domingo, 27 de octubre de 2013

Historia y evolución de la guitarra

Eduardo Paganini

El Fondo Nacional de las Artes edita, con el Dr. Augusto Raúl Cortazar como su director, una importante colección de material musical folklórico complementado con información textual y documentaciones iconográficas en ocho volúmenes. Hoy en EL BAÚL rescatamos parte del material escrito sobre la guitarra, instrumento que se ha adentrado tanto en nuestros sentimientos de identidad y pertenencia.

A la distancia en el tiempo asombra la calidad y cantidad de actores involucrados para poner en funcionamiento este loable proyecto, dirigido musicalmente por Iván R. Cosentino, con el anticipado diseño gráfico que desarrolló Oscar “el Negro” Díaz (jefe de diseño en EUDEBA y Centro Editor de América Latina), las intervenciones musicales de Edmundo Zaldívar (h), Roberto Lara, Irma Constanzo, Carlos Santa María, Encarnación Gordillo y “numeroso grupo de campesinos anónimos”, la voz profesional de Juan Mentesana, el aporte cooperativo de Bruno Jacovella en su rol de director del Instituto de Musicología, todos ellos por supuesto bajo la coordinación general del mencionado Cortázar.

Los instrumentos de cuerdas punteadas tienen su más remoto antecedente conocido en el primitivo arco musical, cuya antigüedad y profusa dispersión se evidencia en las pruebas que aportan numerosas excavaciones arqueológicas, practicadas a nivel del período neolítico, en varios continentes. Su elemental diseño contiene ya las partes fundamentales que hoy se reconocen en los cordófonos evolucionados: resonador, cuerdas y mástil para sostenerlas.

La información disponible relativa a su origen es escasa o nula, y —como siempre en estos casos— la imaginación acude para explicarlo a su modo. Entre los wahehes del África oriental, circula una leyenda macabra, a la vez poética y mágica: “un hombre sale con una niña, la hace beber en un arroyo y la desnuca cuando está inclinada sobre el agua. Ella se transforma inmediatamente en arco musical; su espinazo se convierte en madero, su cabeza en el resonador y sus miembros en las cuerdas” [i].

A partir del arco primigenio se inicia un lento proceso evolutivo en el instrumento, paralelo al desarrollo de los impulsos melódicos en el hombre; de aquel simple arco monocorde derivarán instrumentos de dos, tres y hasta cuatro cuerdas; su mango irá transformándose y la caja de resonancia modificará sus formas paulatinamente, en procura de satisfacer crecientes necesidades musicales.

Todas las culturas de la antigüedad han legado cordófonos semejantes en cuanto al principio que rige su funcionamiento, diversos en sus formas fundamentales, hasta configurar un extenso catálogo. Por una parte, aquellos cuyas cuerdas —sometidas a distintas tensiones— vibran libremente: la lira de los pueblos de la Mesopotamia, la kithara de los griegos y la cithara romana; por la otra, aquellos en los cuales la longitud vibrante de las cuerdas se modifica presionándolas, con los dedos contra el mango: el nefer o laúd egipcio y el p’ip’a o el yüeh ch’in de los chinos.

Resulta extraño pensar que entre estos antiquísimos y raros cordófonos y aquel
“tradicional instrumento
consuelo del payador,
fiel amnigo del dolor,
lenitivo del tormento”
[ii]
al que cantaron nuestros poetas payadores, exista relación alguna.

No obstante, tal como ocurre con la mayoría de los instrumentos musicales, no debemos tampoco suponer una única línea de desarrollo que sigue sin complicaciones las sucesivas transformaciones experimentadas por un instrumento hasta definirse en otro. No se trata de un simple proceso mecánico. Debe considerarse la existencia de distintos instrumentos semejantes que, a través de sucesivos cambios ocurridos en el transcurso del tiempo, pueden llegar a confundirse en una forma evolucionada, como la guitarra, de trascendencia universal.

