[1] presenta, desde el inicio, no pocas dificultades. No sólo porque
) sino porque además la declaración inicial de la ausencia de nombre nos arroja a una zona incierta, peligrosa, desnuda, desconocida. Una zona a la que no podremos entrar sin preguntas (y acaso tampoco podamos
) ni sin acompañarnos por el eco (esa “voz de lo invisible” para Quignard) de dos versículos: “la voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra” (Génesis 4, 10) y “reclamaré su sangre de tu mano” (Ezequiel 3, 18). Tal como una letanía que no puede dejar de oírse, en el equívoco de estos ecos (ecos que, cabe aclarar, no buscaremos filiar a ninguna tradición exegética, sino sólo oír en ese reclamo que clama inmemorialmente) y en el riesgo de lo que no tiene nombre, abrimos una lectura de
, una lectura que se sabe equí-voca y que quiere ser íntima y fiel (aunque también sepa −vía Derrida− que en toda lectura se es
). Una lectura, decimos, que no busque complacencias, porque este largo poema que es
no nos lo permite; como así tampoco lo permite, decía Blanchot, Hölderlin, Mallarmé, Celan, y tantas otras voces con las que podríamos (quizá por comodidad, quizá por algún mandato académico) relacionar con la voz poética de
.
hay escritura, escritura llevada al extremo de un habla pasiva que escucha la voz de los otros (la cual estrictamente es
) que claman incesantemente. No obstante, nos preguntamos: ¿es
es precisamente la sus-pensión de toda pertenencia. “La lengua no pertenece”, decía Derrida a propósito de Celan y así, sin pertenencia e im-pertinente, se alza esta voz que murmura una escritura extensísima, incesante, recursiva, extrema, renovada continuamente en el asombro ante el
y la muerte.
“Y así proliferó el desierto en la eternidad de la lengua como una madriguera”: desde el comienzo del poema, esta voz nos pone frente a un habla que no busca comprender, es decir, terminar con el misterio de lo otro que se manifiesta en la gloria y la locura de su advenir. Esta habla gira en ese misterio, balbucea, asume el vaivén incesante de lo que siempre vuelve y que nunca nombra. Ante eso in-clasificable, ante la voz de sangre que clama desde la tierra, ante lo innominado del dolor y lo innombrable del sufrimiento, del Barco ha expresado que habría que “tratar aunque más no sea de balbucear algo”, aceptando “la fuerza y la miseria del sinsentido” [2]. Pero entendámonos: esta escritura balbucea ante/en lo sin nombre, cuestión que relaciona con lo que llama “sinsentido”, pero que no se debería confundir con cierta búsqueda estética del absurdo o algo similar; sino que se trata de la adopción de un habla otra que constata el hay (algo), y que ante ese hay estaríamos frente a “eso sin nombre”[3].
Entre lo innominado (lo que no se ha nombrado) y lo innombrable (lo que no se puede nombrar),
sin nombre acontece como aquello que ciertamente carece de nombre pero que no por ello se filia al anonimato[4]. Se arriesga a la búsqueda de un habla sin intención de darle palabras a aquello que no lo tiene, asumiendo que “
eso sin nombre” queda intencionalmente sin nombre, es decir, no deriva hacia lo
innombrable en sentido místico, como aquello que rebasa todo nombre; ni hacia lo
innominado como algo desconocido para el cual aún no habría un nombre.
Lo sin nombre más bien sería eso que no podría tener un nombre, que sería incompatible con el nombrar por su exceso, su más inconmensurable, su extremo hiperbólico.
Lo sin nombre es lo que “no tiene nombre” como dice del Barco[5]: el horror cotidiano, el dolor extremo, la violencia infinita.
