pie, o para consagrar sus secretas simpatías a un repugnante bandido, pero gozaba a su modo viendo el admirable desempeño de los bravos chinos en su peligrosa lucha con el potro bellaco y corcoveador.
Hasta las mujeres se entusiasmaban viendo jinetear serenos, risueños y seguros de sí mismos a los greñudos y robustos centauros criollos.
Porque era ciertamente hermoso aquel espectáculo primitivo de salvaje batalla entre la bestia indómita y poderosa y el hombre más débil pero infinitamente superior por su inteligencia; hermosas y estatuarias las actitudes; hermosa la arrogancia y viril apostura de los domadores y hermoso y desbordante de viejas añoranzas de guapezas criollas el conjunto todo de aquel brioso y excitante torneo.
Así lo entendían también los jinetes al pasar sonrientes y orgullosos por delante de los espectadores, alta la cabeza, bien echada atrás el ala del sombrero, abiertas las piernas y bien firmes en los estribos, desplegadas al viento las puntas de los pañuelos, atento el elástico, cuerpo a todos los imprevistos y rápidos episodios del duelo, recogido el chiripá y la primorosa criba del calzoncillo para dejar libre la nudosa y fuerte rodilla, grande y sonora la espuela, en alto la mano derecha armada del serpeante y azuzador rebenque y muy despierto el ojo y activísimo el pensamiento para adivinar con la debida anticipación hasta la más mínima maniobra sorpresiva de recio y violento animal.
Algunos potros resultaban realmente bravos y dignos de probar el prestigio de un buen domador. Bellaqueaban como poseídos por los demonios y recurrían a toda suerte de enroscamientos, piruetas y giros inverosímiles para librarse del monstruo que los oprimía y martirizaba, pero en vano porque el domador, zorro viejo y experimentado, sabía librase a tiempo de todas las acechanzas y tretas del bagual y estando agotado ya éste, cesaba en sus descompaginados y epilépticos saltos y presa de fiera e impotente rabia se quedaba clavado en el sitio, el monstruo lo incitaba de nuevo paleteándolo, es decir: hincando las púas de las espuelas en el pecho del pobre bruto. Este al sentir la cruel ofensa, volvía a emprender toda serie de cabriolas y giros vertiginosos y bruscas alzadas de cuerpo ora sobre los cuartos traseros, ora sobre los delanteros; alzadas que anunciaban una inminente y peligrosísima boleada. En vano, en vano siempre porque, producida ésta, el único que daba con toda su alma contra el suelo era el potro mientras el domador salía limpito, airoso y triunfante “parado y con el cabestro en la mano”. Por último la infeliz víctima, comprendiendo la inutilidad de sus esfuerzos y loco ya, desesperado e inconsciente, aceptaba la amargura de su destino y se entregaba emprendiendo un penoso y desfalleciente galope al lado del padrino que lo conducía al palenque para quitarle la montura y licenciarlo hasta la segunda sesión.
Así era la doma en Tupungato... ¿Era salvaje?... Ya he dicho que sí y que no, según la vara con que se la mida, porque si para tildarla de salvaje se la juzga con la mentalidad de nuestros días, tendremos que resignarnos desde ya a que nuestros descendientes, los que vivan y gocen de nuestra herencia dentro de unos doscientos años, nos llamen perfectos salvajes por algunas o por todas nuestras actuales costumbres. A nosotros, que nos creemos tan adelantados, tan superiores, tan perfectos, y no podremos protestar ni defendernos por cuanto el más Matusalén de entre nosotros estará ya convertido en polvo desde muchísimos años atrás.
Lo que no puede negarse es que el método para reducir y domesticar a los caballos ariscos, no era nada bueno pero no se conocía otro en aquel tiempo y el usado se aceptaba sin protestas ni alharacas. Además, hay que repetir que no era el método lo más importante de la doma sino, como ya lo hemos dicho, la exaltación y afirmación de las condiciones masculinas del paisano; su guapeza, su pujanza y el desprecio con que afrontaba los mayores peligros. Con el método actual de amanse, no hay ocasión de que puedan ejercitarse estas cualidades. Por eso es que el gaucho que aún no ha degenerado y que conserva el temple, la virilidad y la hombría de sus antepasados, considera que hoy, la profesión y tarea de amansar, es un trabajo más propio de mujeres que de hombres. Esta frase indica cuál era la virtud esencial que el paisano ponía en la faena campera de “La Doma”.
(1) Americanismo que equivale a ‘Don’, cuya probable génesis derive de la forma masculina de “Ña”, que a su vez es apócope de ‘Doña’.
(2) Expresión regional, muy registrada en la zona andina con centro en Perú, que resulta ser el apócope de “cuánto hace que...”
(3) Locución adverbial que la Real Academia Española registra como castiza y que significa ciertamente, por fuerza, sin remedio.
(4) Si bien el autor demanda el perdón del lector por la digresión, no deja de ser una interesante reflexión sobre el arte de curar y cuyas observaciones parecería que hoy siguen siendo inherentes a la polémica que se mantiene vigente.
(5) Otra expresión castiza (“cuidar, guardar; acechar, aguardar cautelosamente; mirar, ver; atisbar, espiar”), pero que en América sumo el significado de “aguardar, esperar”
(6) Luis Firpo (argentino) y Jack Dempsey (estadounidense) fueron dos púgiles de la categoría pesos pesados, campeón mundial este último, quienes en 1923 realizaron un combate inolvidable para la historia del box, ya que un trompis del argentino arrojó fuera del ring a su contrincante quien —pese a recibir ayuda del público y del árbitro para reincorporarse y regresar— estuvo 15 segundos fuera de combarte, lo que debería haber implicado el KO técnico. El combate prosiguió y finalizó con la victoria de Dempsey.
(7) John Dillinger fue un asaltante de bancos en EEUU. A pesar de que su actividad no superara una década (circa 1930), fue muy intensa y de grandes efectos sociales, debido sin dudas al carisma del personaje que se había hecho famoso por su habilidad para huir de las prisiones. En medio de la crisis financiera, su conducta fue evaluada por varios sectores de la población como la de un vengador rebelde, portavoz de la indignación masiva por los sucesivos quebrantos bancarios que habían causado múltiples ruinas.
(8) Severino Di Giovanni fue un activista de los sectores más radicalizados y combatientes del anarcosindicalismo. Había nacido en Italia, pero al triunfar allí el fascismo marchó, alrededor de 1920, hacia nuestro país donde desarrolló su oficio de tipógrafo. Paulatinamente evolucionó en su accionar militante: de publicista y propalador del ideal anarquista llegó a desarrollar acciones cruentas que derivaron en su fin: el fusilamiento bajo el gobierno de facto del Gral Uriburu.
“Costumbres y usos regionales diversos en Tupungato”: Descripción histórica, geográfica. Capítulo XXXIII Usos, costumbres y tradiciones, Buenos Aires, 1941, Edición del autor.
Baulero: Eduardo Paganini
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