La variedad de denominaciones empleadas para designar a los cordófonos, y la abundancia de representaciones pictóricas y escultóricas griegas, romanas, egipcias, asirias, etc. que a ellos se refieren, hacen muy difícil establecer correctamente el origen de la guitarra. No es extraño entonces que no todos los musicólogos coincidan en asignarle un mismo ancestro. Para algunos habría nacido en Oriente, como instrumento derivado del laúd árabe, y desde Arabia y Persia habría pasado a España durante la dominación de los moros; para otros, su estirpe sería greco-latina, a partir de sucesivas transformaciones de la cithara o kithara griega. Una serie de grabados, encontrados en Utrech apoyan esta última tesis, pues muestran cómo la kithara griega, sin mango, fue modificándose progresivamente hasta convertirse en instrumento con mango, parecido a la guitarra.

En realidad, ninguna de estas dos teorías deben descartarse por completo; es más, no son contradictorias. España, centro importantísimo de la música instrumental durante la Edad Media, participó por igual de las culturas orientales y latinas. “España —dice E. Pujol— fue en el siglo VIII el punto de confluencia de las dos corrientes instrumentales que, procedentes del Asia Menor, habíanse bifurcado con particulares caracteres, una a través de Grecia y Roma y otra, siguiendo distinta trayectoria, por Persia y Arabia... y en la convivencia de dos espiritualidades tan distintas como la cristiana y la islámica, difícilmente confundibles, tenían que subsistir lógicamente los instrumentos de ambas procedencias” [iii].

Durante la Edad Media, diversos instrumentos de cuerdas, percusión o viento, de origen árabe o latino, se funden y confunden. Pero entre todos los de cuerdas son, evidentemente, los más importantes: “Dentro de la evolución general de la música religiosa o profana, los instrumentos policórdicos capaces de producir sonidos simultáneos fueron ganando predilección entre los músicos de más amplia y sólida preparación. Por su aptitud para el acompañamiento de la voz en la canción y en la danza, hiciéronlos suyos en la Edad Media, juglares y ministriles, fundiéndolos con la lírica trovadoresca al espíritu del pueblo” [iv]. Es natural entonces que en documentos, imágenes y poemas medievales convivan, bajo el nombre genérico de guitarra, dos instrumentos de tan diverso origen: la guitarra latina y la morisca. Una ilustración del célebre manuscrito de Alfonso X el sabio (s. XIII) presenta la primera en manos de un juglar de costumbre latina, y la segunda en manos de otro con vestiduras árabes; no sólo insinúa así sus respectivos orígenes, sino que ilustra acerca de las formas de ambos instrumentos: la guitarra morisca tiene caja ovalada y fondo convexo, como el laúd y sus derivados, mientras en la guitarra latina el fondo y la caja armónica son planos y su contorno no es ovalado, sino con la característica silueta de “8”. Para completar la distinción entre ambas, el Libro de Buen Amor, del Arcipreste de Hita, habla de su sonoridad.

“Allí sale gritando la guitarra morisca de las boces aguda é de los puntos arisca.
El corpudo laúd que tyene punto á la trisca
la guitarra latyna con esos se aprisca…


Evidentemente, se trata de tres instrumentos distintos. Ese laúd que el Arcipreste nombra es el antecesor árabe del laúd renacentista: largo mástil y cuerpo bombé; la guitarra morisca, de forma similar a la del laúd no es propiamente éste, sino un laúd de cuello corto conocido con el nombre de kuitra que —transportado a España a través de Arabia y Persia— con el tiempo se transformó en la mandola italiana; queda entonces, finalmente, la guitarra latina, que por su forma y origen parecería ser la antecesora de la guitarra actual.

La distinción no es tan fácil. En el período en estudio la nomenclatura de los instrumentos —especialmente de cuerdas— es muy compleja. Otro término aumentará la confusión: vihuela, vocablo que desde el siglo X hasta el XVI denominará sin distinción a todos los cordófonos con mango, desde un laúd hasta un primitivo violín o viola, pero que en particular designará al que conocemos como guitarra latina. De tal modo, lo que la lírica trovadoresca pone con el solo nombre de vihuela en manos de trovadores y juglares, puede ser una vihuela de arco
“Aquisósse la duenya, fiziéronle logar, templó bien la vihuela en son natural…
fue trayendo el arco egual egual e muy parejo;
…………………………..
fue levantando egual unos tan dulces sones
doblas o debailadas, temblantes semitones;
a todos alegraba la voz los corazones”
[v]

En el Libro de Buen Amor se menciona también a la vihuela de péndola (significa que se toca con plectro) y a la vihuela de mano o vihuela común. Esta última y la guitarra latina parecen ser un mismo instrumento. El primer documento en tal sentido es la citada obra del Arcipreste de Hita, escrita hacia 1343; otro testimonio posterior, que confirmaría tal criterio, es el libro de Fuenllana Orfénica Lira, de 1554, cuando en el prólogo incluye composiciones para “vihuela de 4 órdenes a la que comúnmente llaman guitarra”.