Eso no
puede tener nombre, porque se trata de lo que, en “Actualidad de la religión II”, del Barco expresó como “la negatividad carnívora y asesina que somos”[6]. Aquí radica el inmenso dolor de la ética, pero también el inmenso trabajo de la poesía (su hacer,
poiesis) [7]: habla des-centrada que intenta (no sin correr un riesgo extremo) la escritura de esa intensidad imposible del dolor. “¿Cómo puedo instalarme en el dolor para pensar como dolor?”[8]:
eso es imposible, y sin embargo el habla poética se arroja a la intemperie de los cuerpos y las palabras desfallecientes e intenta el balbuceo ante “el suplicio de los sin nombre”, como dice uno de los versos del poema. No obstante, puede advertirse que esta grave y larga habla poética (“líbrame de esta habla demasiado larga”, suplicaba Blanchot en
La escritura del desastre) busca recorrer las imágenes de eso que no tiene nombre y que se trata tanto del dolor inconmensurable que se constata cotidianamente (los enfermos, los niños, las mujeres, los animales, todos los supliciados por la pobreza, el abandono, el hambre, la violencia en todas sus formas) cuanto del acontecimiento del
hay, de
eso milagroso y extraño que adviene como
resto, como
borra, como un excedente inclasificable que del Barco ha pensado en términos de
amor, compasión, debilidad, generosidad [9]. En esta doble negatividad de
lo sin nombre se ubica, por caso, el anafórico “dijo” que se hace presente a lo largo de todo el poema[10], porque no sólo se trata de un
decir que reconoce su debilidad ante el clamor del sufrimiento, sino también de un
decir que tiembla ante la imposibilidad de −como dice el poema− “mirar la hermosura del mundo/ preguntabas qué es esta belleza y llorábamos porque sabíamos que nadie podía/hundir un ancla en la nada”.
Se trata de ese “exceso detrás del hombre” del que habla el poema, de ese
más que se cuela entre las mallas del poder y la violencia, y acontece como un estallido en las flores, una melodía inaudible, el perfume de los aromos, el aroma de las frutas, una hormiga siguiendo al sol; vale decir, todas esas “criaturas acurrucadas en la intemperie” que nos miran y a las que por si acaso
pudiéramos mirar abjuraríamos de todos los nombres y haríamos de la piedad un habla sin fin. Así parece proceder esta habla poética: en el movimiento inmóvil de un ruego, de una plegaria, pero sin quién, ni a qué; porque se trata de un
modo de hablar, de una ética suplicante[11] que sintoniza todos los ruegos y los escucha en una escritura balbuceante, de imágenes, a veces borrosas, otras confusas, siempre temblorosas ante y desde el dolor del otro.
Podríamos pensar que esta habla adopta el tono del murmurio como el ruido de la corriente donde las piedras son arrastradas por la crecida de un río, esas pasivas piedras de una espera interminable que sólo una fuerza sin nombre puede mover[12]. En este sordo sonido de una piedra golpeando contra otra, la voz poética despliega su ritmo abandonando toda pretensión de salvación, de redención, de resurrección. De ese modo, lo que
hay es sólo
espera, espera que imita la de la piedra en su pasividad y su quietud; pero también la de ese movimiento que realiza a pesar de ella. Porque así como la piedra es arrasada por la corriente, el murmurio poético en este texto es llevado por lo sin nombre, compelido a un habla
sin-sentido (sin dirección, sin intención: habla piadosa).
“Qué era eso en su boca”: la boca −caverna que engulle, oscuridad salvaje donde el hombre, según Agamben, perdió el sonido de su voz en la articulación de la palabra− habla sosegadamente, débilmente, pasivamente, hasta el extrañamiento y el enrarecimiento de la voz, el des-quicio de los nombres, la intemperie del sentido. La boca no anuncia, sino que deja que hable en sí ese murmurio desbordado y desastroso del dolor; deja que en el eco que se produce en su apertura resuene el ruego de la voz de nadie; deja que vibre en su ritmo el temblor de la carne llevada a su imposible. La boca rechaza lo profético y lo mesiánico, y se subsume en la pasividad donde la repetición inagotable da cuenta de la abstensión de todo poder. Precisamente es la repetición de las imágenes del dolor y del asombro lo que esta habla poética asume como no-poder, como imposibilidad de agregar nada a lo que se evidencia en el límite de lo soportable.
Sabemos (y J.-L. Nancy lo recuerda en
Au fond des images) que la imagen es tanto
mostrativa cuanto
monstruosa, vale decir, que así como ostenta la presencia de la cosa también es signo de un prodigio y expone, al mismo tiempo, una intimidad tensiva, una proximidad temblorosa que roza “a flor de piel”. Quizá de este modo podría pensarse esta sucesión de imágenes en
sin nombre: como la apertura de una intimidad que nos alcanza y nos roza, haciéndonos temblar ante lo que muestra, esto es, lo monstruoso del dolor, del deterioro, del crimen, del sacrificio, de la locura, del grito. La imagen nos pone ante el umbral de todos los ruegos y la voz poética se sabe des-bordada y horadada por esa fuerza que reclama la sangre de los otros en esta mano que escribe, en esta boca que habla, trémula y balbuceante. En el sinsentido, en la falta de nombres, en el hundimiento del habla, esta voz pasivamente responde a lo imposible de sus muertes con una boca que ya no sabe suya, con un habla desbaratada y desfigurada que repite para ya no agregar y tensa la pasividad hasta el extremo de todas las preguntas. Una voz clama y responde por el dolor sin dueño, y allí, en el desamparo de los nombres,
no crece lo que salva sino que
resta lo que espera.
