domingo, 20 de octubre de 2013

Cuando las tumbas se cubren con maquillaje

Laura Isgró

En nuestro país muere una mujer cada 35 horas a causa de la violencia de género. Según la Asociación Civil La Casa del Encuentro en los últimos cinco años 1236 femicidios se han producido en la Argentina a causa de actos sexistas. A esto se suman unos 95 casos de asesinatos “vinculados”, es decir personas que han sido muertas a causa de estar en la línea de fuego del agresor o intentando impedir un femicidio. En esta definición también se incluye a aquellas personas que perdieron sus vidas debido a que un asesino las usó para destruir moral y psicológicamente a una mujer.

Estos breves datos son un mero reflejo cuantitativo de una realidad constante y latente en nuestra nación y que ya no puede ser ignorada ni mucho menos invisibilizada por los distintos actores sociales. Vivimos en una esquizofrenia colectiva –como lo definen algunos especialistas- en la cual cada persona vive en su propia realidad disociada del resto y a su vez (y quizás a consecuencia de esto) vivimos disociados de nosotros mismos.

Nuestras acciones inevitablemente repercutirán directa o indirectamente en la vida de un sinfín de seres humanos a los que generalmente no conocemos, por eso es más que imperativo que todos –y no sólo los funcionarios o las víctimas directas- tomemos consciencia de la gravedad de una situación que se lleva miles de vidas anualmente, truncando la historia de millones de propósitos vinculados a ellas. Es tiempo de que todos nos comprometamos a ser el cambio.

A continuación se trae a colación un cuento de la escritora Laura Arco, también conocida en el ámbito profesional como Lic. Laura Isgró, para graficar la problemática antes citada y llamarnos a una reflexión profunda.

Hasta la muerte

Antes que sonara el despertador, ya estaba sentada en la cama, mirando sus pies sobre la alfombra. Reconoció que no se dedicaba tiempo ni siquiera para arreglarse las uñas de los pies.

Miró hacia atrás y vio a su esposo atrapado en la cárcel del sueño, e indefenso. Deseó que no despertara aún: así se veía adorable. Respiró suavemente por temor a provocar algún ruido indiscreto. Tomó sus ropas y se escondió en el baño.

Frente al espejo descubrió su desnudez. Avergonzada contempló las huellas de los hombres que la habían amado: cicatrices más frescas y otras ya borrosas.

Examinó su ojo derecho; estaba hinchado y morado, aunque no había derrame. Sintió lástima de sí misma y quiso ocultarse debajo del maquillaje.
¡Qué agradable era el silencio, aunque estuviera amenazado por el despertador! ¡Oh, si pudiera detener el tiempo! Eso mismo pensaba cuando estaba de novia y él la acompañaba en las noches de la peluquería a la casa. Recordaba cómo demoraban los pasos para que esas seis cuadras se hicieran eternas. Siempre el tiempo le había tendido emboscadas: cinco minutos de atraso provocaban catástrofes. Todavía tenía la marca del puño de su padre en el pómulo izquierdo; pero afortunadamente quedaba disimulada por algunas imperfecciones de la piel. Sin embargo, ella seguía viendo esa herida tan abierta como el primer día.

Con sigilo movió el picaporte y salió en puntitas.

Entró a la cocina y encendió las tres hornallas. Mientras calentaba el agua contemplaba el fuego con ingenuidad y embeleso de niña. Pensó qué fascinación cautivaba a los piromaníacos y se vio a sí misma en medio de las llamas. Como velos danzantes rodeándola, seduciéndola… y atrapándola.
Reaccionó por el susto que le causó la alarma del despertador. Se quedó inmóvil adivinando los ruidos que seguirían; en no más de ocho minutos él entraría por esa puerta.

Urgida por el temor, apuró el desayuno. Sintió sus manos torpes y revivió en su alma los gritos amenazantes de su padre. Se vio enfundada en el batón de su madre.

Tomó el pan, el cuchillo y la tabla. Temblando logró cuatro rebanadas similares. Repentinamente una imagen fugaz de dedos rebanados y un río de sangre relampagueó en su mente.

Observó con atención el cuchillo: era de hoja larga, ancha y especialmente filosa. Parpadeó sorprendida.

Sintió el descargador del baño y contó los segundos. Miró la puerta.

Él se detuvo antes de entrar. Se tomó un instante para cobrar coraje. Tenía miedo de perderla… o de no poder recuperarla. Sintió la misma angustia que el día en que sus manitos regordetas dejaron escapar a su mamá por el largo pasillo hacia la calle. Adoptó la actitud más jovial y abrió la puerta.

-¡Qué nochecita!- exclamó al entrar.-Me costó dormirme, pero gracias a mi mujercita, lo logré. Aunque no fue fácil convencerte- agregó con intención mientras se le acercaba. Y siguió con voz seductora- Te gusta hacerte la difícil, que me vuelva loco por vos, picarona.

Ella no lo miró; fingiendo estar muy atenta a los detalles del desayuno, ignoró la nalgada cariñosa de su marido.

-La verdad que sos hermosa. Me gusta cómo te me querés escapar como pez en el agua y el gritito que das cuando te atrapo.

Ella, rápidamente alzó la vista hasta dar con sus ojos y con una mirada de reproche le atravesó las pupilas.

En silencio, él improvisó algunas argumentaciones que mitigaran esa factura que el párpado hinchado le estaba pasando.

-Fue sin querer. ¡Es que no te quedabas quieta! ¡Te amo y te deseo tanto que no puedo medir mis impulsos!- Esperó un cambio en su expresión, pero no lo halló. Miró la mano aferrada al cuchillo y agregó:

-Vení, dejá eso. Vení- y la atrajo a sus rodillas hasta sentarla-. ¿Ves? Así es mejor- mientras, le corría el pelo de la cara y le besaba el ojo dañado.- Sos la mujer de mi vida, mi gran amor. No sé qué haría sin vos – le susurró al oído-. No sé. Creo que me muero si no te tengo.

Cuando vio que ella soltaba una lágrima creyó que ya había sido perdonado y se sintió ganador. Ella se secó la furtiva gota que se deslizaba al costado de su nariz y dijo pausadamente, como si estuviera en un velorio:

-Algún día la muerte nos separará. Y alguno llorará por el otro.- Y sin darle ocasión de interrumpir preguntó- Si yo muero antes, ¿me vas a llorar?
- Si te morís, me mato- prometió él con total sinceridad.

Sin levantarse de sus piernas ella le acarició el rostro y le acomodó el jopo rebelde. Dejó que los segundos corrieran con su prisa acostumbrada y se tomó el tiempo suficiente para animarse a confesar sus certezas.

-Mentira. Porque yo estoy muerta, y vos ni siquiera lo has notado.

La Quinta Pata

2 comentarios :

Anónimo dijo...

Excelente nota y muy oportuno y maravilloso el cuento compartido. Felicitaciones para la lic. Isgró por ese talento tan especial que le permite expresar sublimemente una problemática tan actual y preocupante.

olga dijo...

TREMENDA REALIDAD,GRACIAS LAURA,BENDICIONES

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