Es evidente entonces que durante la dominación árabe en España coexistieron instrumentos como el laúd y la kuitra o guitarra morisca, de fondo combado y origen árabe, con otros de clara estirpe greco-latina, tales como la vihuela y la guitarra que —por oposición a la árabe— recibía el adjetivo de latina, Así, guitarra y vihuela serían denominaciones de un mismo instrumento. La filología viene en auxilio de esta tesis: el vocablo griego kithara tiene su equivalente romano en cithara, y la latinización de cíthara (según San Isidoro de Sevilla, s. VI-VII) sería fidícula. Ocurre entonces que la palabra kithara experimenta sucesivas transformaciones: cithara de los romanos, crotta de los celtas, guiterne, guitar y —finalmente— guitarra durante la Edad Media; por otra parte, fidícula deviene en fithele, vielle, viole, viola, vigola, vigüela y vihuela.

La verdadera diferencia entre ambos instrumentos obedecería, en primer lugar, a razones de índole musical, aunque también social. La vihuela era más aristocrática y —según A. Salazar— su nombre fue adoptado por los españoles para dar mayor significación al instrumento; pero esta categoría se apoyaba en bases técnicas: un mayor ámbito musical que posibilita a su vez mayor lucimiento en los pasajes virtuosos y contrapuntísticos de la época. Como variante de esta vihuela de gran trascendencia artística estaba la guitarra, no sólo más pequeña sino con menos cuerdas. Puede decirse que era la guitarra una vihuela plebeya, adoptada por el vulgo, más que para los pasajes contrapuntísticos de la alta escuela de los maestros vihuelistas, para rasguear el acompañamiento de melodías.

Guitarra y vihuela conviven entonces hasta casi fines del siglo XVI. La vihuela común tenía seis órdenes o pares de cuerdas afinadas —generalmente— como el laúd, en tanto la guitarra (como dice Bermudo en su Declaración de Instrumentos) “no es otra cosa que una vihuela quitada la sexta y la prima” [vi].

Es precisamente a fines del siglo XVI cuando aparecerá, eclipsando a la aristocrática vihuela y desterrando a la vulgar guitarrilla de cuatro órdenes de cuerdas, una guitarra igual a aquellas dos en cuanto a forma, pero que como vihuela tiene un par de cuerdas menos, y como guitarra una de más: es la guitarra de cinco órdenes, mencionada por Bermudo en su tratado ya citado (escrito en 1555), pero que recién entonces empieza a abrirse paso. Es el momento en que el sentido armónico de los acordes comienza a primar sobre el estilo contrapuntístico.

El momento exacto en que la guitarra adoptó el quinto par de cuerdas, es algo que no se sabe. Vimos ya que Bermudo la menciona a mediados del s. XVI, y dos grandes vihuelistas, Fuenllana —en 1554— y Mudarra —en 1546—, componen para guitarra de cinco órdenes de cuerdas. Sin embargo se atribuye a Vicente Espinel, el “famoso y grande Espinel” —al decir de Lope de Vega—, el haber agregado el quinto par de cuerdas. Lope insiste en ello en su Viaje al Parnaso, especificando que fue la “prima” la agregada:

“Este aun que tiene parte de Zoilo es el grande Espinel que en la guitarra tienen la prima y en el raro estilo”

Otros autores sostienen que la cuerda ganada fue la más grave. Por supuesto, nada de esto puede probarse, y quizás Espinel no hizo sino adoptar lo ya existente y difundir su empleo. Lo que sí puede aseverarse es que, en un momento importantísimo para el desarrollo y constitución de la guitarra, Vicente Espinel contribuyó definitivamente a ello con su destreza y su alma de músico.