[1] Oscar del Barco: sin nombre, Alción Editora, Córdoba, 2012. El libro no tiene números de páginas, razón por la cual las citas que realizaremos carecerán de esa referencia.
[2] Oscar del Barco: “Algo sobre los campos de exterminio” en Escrituras − filosofía, Ediciones Biblioteca Nacional, Buenos Aires. 2011. p. 483.
[3] Ídem, p. 482.
[4] Recordemos a Blanchot cuando afirma: “no hay más nombre, pero este sin nombre no es el burdo anonimato” (La escritura del desastre, Monte Ávila, Venezuela, 1990, p. 104).
[5] Oscar del Barco: “Carta a una amiga” en Escrituras − filosofía, Ediciones Biblioteca Nacional, Buenos Aires. 2011. p. 474.
[6] Este texto puede leerse en Espacio Murena.
[7] Usamos aquí poiesis desde J.-L. Nancy cuando sostiene: “La particular semántica de la palabra “poesía”, su perpetua exacción y exageración, su modo de decir-otro, le es congénita. Platón (incluso él, el viejo rival de la poesía) destaca que poiesis es una palabra a la que se le ha hecho tomar el todo por la parte: el todo de las acciones productoras por la sola producción métrica de palabras escandidas. Éstas agotan pues la esencia y la excelencia de aquellas. Todo el hacer se encuentra en el hacer del poema, como si el poema hiciera todo lo que puede estar hecho” (“Faire, la poèsie” en J.-L. Nancy: Rèsistance de la poèsie. La pharmacie de Platon, William Blake & Co / Art & Arts, 1997. La traducción es nuestra).
[8] Oscar del Barco: “Notas sobre la política” en Escrituras − filosofía, Ediciones Biblioteca Nacional, Buenos Aires. 2011, p. 320.
[9] Ídem, p. 322. Del mismo modo, en J. L. Ortiz. Poesía y ética (Alción Editora, Córdoba, 1996, p. 62), puede leerse: “Amor entendido como un ir más allá; espacio esencial con los otros, con todos los otros, incluso los inexistentes”.
[10] Cuestión que, a su vez, se conecta con otros textos poéticos de del Barco. Recordemos precisamente el libro dijo, el cual consta de tres partes, compiladas en dos libros (la primera en 2000 y la segunda y tercera en 2001, ambas publicadas en Córdoba por Alción Editora). Las tres partes están en consonancia con la presencia de una palabra que se despliega a partir de sí misma, rompiendo el círculo del saber, la lógica de la frase, el orden de la oración, los predicados y los atributos de los nombres. Es preciso aclarar que de la lectura de este libro se puede entender que “dijo” no significa “decir”, en la medida en que no se refiere a un discurso determinado sino que sigue el acontecimiento del cumplimiento extremo de esa palabra que adviene al mundo como aliento, soplo, hálito imposible. Es el itinerario de la palabra impredicable lo que se proponen estas tres partes de dijo, en donde el habla poética recorre ese abismo diciendo “dijo” pero dejando sin decir eso que dijo, en la alabanza de un don que es, al mismo tiempo, “abandono y redundancia”, tal como afirma J.-L. Marion en El ídolo y la distancia (Sígueme, Salamanca, 1999, p. 162).
[11] Oscar del Barco ha abordado largamente la relación entre “poesía y ética”, especialmente en vinculación a Juan L. Ortiz, a quien le dedica un libro (J. L. Ortiz. Poesía y ética, Alción Editora, Córdoba, 1996). En consonancia con la propia escritura, expresa: “No se trata aquí de un poeta dedicado a elaborar teorías éticas sino de un modo de ser que conlleva el riesgo de su propia vida, a causa del abismo abierto en la palabra cuando de una manera abrupta convierte el lenguaje en un milagro, ya que en la palabra el poeta hace de su vida un acontecimiento de proyección ilimitada”.
[12] Esta cuestión de la “espera” ha sido pensada en varias ocasiones por del Barco, incluso el texto poético inmediatamente anterior a sin nombre se titula precisamente espera la piedra (Alción Editora, Córdoba, 2010). Lo que debería aclararse es que se trata de una espera que nada espera, una espera-de-nada, espera-de-la-espera, espera del habla poética en una des-esperada espera sin referencias.
Espacio Murena, 18-06-13
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