Es importante señalar este punto, pues la guitarra con cinco órdenes de cuerdas y afinación la-re-sol-si-mi (también atribuida a Espinel) se populariza al extremo de ser necesario considerarla en un tratado; así —en 1586— aparece en Barcelona con el título Guitarra española y Vandola en dos maneras de guitarra Castellana y Catalana de cinco órdenes...”, claramente diferenciada de la cuatro, de la que el mismo tratado dice: “…Y se haze mención también de la guitarra de cuatro órdenes...”. Con el nombre de “española”, con que la bautizó Juan Carlos Amat, autor de este tratado, con cinco órdenes de cuerdas y con la afinación indicada más arriba, esta guitara se expande por Europa y perdura a lo largo de casi dos siglos. Después de esta importante obra de Amat, aparecen otras en la misma España, en Francia e Italia, pero sin agregar nada a lo dicho, refiriéndose siempre a la guitarra española de cinco órdenes; pueden mencionarse obras como las de los italianos Montesardo y Corbetta o Corbera, la muy importante del español Gaspar Sanz Introducción de música sobre la guitarra española... y Luz y norte musical para caminar por las cifras de la guitarra española y arpa de Lucas Ruiz de Ribayaz, todas ellas del siglo XVIII.

Hacia fines del siglo XIX, afrontaba el instrumento un período de decadencia, —iniciado a sus comienzos—, cuando sufre un nuevo cambio —esta vez definitivo— que la llevará a su apogeo: gana una sexta cuerda y (casi simultáneamente) sus cuerdas dobles se simplifican. Documentos de la época atribuyen esta modificación al pedagogo español Miguel García, conocido como el Padre Basilio. Recién entonces, con seis cuerdas simples afinadas en mi-la-re-sol-si-mi, se incorpora a la historia de la música en rápida y segura carrera.

No es justo, a esta altura, proseguir la búsqueda de antecedentes sólo en Europa. A principios del 1600 el instrumento se difunde en tierras americanas (a las que arribó pocos años antes en manos de los conquistadores) con cinco cuerdas —tal como se encontraba entonces en la península—, para seguir sin cambios hasta 1800. Entonces, y siguiendo la evolución experimentada por el cordófono en España, la guitarra de seis cuerdas viene a sustituirla por completo, a tal punto, que “ni en campaña, ni en las ciudades, ni en los museos” —al decir de Carlos Vega— se ve un instrumento de cinco cuerdas. [vii]

El florecimiento de la guitarra artística comienza en Europa a fines del siglo XVIII, cuando —junto con el Padre Basilio en España— surgen en Italia teóricos o guitarristas como Carulli, Carcassi, Giuliani o Moretti, para continuar —ya iniciado el 1800 y nuevamente en España— con Fernando Sor, quien abrió un nuevo horizonte para la guitarra, enalteciéndola. Luego, en la misma época, será Aguado quien aumentará la sonoridad del instrumento, con otro método de estudio.

A este período de esplendor seguirá otro de decadencia. Los grandes músicos se dedican a instrumentos como el piano, el violín o las grandes masas orquestales; la guitarra es, entonces, un instrumento artístico que no logra elevarse al nivel de la música culta. Casi a fines del siglo XIX surge la figura del español Francisco Tárrega, considerado uno de los mejores intérpretes de todos los tiempos; con él, la guitarra renace y alcanza definitivamente la jerarquía merecida.

Es oportuno observar que todo este movimiento de desarrollo progresivo del cordófono en Europa, se repite casi simultáneamente en Buenos Aires. La guitarra de cinco cuerdas, que había penetrado en América hacia el 1600, “relegada a su elemental función de acompañante, se cultiva en Buenos Aires hasta poco después de la independencia, en que aún sirve a las tonadillas en el teatro [viii]. El impulso que le dieron luego al instrumento los grandes pedagogos europeos Miguel García (el Padre Basilio) y Federico Moretti, produce sus mejores frutos entre 1810 y 1840, con la ciudad de París por campo y principal asiento...”; es la época de “Giuliani, Carcassi, Carulli, por una parte, Sor y Aguado por otra. Buenos Aires, puerto libre desde la Revolución de Mayo inicia un activo comercio con Francia, Inglaterra y Norte América; se importan muebles, ideas, útiles, modas…” [ix]. Y así, entre las célebres tertulias porteñas (que entre 1815 y 1820 alcanzan su máximo esplendor) comienza un renacimiento musical que llega a hacer de la guitarra un objeto de culto. Contribuye a esto la llegada de músicos y guitarristas españoles que proporcionan los conocimientos técnicos del momento a la sociedad de Buenos Aires.

Hacia fines de 1822 arribó Esteban Masini, guitarrista italiano alrededor de cuya figura se nuclean concertistas argentinos como Trillo y Robles. Propalador del método de Carulli, su influencia y prestigio como profesor y ejecutante fue muy grande.

En España, por entonces, comienza a sentirse el empuje del renacimiento guitarrístico determinado por Sor, que llega hasta Buenos Aires hacia 1830 gracias al poeta y ensayista argentino Esteban Echeverría [x], quien llega de Europa entusiasmado por la música de Sor y Aguado. No se dedicó a la enseñanza, pero contagió a Buenos Aires su fervor por el género guitarrístico; surgen entonces músicos como Nicanor Albarellos y Salustiano Zavalía, compositores e intérpretes de obras para guitarra.

No obstante, el piano (que pronto se convirtió en el instrumento favorito de las familias pudientes de Buenos Aires) constituyó un serio competidor para la guitarra. Que un músico de la talla de Juan Pedro Esnaola (el pianista de mayor prestigio y el más refinado compositor de la época de Rosas) compusiera obras originales para guitarra, es un hecho de indudable trascendencia. Poco a poco la guitarra pierde la preferencia de los salones, ganando —en cambio— proyección entre el pueblo, en la campaña. Es tiempo de guitarrerías [xi] y pulperías, de gauchos y payadores.

Sin embargo, el movimiento guitarrístico musicalmente culto no cesa por completo, y durante las últimas décadas del siglo XIX varios artistas argentinos dedican a éste su empeño: Martín Ruiz Moreno (1833-1919), Juan Alais (1844-1919), hasta que —a comienzos del siglo XX— una corriente renovadora derivada de la iniciada en España con Tárrega, comienza a formar una nueva generación de guitarristas argentinos bajo la guía del maestro catalán Domingo Prat, quien llegara a Buenos Aires en 1908.

Varios autores, Folklore musical y música folklórica argentina, Buenos Aires, 1968, Fondo Nacional de las Artes-Qualiton. Volumen 4: Guitarra











[i] Curt Sachs, Historia universal de los instrumentos musicales, p. 54.
[ii] Cuarteta del payador Andrés Cepeda, recogida por Marcelino Román en su obra Itinerario del payador, p. 31.
[iii] Alonso de Mudarra, Tres libros de Música en cifra, para vihuela. Sevilla, 1546.
En la Biblioteca Nacional de Madrid. Transcripción y estudio de Emilio Pujol.
[iv] Alonso de Mudarra, op. cit.
[v] Ramón Menéndez Pidal, Poesía juglaresca y juglares, p. 87.
[vi] Alonso de Mudarra, op. cit.
[vii] Carlos Vega, Música sudamericana, p. 162.
[viii] Al respecto dice Mariano G. Bosch en La primera época del teatro nacional, “La Prensa”, 4/X/1931: “Las guitarras sobre el escenario habían constituido los primeros instrumentos de orquesta de los teatros de Buenos Aires en el siglo XVIII y principios del XIX; y acompañaban a las tonadillas y los bailes; y ellos y el entremés, rellenaban la función, supliendo el entreacto, todavía como se estilaba en tiempos remotos en España, cuando el teatro en los corrales y patios, no podía armar decorados ni usar telones”.
[ix] Carlos Vega, op. cit. P. 103.
[x] Juan María Gutiérrez, en Notas biográficas sobre Echeverría, cuenta que “…no podía vivir largo tiempo lejos de las orillas del Plata... Pero a esos momentos un amor concebido en la Patria, una predilección nacida con él y convertida ese hada benéfica, llegaba a disipar aquella sombra y a colocarla con los tintes azules del cielo ausente. Esa hechicera era la guitarra, su «fiel compañera», la que según sus propias expresiones alejaba con sus sonidos las fieras que le devoraban el pecho”.
[xi] Un caso típico era el comercio de Raconi, en las calles Perú y Garay, rincón típico del Buenos Aires musical, donde se reunían los más famosos guitarreros y payadores de aquella época: Alais, García Tolsa, Pablo Simeone, Caprino, Gabino Ezeiza. Pablo Vázquez, Nemesio Trejo, etc. en grandes reuniones de contrapunto.

La Quinta Pata

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